Vivo a unos kilómetros del mar. Casi
todos los días lo veo. Él y yo guardamos las distancias. Ambos hemos cambiado
mucho. No me atrevo a rozarlo. Me limito sólo a sentirlo a presentirlo. Puede
parecer una incongruencia, pero necesito su arrullo, por eso, más de una vez,
me acerco hasta sus lindes y escucho su sonido.
La carretera de acceso a mi ciudad
lo bordea. Todos los días, mientras conduzco, lo miro por el rabillo del ojo.
Abro la ventanilla. Huelo el aire que procede de su playa. A veces, es
horroroso el olor que despide. Me entristece. Sólo son unos meses. Espero el
invierno, quizá, entonces, vuelva a su verdadero perfume. A pesar de todo, hace
muchos años que no voy a sentir sus olas en mi piel. Sólo necesito verlo.
Esta distancia, entre el mar y yo,
no siempre ha sido así. Cuando era pequeña me encantaba que llegase el mes de
mayo. Era el preludio del buen tiempo del verano. Aún no teníamos coche, por
eso, para llegar al mar, el viaje se convertía en una aventura. Recuerdo, con
especial cariño, la primera vez que fui. Hacía pocas semanas que había
conseguido aprender a montar en bicicleta. Suponía todo un reto llegar hasta
allí pedaleando en mi pequeña bici heredada. Seguro que era domingo. No lo
recuerdo exactamente. Por el camino, mi padre me vigilaba por si me cansaba o
me caía. Mi hermana, más avezada, pedaleaba la primera. El avance debía de ser
lento. Tras subir un pequeño puente allí estaba ese mar salvaje que apenas
tenía playa. El placer consistía en sólo querer verlo, sentir su agua fría en
nuestros pies y tobillos. Resultaba fantástico escuchar cómo se rompían las
olas en el pequeño muro que protegía el merendero. Mi hermana y yo jugábamos
mientras mi padre charlaba con uno de los propietarios. Ambos eran del mismo
pueblo. Aquel día seguramente el regreso a casa fue una auténtica celebración
de mi triunfo.
Con el paso del tiempo las visitas
al mar fueron distintas. En julio, toda la familia nos montábamos en nuestro
pequeño coche. La fiesta veraniega consistía en acudir a merendar al lado de
ese mar ruidoso y fresco. Los tiempos cambian y sin darnos cuenta llegó la
feroz construcción y con ella la desaparición del encanto de ese mar entre
salvaje y domesticado. Todos comenzamos a guardarle las distancias.
Ahora ya no es el mar que conocí. Se
ha avejentado. Lo han cambiado. Ya no está el merendero. Lo derribaron. Decían
que estaba fuera de la normativa. Con él también desapareció la gente que
cuidaba del mar, pues vivía con él y no contra él.
La distancia con el mar, que está a
pocos kilómetros de mi casa, con los años ha aumentado más. A algunos que sois de
tierra a dentro os puede resultar incomprensible mis distancias con ese mar que
tengo tan cerca, pero os aseguro que todo tiene un motivo concreto.
Dicen que el tiempo todo lo cambia, pero lo que ha hecho con algunas zonas costeras es como un desastre nuclear, pero a la inversa.
ResponderEliminarHermosos recuerdos.
Un abrazo.
El viejo mar no entiende de construcciones descontroladas ni de vertidos que lo emponzoñan. Lo miro y entristezco. Muchas gracias por leer y comentar mi relato. Un abrazo.
ResponderEliminarMe gusta tu entrada. Yo, desde chica crecí entre Cádiz y Sevilla, ambas son marineras y la belleza y vida que nos transmite la visión de las playas gaditanas son magnificas. He vivido experiencias inolvidables y me he recreado paseando por la orilla...
EliminarLuego vino "Dª Especulación" acompañada de "D. Carente de Escrúpulos" y empezaron a destrozar lo bello y vital de los litorales...
Me ha encantado, gracias por compartirlo.
Un besito.
Sí, Mari Carmen, la belleza y la armonía que existía entre los que cuidaban del mar y el entorno desapareció con la falta de escrúpulos de unos pocos. Muchas gracias por compartir mis emociones, leerlas y comentarlas. Un abrazo.
ResponderEliminarEn el norte donde yo vivo todavía se conservan algunas playas como las he conocido desde siempre. Me gusta mirarlo y ver que a su alrededor todavía no hay mucha especulación. Espero que se siga manteniendo así y podamos todos disfrutar de la naturaleza como siempre ha existido. Cuando voy a visitar lugares que tiene mar no me gusta que tengan edificios y torres a su alrededor, evito ir a los lugares de fama , concurridos de turistas y de gente. Todavía me gusta disfrutar de la playa cuando hay poca gente a mi alrededor. El mar y yo nos llevamos bien cuando su ruido y sus mareas y yo estamos solos. Un abrazo
ResponderEliminarHola Maria del Carmen, por desgracia por aquí, en Valencia, se ha hipotecado el presente y el futuro. Como os he contado miro el mar todos los días y sufro de verlo tan abandonado, maltratado. Muchas gracias por compartir tus experiencias conmigo. Un abrazo.
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