-Dame la mano.
-No puedo.
-Da un salto y coge mi mano.
Tú puedes hacerlo, Batiste.
Andreu se encontraba sobre
la tapia, ligero, como si fuese un gorrión.
-No mires abajo. Da un salto
con los brazos extendidos. Yo te cogeré.
Batiste estaba muy asustado.
Se sentía inseguro. Él no era tan decidido y valiente como su amigo Andreu.
Pero tampoco era un cobarde. Le había dado su palabra de que le seguiría allá
donde fuese. No podía perder la confianza de la única persona que lo trataba
como si fuese su familia, su hermano. Subió las manos por encima de su cabeza,
se dio impulso y saltó. Cerró los ojos para no ver la oscuridad que le rodeaba.
Tenía pánico a caerse desde tan alto. Lo más probable es que se pudiese romper
un brazo o una pierna, en el mejor de los casos. Con los ojos cerrados sintió
más confianza en lo que su amigo Andreu le pedía que hiciese. Fue un instante.
Cuando los abrió su amigo tiraba de sus manos. Lo sostenía con fuerza.
-Sube una pierna que ya
estás casi arriba.
Siguió sus indicaciones y,
tal como le había dicho, se encontró encima de aquella tapia.
-¡Lo he conseguido!
Gritó Batiste alborotado.
-Baja la voz -Le indicó
Andreu. - No andan muy lejos y nos pueden oír.
En ese instante Batiste
volvió a la realidad. Se había fugado del hospicio junto a su amigo Andreu. Era
la segunda vez que lo intentaban. La primera fue un auténtico desastre porque
los atraparon por su culpa.
-¡Venga! Salta y no te
despegues de mí. -Le gritó Andreu.
Batiste, esta vez, no lo
pensó. Tomó impulso y se lanzó al vacío.
Los cuerpos de ambos
golpearon la mojada hierba por el rocío. Por un momento, se quedaron quietos
escuchando el susurro del viento gélido de enero.
-No se oye a nada. Vamos. El
río está cerca.
Andreu le tendió la mano
para ayudarle a levantarse. Batiste ya no quiso soltarse.
-Si no me falla la memoria,
en esa ocasión, tampoco conseguisteis escaparos.
-No, no pudimos conseguir
nuestra meta, pero la aventura duró más tiempo que en el primer
intento. Pero veo que te aburren mis historietas. Será mejor que no
siga contándote nada.
-No, no, por favor, sigue
con tu narración. Quiero saber a dónde os llevó aquella desesperada huida.
Andreu, con una media
sonrisa en los labios secos por los años, miró a su hijo. Metió la mano en el
bolsillo de su chaleco y extrajo de éste una colilla de caliqueño. La contempló
como si estuviese dudando en volverla a guardar de donde la había sacado, pero
no lo hizo hasta no haber jugueteado con ella durante unos segundos y, a
continuación, la escondió en el pequeño bolsillo.
-Batiste era más niño que
yo. -Prosiguió. -Había permanecido pegado a las faldas de su madre hasta que
ella lo había llevado al hospicio. Tenía miedo de todo y por todo. No sabía
defenderse de nada, por eso, cuando se vio solo y desamparado, buscó mi protección.
-Pero si era tan niño, ¿por
qué te seguía en todas tus locuras por huir del hospicio?
-No eran locuras. Debíamos
irnos de allí. Nos habían abandonado como si fuésemos dos cachorros que
estorbasen a los mayores.
-No creo que fuese ese el
motivo por el que lo hiciesen. -Le interrumpió su hijo.
-Puede que sí o puede que
no, pero, en nuestra cabeza, de niños de siete y nueve años, no entraba otra
explicación. Aquella noche corrimos y corrimos hasta que nos flaquearon las
piernas. No sabíamos muy bien en qué dirección íbamos. Queríamos volver a
nuestras casas. Regresar a esas barracas que, aunque pequeñas y pobres, eran
las únicas que habíamos conocido como hogar. Deseábamos volver con nuestras
madres. En el hospicio estaban los niños que habían perdido a sus padres, pero
nosotros teníamos algo en común, tanto Batiste como yo teníamos una madre que
nos había abandonado a nuestra suerte.
Rendidos e incapaces de dar
un paso más, nos dejamos caer bajo un olivo. Necesitábamos descansar y
serenarnos. Aunque prometimos hacer guardia y estar atentos, el cansancio nos
venció a los dos. Nos dormimos profundamente.
-Eh, chavales ¿estáis vivos
o muertos?
-Esa fue la frase que nos
sacó del profundo sueño en el que nos habíamos sumergido en nuestra desesperada
huida. El que nos hacía esa pregunta era el hombre más extraño que he conocido
en toda mi vida.
Andreu, dejó de hablar unos
instantes. Fijó la mirada en un punto indefinido y, por un momento, volvió a
revivir aquella escena que ocurrió en el invierno de 1934.
-¡Espabila! Tú y el
pequeñajo lleváis un buen rato durmiendo. Creí que estabais muertos.
Batiste se pegó a mí. Notaba
cómo temblaba ante aquel hombre que no parecía tener alma.
-Tú, pequeñajo, deja de
temblar como si hubieses visto al mismísimo diablo, aunque, bien pensado, para
algunos lo soy de verdad.
El hombre soltó una risotada
tan estruendosa que nos convenció de que sí era lo que había dicho ser.
-No nos haga daño. -Me
atreví a suplicarle- No hemos hecho nada.
-¿Nada? ¿Y por qué huías?
¿Sois unos ladrones? Dime la verdad si no quieres que te parta la espalda en
dos.
Batiste no puedo evitarlo y
comenzó a sollozar.
-Tú, mocoso, deja de llorar
que no te he hecho nada. -Le gritó el hombre. -Me pone nervioso escuchar
gemidos y lloros. No los soporto. No me deja pensar. A ver, tú que pareces ser
más espabilado, habla, me estáis haciendo perder la paciencia.
-Somos Andreu y Batiste, nos
hemos fugado del hospicio de Sant Vicent. Vamos a buscar a nuestras madres.
-Dos huérfanos que buscan a
su madre. Eso tiene gracia.
El hombre nos miró durante
unos segundos y, al poco, como si hubiésemos dejado de tener ningún interés
para él, se dio la vuelta y comenzó a andar junto a unas vías de tren que se
dibujaban como un camino hacia lo desconocido. Por un instante, tuvimos el
impulso de salir corriendo en dirección contraria, sin embargo, algo nos empujó
a seguirle. Batiste se agazapó a mí y caminamos detrás de aquel malvado hombre.
Llevaba un buen paso, pero lo hacía de tal manera que nos permitía seguirle sin
mucha dificultad. Los raíles, solitarios, serpenteaban caprichosos como si se
dirigiesen hacia ningún lugar. De repente a aquellas vías se desdoblaron en
otras vías que parecían conducir a otras y otras. El hombre apretó el paso de
manera que ni Batiste ni yo podíamos seguir el acelerado ritmo. Nos detuvimos
para recuperar la respiración y es cuando vimos al resto de la banda.
Las vías terminaban en los
tinglados del puerto de la ciudad de Valencia.
-Aurelio, ¿dónde te habías
metido?
Un hombre más rudo y grande
que el que nos había increpado y al que habíamos seguido por inercia, había
salido de uno de los vagones que se encontraban parados en una de las vías
muertas.
-He estado de excursión por
los alrededores y mira lo que he encontrado.
De repente, se dio la vuelta
y nos señaló con un objeto que nunca habíamos visto hasta ahora. Se trataba de
un revólver de grandes dimensiones.
-¿Vas a practicar puntería
con esos dos? -Dijo, entre risas, el bruto que le había interpelado.
-No, no voy a desperdiciar
ni una bala. Nada de eso. Dales algo de comer que luego los vamos a necesitar.
Por muy ágiles que fuésemos
nos vimos incapaces de huir de allí. Los hombres de Aurelio, alias Tamallet,
nos rodearon como si fuésemos unos conejillos acorralados en medio de una
cacería.
Todo un placer Enorme volver a leerte queridisima amiga!😊💛🍃🍃🍃y muy entretenido la historia que nos descubres resultados.
ResponderEliminarEs que a ti se te da de maravillas.
Muchas gracias amiga. Las historias están ahí. Voy a intentar darles salida de mi imaginación. Un abrazo
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