Aquel verano, mi hermana y yo,
íbamos a casa de Carmen a ver la televisión. A ella no le importaba, al
contrario, el día que no lo hacíamos se molestaba.
Su casa era muy estrecha tanto que
todo estaba dispuesto a lo largo del pasillo. La mesa y las sillas del comedor
ocupaban el único espacio amplio de aquella angosta casa el resto se distribuía
en los laterales. La ventaja de aquella casa estaba en sus dos salidas a las
dos calles. La desventaja en que a pesar de tenerlas el animal de trabajo, su
burra, sólo podía entrar por la principal, así que para ver la televisión
teníamos que esperar a que el padre de Carmen ya hubiese vuelto del campo y Polida,
la burra blanca, entrase moviendo su largo rabo hacia el establo.
Nos llevábamos la silla de casa y nos
sentábamos a ver el espectáculo. Ver al animal desfilar por aquel pasillo,
rozando la nevera, la lavadora, las sillas y la mesa del comedor con las crines
significaba el inicio de una programación. Se trataba de series de acción cuya
temática era desde las rancheras del lejano Oeste como El Virginiano
hasta la incansable persecución sobre el desgraciado médico acusado del
asesinato de su esposa y que le había convertido en El fugitivo.
No era lo mismo ver
la televisión en casa de Carmen todos los vecinos juntos sentados a la
puerta de su casa que verla en el Casino del pueblo. En aquel local se hablaba
muy alto. Los clientes fumaban tanto que se formaba una neblina espesa. A los
niños que nos atrevíamos a estar sentados delante del televisor casi nos
mareaba aquel ambiente. Sólo ocasionalmente, cuando Carmen no podía encender su
tele, nos aventurábamos a estar en ese bar. Una vez fuimos a ver la película de
los sábados, esa que pasaban después de Las Noticias. Nos habían dicho
que era muy buena aunque de todas formas también habríamos ido a verla. Mi
hermana y yo llegamos pronto así que nos sentamos en primera fila como si
fuese un cine. El conserje del Casino al vernos tuvo la deferencia de dejarse
la barra, a pesar de que había algún que otro cliente, para encendernos el
televisor. No parecía muy contento de nuestra presencia, pues no hacíamos
ninguna consumición, pero tampoco nos había dicho que no pudiésemos estar.
Mientras esperábamos a que comenzase la película me dediqué a curiosear las fotografías
que estaban colgadas en la pared del local. Sólo eran dos. Una la tenía
identificada: era Franco. Aparecía con su uniforme impoluto y su bigote
aclarado. Sin embargo, con el otro retratado tenía mis dudas. Ese señor con
camisa oscura, con un correaje que le cruzaba el pecho y peinado hacia atrás,
era idéntico a un hombre que veía por la calle todos los días. Después de estar
mirándolo un buen rato llegué a la conclusión de que debía de ser el
propietario del local y que por eso estaba su fotografía en la pared.
Mientras estaba mirando las fotos,
en ese instante, entraron varios hombres a sentarse en las mesas para echar la
partida de todos los sábados. Entre ellos estaba el fotografiado. Se sentó en
la silla situada debajo de la foto de manera que podía comparar las
dos imágenes. Aquel hombre peinado hacia atrás vestía una camisa blanca y
una rebeca de color gris y, aunque en la fotografía, aparecía con una camisa
negra y un porte algo más elegante, a pesar de todo, llegué a la
conclusión de que era la misma persona.
Quizá lo miré tanto y con tanta
indiscreción que, al final, se fijó en mí. Debí de ser indiscreta con mis
miradas pues me sacó la lengua en señal de mofa a mi curiosidad. Me puse
colorada. Volví la mirada al televisor y me concentré en la pantalla para
evitar su risa.
Cuando terminó la película
regresamos a casa con nuestra silla a cuestas. Mientras mi hermana y yo
comentábamos lo visto le conté que había sentido mucha
vergüenza porque el hombre de la fotografía me había sacado la lengua.
Al principio no me entendió. Pensó que desvariaba al pensar que la
fotografía me había hecho una burla, pero aclarada la situación de que era el
hombre que se sentaba debajo de ella, mi hermana se echó a reír de mí. Me
explicó que aquel hombre del pueblo se peinaba e imitaba a José Antonio Primo
de Rivera. Le costó bastante hacerme entender que no tenían nada que ver
uno con el otro y que sólo era mi imaginación la que me había jugado una mala
pasada.
Me sentía tan azorada que ya no
volví al Casino a ver la televisión en todo lo que quedaba de verano.
Continuamos con las sesiones en casa de Carmen. La burra formaba parte del
inicio de la función como si fuese el logotipo televisivo. Al año
siguiente, mis padres habían ahorrado lo suficiente como para poder tener una
tele en casa.
Me ha gustado, Francisca; va mucho con mi manera de acercarme al pasado.
ResponderEliminarCelebro que te haya gustado Eugenio. Creo que todos nos damos mucha prisa por olvidar nuestro pasado y, en especial, la niñez y no nos dados cuenta que somos el resultado de las vivencias de ese momento clave de nuestra vida. Gracias por la lectura y comentario.
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