jueves, 4 de octubre de 2018

MERIENDA CON CHOCOLATE



Cuando era pequeña mi madre amasaba el pan y, a continuación, lo llevaba al horno. Me encantaba el olor de ese pan recién horneado, sabroso al gusto y áspero al tacto. Un pan que duraba toda la semana sin endurecerse y que, cortado en pequeñas rebanadas, se podía mojar con el chocolate de la merienda, sin embargo, el día de mi santo era distinto. Ese día mi madre preparaba sus famosos ‘panquemados’ que tan magníficamente sabía preparar.
-El secreto está en trabajar mucho la masa. –Me confesaba. –Debes apretarla con una mano y con la otra lanzar puñaditos de harina hasta que la pasta se despegue de tus dedos.
Me lo explicaba mientras se aplicaba a la dura tarea de amasarla con todo su brío, con todo su cariño.
-Después la dejaremos abrigada y que duerma hasta que crezca.
Con sumo cuidado colocaba el recipiente en la penumbra de la casa. Lo tapaba con unas mantas que le proporcionaban el suficiente calor para que la masa, fermentada por la levadura, creciese.
Recuerdo la ilusión que me hacía cortar el papel, doblar una esquina y, con un poquito de pasta, pegar la oblea a éste para que no se moviese mientras los introducían en el interior del horno.
-¿Por qué doblamos el papel?
-Para poder cogerlos sin quemarnos los dedos al sacarlas del horno. –Me explicó mi madre con todo el cariño del mundo.
Con mucha precaución, aquel día, el panadero me levantó por los aires para asomarme a la pequeña ventana del horno. Encendió la luz para poder ver a qué velocidad crecían aquellas pequeñas bolas de masa distribuidas sobre los papeles de estraza y que, al aumentar de tamaño, hacían resbalar el azúcar que coronaba su cumbre.
-¿Cuándo se sabe que ya están listos?
-La niña es preguntona.
Recuerdo las risas cómplices de mi madre y el panadero, por mi curiosidad, pero creo que no obtuve ninguna respuesta.
Con una enorme pala los iban sacando, uno a uno, del interior del horno como si fuesen rescatados de un profundo mar de calor que les había hecho crecer y medrar.
-¡Qué bien huelen!
-Claro, están recién hechos.
Ese día sentía una inmensa alegría al ayudarle a llevarlos a casa. El aroma que desprendían despertó la admiración de toda la familia lo que también alimentó el orgullo de mi madre como cocinera y el mío como su aprendiza.
-¡Eh! Que este año he tenido una ayudante de primera. –Esgrimía como un elogio a mi pequeña contribución.
Aquella misma tarde se realizaba el festín y al mismo acudieron las hermanas de mi abuela y las vecinas. Celebraban su santo y el mío, claro. De ella recuerdo sus vivos ojitos mientras intentaba expresar su alegría que se quedaba en un mero balbuceo de entusiasmo ante las visitas.
El reparto de los pedazos del panquemado, recién horneado, se entremezclaba con los comentarios jocosos estimulados por la masa esponjosa que se mojaba con el delicioso chocolate de las tazas.
-Otro año que podamos venir a felicitarte, Francisqueta.
Las visitas se despedían de mi abuela, saciadas con la golosa merienda. Mi abuela respondía a sus muestras de cariño con una ligera sonrisa en los labios.
Con la casa ya vacía de las visitas mi madre fregó las tazas y platos con agilidad. En un momento dado vi como mi madre sonreía.
-¿Por qué estás tan contenta? –Le pregunté con inocencia.
Una risa, entremezclada con una lágrima caprichosa, me dio la respuesta.
-Porque este año, la merienda, también ha sido buena, ¿verdad?
Mientras mi abuela vivió, el día de mi santo, todos los años la celebración fue así.

6 comentarios:

  1. ¡Felicidades por tu santo amiga! Y también por este hermoso relato que me ha traído recuerdas de otra Francisca, en este caso todos la llamaban Paquita, y era mi abuela. Una mujer que también llegaba a nuestros corazones de muchas formas, entre ellas su buena cocina ylas tradiciones familiares.

    ¡Besos! :D

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    1. Muchas gracias Margarita,
      Esas fiestas se nos quedan en la memoria por sus aromas y por su ternura. Cuando mi abuela falleció ya no se volvió a celebrar el santo y a nadie, en la casa, nos extrañó esa decisión de mi madre. Un abrazo.

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  2. Lo primero es felicitarte por tu onomástica y agradecerte el bonito y emocionante relato que nos regalas, me has llevado a mi infancia y adolescencia. Así y de parecidas maneres se acostumbraban hacer las celebraciones familiares, en mi casa eran partiños y y bizcocho, por lo demás igual.

    Todo evoluciona, pero yo, mientras pueda, las celebración que sea las hacemos como antes y en casa.

    Guardame un poquito de lo de esta tarde, me paso por tu casa y echamos un buen ratillo, jeeeeeeeeee...

    ¡Felicidades, preciosa!

    Una cajita de besotes.

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  3. Querida Mari Carmen,
    muchísimas gracias por tu entrañable felicitación. Aquellas meriendas llenas de aromas y sabores inolvidables han desaparecido, pero no por ello hay que olvidarlas. Cuando mi abuela falleció se dejó de celebrar esta hermosa e improvisada fiesta. Todos lo entendimos. Era en honor a mi abuelita. Pero en casa nos queda la celebración del bello nombre de Rosario y sólo quedan tres días para hacerlo así que la fiesta continúa todavía.
    Un dulce abrazo para ti. Por cierto, cuando vaya a Sevilla ya sé que tengo que saborear esos partiños que me has descrito. Besotes.

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  4. Que bello entretejes la nostalgia con el amor!

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    1. Queridas amigas,
      con el tiempo las malos recuerdos deben ser olvidados o sustituidos por aquellos que nos alegraron la vida. Muchas gracias por leer y compartir mis relatos. Un abrazo.

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