En mi
anterior narración de mi viaje a Limpias,
os dije que me ocurrieron aventuras de todo tipo y así fue. Cada rincón
visitado era una nueva historia que contar. Cada playa un lugar insospechado. Ampuero, Somo, Noja, Laredo, Santoña, Castro Urdiales… en definitiva un
trozo de vida cántabra mirada desde la perspectiva de unos ojos acostumbrados
al Mediterráneo. Pero no todo era perfecto, pues en cada playa se desgastaba un
interior acompañado de algún que otro desastre urbanístico. Cascos antiguos de las
poblaciones olvidados y las costas sobrepobladas de casas vacías y pensadas
para explotar una belleza que se ensucia con su presencia.
Cada noche,
cuando volvíamos al Parador, donde nos hospedamos, un lugar tranquilo y bello
rodeado de jardines interminables, había una aventura que comentar, una idea
preconcebida que cambiar y una nueva alternativa para reafirmar que los mitos,
aunque sean del pasado infantil, también ayudan a descubrir paisajes que
parecían inexistentes.
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Santo Domingo de la Calzada |
Tras disfrutar de esa agradable estancia, teníamos que
volver ya a nuestra casa. Convenimos que el cansancio había hecho mella en las
tres así que decidimos que haríamos una parada para pernoctar una noche en Santo Domingo de la
Calzada. No era la primera vez que habíamos estado en esa ciudad riojana,
paso obligado de los peregrinos. Mientras nos acercábamos a ella evocamos la
aventura del milagro del santo y reímos con ganas sobre la sorpresa que nos
llevamos, la primera vez que estuvimos, puede que en otro momento os la relate.
Cuando llegamos, el tiempo cambió y nos mostró su
verdadera cara otoñal. Los colores de los árboles se matizaron con el filtro de
la humedad que tomó las calles. Una vez hospedadas en uno de los paradores, mi
hermana y yo decidimos dar una vuelta por las calles del casco antiguo. Lo
recordábamos limpio y lleno de vida por los comercios, siempre en función de
los caminantes. Sólo habían pasado unos pocos años de nuestra primera visita y
el cambio era descomunal. La primera vez que llegamos a la ciudad destacaba un
cartel incrustado en la fachada de la catedral, que anunciaba su inminente
restauración, pues mostraba su mal estado por estar afectada del mal de la
piedra. Ahora ya había desaparecido, al igual que la intención de la
recuperación del monumento que seguía aquejado del abandono a su suerte. Los
comercios de la calle principal del casco antiguo se traspasaban o habían
cerrado por completo. Las monumentales casonas solariegas yacían abandonadas
con un cartel de la inmobiliaria que pregonaba su venta o alquiler. Otras, sin
embargo, sí estaban habitadas pero troceadas en pequeñas viviendas alquiladas a
emigrantes que habían venido atraídos por las promesas de trabajo en la campaña
de la vendimia que se avecinaba. El olor a fuertes condimentos que se
escapaba de las ventanas amartilladas, como consecuencia del frescor otoñal,
así lo reafirmaba. Seguimos, algo desanimadas, callejeando hasta encontrarnos
una carnicería que en su puerta rezaba el siguiente cartel: Carnicería Noines,
especialista en embutidos riojanos. Nuestra experiencia viajera nos dice
que son los olores, sabores y colores los primeros que acuden a tu memoria
cuando recuerdas un lugar y recordamos el sabor y aroma de la anterior
estancia, así que pensamos que un buen recuerdo era comprar algo de embutido
riojano.
La carnicería
estaba desierta cuando entramos. Fueron unos largos minutos de espera a una
contestación desde un interior desconocido del que salió un fuerte ‘ya va’. Más
tarde, comentaríamos mi hermana y yo, que la espera fue lo mejor de la
permanencia en aquel local. Salió el carnicero anudándose el mandil y
mirándonos con cara de pocos amigos.
-Ustedes dirán
–nos inquirió señalando el mostrador que tenía delante.
Le indicamos que
estábamos de paso y que queríamos comprarle unos embutidos de la tierra.
Nos miró con
recelo y nos preguntó.
-¿De dónde sois?
-De Valencia.
Su cara cambió.
Una gran sonrisa asomó en su indefinida cara.
-Una gran ciudad,
tengo familia allí y dicen que está preciosa desde que su alcaldesa la
gobierna.
Creo que en ese
momento debíamos haber salido de la tienda y huir de la tormenta que asomaba,
pero el amor propio a veces nos traiciona. Fui la primera en contestarle que se
equivocaba o le habían informado mal pues, la ciudad, al igual que la
comunidad, iba a la deriva, saqueada por unos insaciables destructores de lo
público. Le insinué que cómo se atrevía a decir que nuestra ciudad gozaba de
buena salud sin conocerla.
Fue en ese
arranque de amor propio cuando, el tal Noines, se quitó la máscara, aunque bien
pensado debería decir la camisa, para mostrar el yugo y las flechas que llevaba
insertados en el corazón.
Entre los muchos
improperios que pronunció, recuerdo que dijo que si nuestra comunidad no
funcionaba bien era por culpa del poder comunista oculto aunque, gracias a la
derecha, había sido contenido. Que si los campos de naranjas se abandonaban era
porque somos demasiado ricos y no nos hacen falta y así podría repetiros la
letanía de estupideces tópicas que soltó a lo largo de más de un interminable
cuarto de hora.
Tras tanta mendacidad
mi hermana no pudo contenerse más y le dijo:
-Mire, no es la
primera vez que venimos a Santo Domingo y le aseguro que está bastante
depauperado como para presumir de su gobierno. Las casas están abandonadas, la
catedral derruyéndose y los comercios cerrados, ¿es eso lo que prefieren?
Le miró, mientras
empuñaba uno de los cuchillos, y le contestó:
-Tal vez esté todo
viejo pero las cuentas de la ciudad están limpias, no tenemos ninguna deuda.
A lo que mi
hermana le contestó:
-Pues habrían
acertado más en sacar algún dinero para salvar lo poco que les queda.
La conversación
subía de tono por cada momento y ya dispuestas a irnos sin tomar la compra que
nos preparaba, pues se enrarecía en ambiente, por momentos, en ese preciso
instante, entró un señor que saludó con efusividad:
-Hola Noines y
compañía ¿os apetece comprar un número para la Lotería de Navidad?
Noines dijo con
gran celeridad:
-Sí.
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Caparrones (plato riojano) |
Pensé y actué
rápido. Le pedí el mismo número de lotería que compraba el recalcitrante
carnicero. Aprovechamos la coyuntura del recién llegado para pagar la compra y
salir, casi corriendo, del negocio del reaccionario pues no teníamos la certeza
de su posterior arranque cuando el lotero se marchase.
Durante la cena le
contamos a nuestra madre, entre risas y alborozo, el encuentro con ese
personaje, ella, tan pragmática como siempre, me dijo:
-¿Pero qué número
de lotería has comprado?
A lo que le
contesté que el mismo que había comprado el carnicero.
-Quisiera equivocarme,
pero creo que has tirado el dinero.
Como siempre, las madres
nunca se equivocan. El embutido lo regalamos, por si acaso, claro.