Con
disimulo miraba el reloj de la pared. Contaba los minutos. Era
sábado. Su padre sonreía al verle tan ansioso. Pensaba que eran cosas
propias de la edad, del momento, de su juventud. Nunca le riñó por dejarse las
cosas a medio hacer, al contrario, le animaba a que saliese para ir a ver a su
novia. Al fin y al cabo, pensaba su padre, él también había hecho lo mismo a su
edad. Entre padre e hijo los gestos eran el mejor medio para comunicarse. Ambos
eran igual de reservados. Su novia terminaba su jornada más pronto que él en la
fábrica de sacos. Miraba a su padre y, sin preguntarle, comprendía la
media sonrisa cómplice que le dedicaba.
Una
última mirada al reloj. Ya era la hora convenida. Salía como un rayo hacia la
casa. Subía de dos en dos los escalones hasta su habitación. Tenía que
arreglarse y correr para no perder el próximo trenet. Todos los sábados
eran iguales. ¡Qué nervios! Era imposible no sentirlos mariposeando en su
estómago. Siempre tenía la sensación de que llegaba más tarde que nunca. Los
segundos se le hacían interminables, los minutos como si fuesen horas. No podía
dejar de pasear de una parte a otra del andén. Una vez, ya montado en el vagón,
durante el trayecto, que duraba unos escasos diez minutos, el tiempo se le
eternizaba. Miraba por las ventanillas con la esperanza de que el trenet
tomase más impulso y fuese más rápido. Quería que arañase unos segundos más al
tiempo, pero era una ilusión pasajera. La velocidad del convoy era pesada y
lenta, como todos los días.
Cuando
llegaba ya estaba a punto de comenzar la sesión de cine. Muchas veces, se había
quedado sin poder entrar. Ahora eso ya no le ocurría, pues se había hecho amigo
del taquillero. Le guardaba la entrada. Aunque llegase tarde y estuviese la
sala llena, podía entrar. Su novia ya estaba allí, con sus amigas.
La
película de ese sábado era de amor, de esas que tanto les gustaban a las muchachas.
Le divertía ver como todas lloraban cuando el chico se quedaba con la chica. Su
novia, ya no derramaba ni una lágrima, quizá tenía pudor de mostrar su
sensibilidad delante de él.
Cuando
salían del cine siempre hacían lo mismo: daban unas vueltas por el centro del
pueblo y saludaban a todos los amigos y amigas. A su vez, intentaban hablar casi
a voces. Ese día, su novia intentó decirle algo más privado. Se acercó a él. Le
susurró al oído que quizá podían ir a otra calle más tranquila. No quería
hablarles a gritos. Cruzaron el paseo, pero en las calles adyacentes al cine
ocurría lo mismo. Resultaba imposible mantener una conversación discreta.
-¿Por qué no te acompaño? –Le preguntó
solícito. –Si quieres, podemos ir
dando un paseo por la huerta. Hoy hace una tarde muy bonita. Podemos hablar por
el camino.
Los
senderos, entre los campos, se convirtieron en sus cómplices. Conversaron.
Planearon. El tiempo pasó más rápido de lo que deseaban ambos. Él se deleitó mirando
como el sol del atardecer de octubre jugueteaba con los cabellos castaños de su
novia. Llegaron a la entrada del pueblo. Esta vez le acompañaría hasta su casa.
Nunca lo había hecho.
-Alguna
vez tenía que ser la primera, ¿No
crees? –Le tomó la mano.
Se
adentraron en el pueblo. Cogidos de la mano. Había unas mujeres sentadas en la
calle. Jugaban a las cartas. Cuando los vieron acercarse pararon un momento.
Les miraron con curiosidad.
-Debe de ser su novio. –Susurró una a
las otras indiscretas. –Es un chico
muy apuesto. Contestó una en voz más alta.
Se
rieron los dos novios. Una de las jugadoras, en ese instante, estaba limpiándose
las gafas y al escuchar el comentario, se dio tanta prisa por colocarse los
anteojos que se incrustó el pañuelo en las lentes. Quedó cegada
momentáneamente. Todas las demás rieron por su falta de pericia. Los novios no
pudieron reprimir una sonrisa. Ahora ya todo el pueblo sabía que su noviazgo
era formal.
No
quedaba mucho trayecto para llegar a su calle. Él guardó las formas. Se
despidió de su novia antes. Le prometió que volvería al día siguiente, el
domingo, después de la misa. La despedida fue sencilla. Ella le acarició la
mejilla. Él regresó feliz por el camino que había andado. Las jugadoras ya se
retiraban hacia el interior de la casa, cuando pasó por delante de ellas. Lo
saludaron risueñas mientras guardaban las sillas.
Había
oscurecido tan rápido que el sendero se ennegrecía a cada paso. Se adentró por
los campos. Las penumbras se posaron sobre él. La sombra de los naranjos se
cernía por el sendero. Sus pasos eran ahora más rápidos y ansiosos por llegar
al camino abierto. Al fondo se adivinaba una luz. Semejaba ser la señal de la
ruta. Ya casi había llegado al límite del sendero cuando se quedó paralizado. En
la oscuridad, unos ojos brillantes le miraban con gran interés. Escuchó el
gruñido. Sin tiempo para reaccionar notó el aliento del perro que se abalanzó
sobre él. El miedo le paralizó. Se quedó quieto, clavado en el suelo. Aquel
perro había encaramado sus patas delanteras sobre sus hombros. Ladraba, con
fuerza, moviendo la cabeza a cada lado de su cara. Le mostraba sus dientes
amenazantes. Durante esos eternos segundos sintió pánico. Se angustiaba al
imaginar el daño que le causaría al morderle en la cara. Oyó un reclamo que
salía de entre los naranjos. Era una voz aguardentosa y hueca que llamó al
animal una sola vez. El can obedeció. Bajó sus patas y se mantuvo delante de él
vigilante, a la espera de otra orden de su amo.
-No tengas miedo. No hace nada.
La
voz tuvo cara. Un hombre, vestido con el uniforme de la Guardia Civil, se le
acercó calmosamente. Era un rostro curtido por el sol. Detrás de él estaba el
otro compañero. Éste no habló. Lo miraba. Llevaba un mosquetón colgado del
hombro.
-¿Qué haces a estas horas por aquí?
Le
costó bastante farfullar una respuesta. Había perdido el último trenet.
Durante unos eternos y pesados segundos, ambos, estuvieron contemplándolo.
Fueron unos segundos que se alargaron como minutos. Se convirtieron en
verdaderas horas. Al fin apartaron el perro de su camino. Entre risas le dieron
un empujón para que reaccionase.
-Anda, vete que llegas tarde.
No
se detuvo. Aún pudo oír sus risas durante varios segundos. Tampoco volvió la
cabeza para comprobar si el perro le seguía. No pensó en otra cosa que no fuese
salir al camino y abandonar la senda donde tanto miedo había sentido.
Cuando
llegó a su casa todavía estaba nervioso. Se lo contó a su padre. Le habló del
pánico que había experimentado. Le confesó que se sentía dolido en su orgullo por
la burla que le habían hecho aquellos hombres. Su padre no dijo nada
hasta que él terminó. Cuando por fin, habló le dijo dos frases que él
jamás olvidó.
-Ellos mandan. Tú no puedes hacer nada.
A
pesar del paso del tiempo, en su mente continuaban apareciendo las fauces del
can; aquellos segundos de pánico se convirtieron en sempiternos.
hola! que tremendo susto, lo has contado de maravillas, o es que alguna vez te sucedio algo parecido? casi sentimos su miedo, gracias por otro bello momento, saludosbuhos.
ResponderEliminarHola amigas,
EliminarNo me sucedió, pero siento mucho respeto por los canes. Celebro que les haya gustado mi relato. Me encanta saber su opinión. Un abrazo.