Vicent
era un hombre retraído. A él no le gustaba hablar del pasado, aunque, aquel
día, fue tal la insistencia que hacíamos todos para que nos contase su viaje de
huida a Francia que, al final accedió. -No os contaré ni la miseria, ni los
pies llagados con los que llegué a la frontera. Tampoco os contaré sobre el
hambre que tuve que sufrir ni el desánimo en el campo de concentración francés.
Ya sabéis que no quiero recordar mis penas porque no sirven de nada.
-Vicent,
la memoria es la historia. No puedes privarnos de ella. –Le interrumpí.
-Claro
que puedo y quiero, no obstante, contaré algo que sé que os gustará saber.
–Carraspeó para aclararse la voz.
-Si
es tu regreso al pueblo ya nos lo conocemos. –Le dijo su hijo mayor con
socarronería. -No me interrumpas. –Insistió. –Cuando llevaba más de diez años
en Marsella sentí la necesidad de formar una familia. En aquella ciudad sólo
tenía mi trabajo y mis recuerdos y eso ya no era suficiente para mí. Un día,
mientras estaba en la casa del pueblo de los refugiados y exiliados de la
guerra civil, un amigo mío me dio una idea. -¿Sabes una cosa, Vicent? La
soledad me carcome. –Me confesó. –Así que he decidido escribir a las mozas de
mi pueblo a ver si hay alguna que quiera venir aquí, a Marsella, para vivir
conmigo.
Me
reí de su audacia. ¿Cómo iba a encontrar a ninguna mujer dispuesta a dejarlo
todo y formar una familia con un exiliado en tierra extranjera? Era una idea
descabellada.
A
pesar de que le argumenté su empeño de buscar compañía en el pasado, mi
compañero de exilio, lo desmoronó con una postura tan sencilla y simple como
que sólo podría encontrar comprensión en alguien que hubiese sufrido lo mismo
que él.
Aquella
noche no pude dormir. En mi cabeza rondaba mi pueblo, los amigos que había
dejado y los que había perdido por el camino. Veía la cara de mi padre, junto
con mis hermanos, cuando tuve que incorporarme al frente de Teruel. Durante varias
horas de duermevela, las imágenes del pasado se sucedían una y otra vez hasta
que me saltaron las lágrimas angustiado por la tristeza. Me levanté y busqué el
consuelo en el amanecer. Miré por la ventana de mi habitación y observé los
mástiles de los barcos del puerto. Con qué gusto me habría embarcado en uno de
ellos para poder regresar a mi tierra tan cerca y tan lejos de mí.
Sin
pensarlo más me dirigí hacia la mesa del comedor. Saqué unas cuantas hojas y un
lápiz e inicié lo que debía ser una lista de nombres de mujeres de mi pueblo.
Descarté las familiares directas. Temía la consanguineidad. La lista que
resultó, en esa primera selección, era muy corta. Volví a repasarla y, al ver
la escasez de nombres, dejé algunos remilgos de lado engrosándola con algunas
primas en segundo y tercer grado.
Tuve
que salir de casa para dirigirme a mi trabajo de carga y descarga en el muelle
marsellés. Durante todo el día no dejó de darme vueltas en la cabeza lo que
debería escribir en aquella carta. ¿Qué les podría ofrecer a todas las posibles
candidatas? Por otra parte, a algunas de las que había anotado en la lista no
les había hablado nunca, por lo que las desconocía por completo. Me arriesgaba
a su desprecio e indiferencia, aunque, considerando la distancia que existía
entre ambos, tampoco debía resultarme tan grave su desdén.
Cuando
terminé la jornada me dirigí al local del exiliado. Mi amigo se encontraba
sentado en una mesa. Junto a una botella de clarete apilaba unas cuantas hojas
de papel arrugadas y llenas de tachones.
-Escribir
es más complicado de lo que parece, paisano. –Resopló angustiado.
-Déjame
que te eche una mano en la redacción.
Durante
un buen rato estuve sentado con él releyendo sus borradores y, al mismo tiempo
que le ayudaba, también extraía alguna que otra idea para poder escribir la mía.
Al cabo de unas horas me despedí de mi paisano, como él me llamaba, pues,
aunque él procedía de tierra adentro y yo había nacido cerca del mar, la guerra
nos había convertido en compatriotas en el exilio. Regresé a mi casa.
Una
vez estuve en la soledad de aquel pequeño piso inicié la redacción de la carta
que, en mi caso, sería una única para todas.
-¿Y
qué contabas? –Preguntó intrigado uno de los que estaban escuchando al poco
hablador Vicent.
-Cuando
uno se encuentra angustiado, la única cosa que se puede contar es la verdad. –Contestó
con rapidez. –Describí mi situación de soledad. Les expliqué el motivo por el
que no podía regresar al pueblo y cuáles eran mis intenciones para un futuro
próximo. También les contaba que deseaba formar una familia, pero que, a pesar
de la distancia, conservaba la esperanza de poder regresar al pueblo y no
quería hacerlo solo.
-Me
imagino que te contestarían todas ¿verdad? –Preguntó uno de los jóvenes que le
escuchaba con gran atención.
-Te
equivocas. No me contestó ninguna.
Hubo
un silencio.
-Pasó
más de medio año desde que envié las cartas, pero no obtuve ni una respuesta. Posiblemente,
en la frontera, el control férreo de la censura franquista, las intervino y por
eso no me contestó nadie. Un día, mientras me encontraba en el local del
exiliado, entró mi paisano todo alborotado. Él había tenido más suerte que yo. Varias
chicas de su pueblo le respondieron y una de ellas le había enviado una
fotografía. Al verle tan contento, en verdad, os confieso que sentí envidia de
su satisfacción y una profunda tristeza me embargó por mi falta de éxito. Le
felicité por su fortuna. Regresé a mi casa apenado, pero cuál fue mi sorpresa
al ver que alguien me esperaba en la puerta. Se trataba de mi hermano mayor,
Pepet.
Os
podéis imaginar que las comunicaciones de en los años cincuenta, no eran como
las actuales y, aunque mi hermano hacía tiempo que me había anunciado que vendría
a verme, no sabía exactamente cuándo lo haría. La emoción de abrazar a Pepet se
transformó en tristeza al saber el verdadero motivo de su visita.
-Murió
con tu nombre en la boca. –Me dijo entre lágrimas.
Se
refería a mi padre que enfermó poco después de mi partida.
-Sólo
le mantenía en vida la idea de poder viajar hasta Marsella para abrazarte y
terminar sus días junto a ti, su hijo pequeño.
Vicent,
embargado por la emoción de aquellos tristes recuerdos, tardó unos minutos en
recuperar las fuerzas suficientes como para proseguir con el relato.
-Mi
hermano no había salido nunca del pueblo así que todo lo que le mostré en
Marsella le pareció lo más bello del mundo, por eso, cuando le conté mi
intención de encontrar una novia entre las chicas del pueblo, se sorprendió. Se
quedó conmigo una temporada. –Tragó saliva. –Si me emocionó su llegada su
partida me angustió. Volvía a quedarme solo, aunque, esta vez, con la esperanza
de que mi hermano llevaría a cabo mi proyecto de futuro. Y así fue, pues, a las
pocas semanas, recibí la carta de María.
-Cuéntanos
qué te decía. –Le insistió uno de los chicos que le escuchaba.
-Sólo
recuerdo fragmentos.
-Me
cuesta creerte, Vicent. Siempre has gozado de una espléndida memoria. –Le
atajé.
Me
guiñó un ojo. En sus labios se dibujó una sonrisa y extrajo la cartera del
bolsillo del pantalón.
-Junto
a la carta me envió esta fotografía.
-¡Qué
guapa estaba María! –Dije mientras se la arrebataba de las manos.
Vicent
cerró los ojos y recitó como si estuviese leyendo un fragmento de la carta.
«Ya no me parezco a la chica que recuerdas
de tu juventud. Mi cabello se ha vuelto gris por el sufrimiento. También he
adelgazado mucho. La tristeza me ha acompañado durante mucho tiempo. Sin
embargo, cuando tu hermano me habló de tus intenciones me parecieron bien. Creo
que yo también tengo derecho a un futuro.»
-¡Qué
bonito, Vicent! –Le dije emocionada.
-Mi
padre es un romántico. –Apostilló el hijo mayor de Vicent. –Seguro que ha
añadido algo de lirismo a las palabras de mi madre.
Vicent
sonrió y junto a la vieja fotografía nos mostró un trozo de papel envejecido
por el tiempo.
-Aquí
la tienes, incrédulo. –Le dijo a su hijo.
-¡La
has guardado todo este tiempo! ¿Por qué no me la has enseñado nunca? –Le
increpó emocionado.
-Quizá
fue porque nunca me lo preguntaste.
-Pero
sigue contándonos tu historia. –Insistí.
-Yo
no podía cruzar la frontera porque me habrían detenido inmediatamente. María
viajó sola durante varios días hasta llegar a Portbou. Allí permaneció una
semana antes de tomar un tren hasta Marsella.
-¿Dónde
os visteis por primera vez? –Volví a interrumpirle.
-En
la estación de trenes de Marsella. Fue ahí donde comenzó nuestra vida en común.
Esta es la historia que os quería contar. –Dijo Vicent con una sonrisa.
-¡Nos
dejas con ganas de saber más! –le dije intrigada.
-Ahora,
lo justo sería que fuese María la que os contase el resto ¿no?
Pero
nunca lo logramos por mucho que insistimos.
hola! que triste y amante a la vez, gracias! abrazosbuhos
ResponderEliminarHola amigas
EliminarDentro de la tristeza de tener abandonar la propia tierra está la esperanza de regresar con una familia como así fue.
Muchas gracias por leer y comentar todos mis relatos. Un abrazo amigas.
¡Hola!
ResponderEliminarMuy buen texto. Mucho sentimiento.
Por cierto, ya te sigo, ¿te pasas por mi blog?. Saludos.
http://librosenfamilia.blogspot.com.es/
Hola Anabel,
Eliminarmuchas gracias por leer y comentar mi relato. Intento escribir desde el corazón. Termino de hacerme seguidora de tu blog. Un saludo.