Cuando
era pequeña mi madre amasaba el pan y, a continuación, lo llevaba al horno. Me
encantaba el olor de ese pan recién horneado, sabroso al gusto y áspero al
tacto. Un pan que duraba toda la semana sin endurecerse y que, cortado en
pequeñas rebanadas, se podía mojar con el chocolate de la merienda, sin
embargo, el día de mi santo era distinto. Ese día mi madre preparaba sus famosos
‘panquemados’ que tan magníficamente sabía preparar.
-El
secreto está en trabajar mucho la masa. –Me confesaba. –Debes apretarla con una
mano y con la otra lanzar puñaditos de harina hasta que la pasta se despegue de
tus dedos.
Me
lo explicaba mientras se aplicaba a la dura tarea de amasarla con todo su brío,
con todo su cariño.
-Después
la dejaremos abrigada y que duerma hasta que crezca.
Con
sumo cuidado colocaba el recipiente en la penumbra de la casa. Lo tapaba con unas
mantas que le proporcionaban el suficiente calor para que la masa, fermentada
por la levadura, creciese.
Recuerdo
la ilusión que me hacía cortar el papel, doblar una esquina y, con un poquito
de pasta, pegar la oblea a éste para que no se moviese mientras los introducían
en el interior del horno.
-¿Por
qué doblamos el papel?
-Para
poder cogerlos sin quemarnos los dedos al sacarlas del horno. –Me explicó mi
madre con todo el cariño del mundo.
Con
mucha precaución, aquel día, el panadero me levantó por los aires para asomarme
a la pequeña ventana del horno. Encendió la luz para poder ver a qué velocidad crecían
aquellas pequeñas bolas de masa distribuidas sobre los papeles de estraza y
que, al aumentar de tamaño, hacían resbalar el azúcar que coronaba su cumbre.
-¿Cuándo
se sabe que ya están listos?
-La
niña es preguntona.
Recuerdo
las risas cómplices de mi madre y el panadero, por mi curiosidad, pero creo que
no obtuve ninguna respuesta.
Con
una enorme pala los iban sacando, uno a uno, del interior del horno como si
fuesen rescatados de un profundo mar de calor que les había hecho crecer y
medrar.
-¡Qué
bien huelen!
-Claro,
están recién hechos.
Ese
día sentía una inmensa alegría al ayudarle a llevarlos a casa. El aroma que
desprendían despertó la admiración de toda la familia lo que también alimentó
el orgullo de mi madre como cocinera y el mío como su aprendiza.
-¡Eh!
Que este año he tenido una ayudante de primera. –Esgrimía como un elogio a mi
pequeña contribución.
Aquella
misma tarde se realizaba el festín y al mismo acudieron las hermanas de mi
abuela y las vecinas. Celebraban su santo y el mío, claro. De ella recuerdo sus
vivos ojitos mientras intentaba expresar su alegría que se quedaba en un mero
balbuceo de entusiasmo ante las visitas.
El
reparto de los pedazos del panquemado, recién horneado, se entremezclaba con
los comentarios jocosos estimulados por la masa esponjosa que se mojaba con el
delicioso chocolate de las tazas.
-Otro
año que podamos venir a felicitarte, Francisqueta.
Las
visitas se despedían de mi abuela, saciadas con la golosa merienda. Mi abuela
respondía a sus muestras de cariño con una ligera sonrisa en los labios.
Con
la casa ya vacía de las visitas mi madre fregó las tazas y platos con agilidad.
En un momento dado vi como mi madre sonreía.
-¿Por
qué estás tan contenta? –Le pregunté con inocencia.
Una
risa, entremezclada con una lágrima caprichosa, me dio la respuesta.
-Porque
este año, la merienda, también ha sido buena, ¿verdad?
Mientras
mi abuela vivió, el día de mi santo, todos los años la celebración fue así.
¡Felicidades por tu santo amiga! Y también por este hermoso relato que me ha traído recuerdas de otra Francisca, en este caso todos la llamaban Paquita, y era mi abuela. Una mujer que también llegaba a nuestros corazones de muchas formas, entre ellas su buena cocina ylas tradiciones familiares.
ResponderEliminar¡Besos! :D
Muchas gracias Margarita,
EliminarEsas fiestas se nos quedan en la memoria por sus aromas y por su ternura. Cuando mi abuela falleció ya no se volvió a celebrar el santo y a nadie, en la casa, nos extrañó esa decisión de mi madre. Un abrazo.
Lo primero es felicitarte por tu onomástica y agradecerte el bonito y emocionante relato que nos regalas, me has llevado a mi infancia y adolescencia. Así y de parecidas maneres se acostumbraban hacer las celebraciones familiares, en mi casa eran partiños y y bizcocho, por lo demás igual.
ResponderEliminarTodo evoluciona, pero yo, mientras pueda, las celebración que sea las hacemos como antes y en casa.
Guardame un poquito de lo de esta tarde, me paso por tu casa y echamos un buen ratillo, jeeeeeeeeee...
¡Felicidades, preciosa!
Una cajita de besotes.
Querida Mari Carmen,
ResponderEliminarmuchísimas gracias por tu entrañable felicitación. Aquellas meriendas llenas de aromas y sabores inolvidables han desaparecido, pero no por ello hay que olvidarlas. Cuando mi abuela falleció se dejó de celebrar esta hermosa e improvisada fiesta. Todos lo entendimos. Era en honor a mi abuelita. Pero en casa nos queda la celebración del bello nombre de Rosario y sólo quedan tres días para hacerlo así que la fiesta continúa todavía.
Un dulce abrazo para ti. Por cierto, cuando vaya a Sevilla ya sé que tengo que saborear esos partiños que me has descrito. Besotes.
Que bello entretejes la nostalgia con el amor!
ResponderEliminarQueridas amigas,
Eliminarcon el tiempo las malos recuerdos deben ser olvidados o sustituidos por aquellos que nos alegraron la vida. Muchas gracias por leer y compartir mis relatos. Un abrazo.