Sólo
tenía cinco años cuando mi madre me tomó de la mano y me llevó a una de las
esquinas de la calle mayor de mi pueblo. En medio de la calle ardía una hoguera.
El fuego era alimentado por unos hombres que lanzaban las imágenes de los
santos, los cuadros de la iglesia y cientos de papeles que revoloteaban con el
crepitar de las llamas. A pesar de la intensidad del fuego y los gritos de los
que estaban alrededor sólo me fijé en aquel hombre que llevaba un cubo con agua;
con la mano la echaba en pequeñas cantidades sobre la hoguera para controlar
las llamas. Aún puedo escuchar su estridente risa. Yo no sabía qué ocurría y
por qué gritaban tanto. Se movían como si danzasen festejando la hoguera. Mi
madre me apretó la mano. Sentí el sudor que empapaba la palma de la suya. Noté
su inquietud. En un momento dado, me tomó en brazos y me acercó a su pecho. El
latido de su corazón se confundió con el mío. Miré su cara y vi sus lágrimas cómo
resbalaban por sus mejillas. No recuerdo cómo llegamos a casa. Después de
muchos años supe el motivo de aquel fuego que exaltó los ánimos de unos y las
venganzas personales de otros. La represión se tornó en odio.
Cuatro
meses después cumplí los seis años. La guerra estalló. El orden de las cosas
cambió. Los criados se adueñaron de las casas de los hacendados. Los señores
huyeron. Todo se colectivizó. La tierra era para el que la trabajaba, pero el
pan blanco era harina de otro costal. La cosecha del verano fue abundante, sin
embargo, no lo suficientemente grande como para darnos de comer a las ocho
bocas de la casa durante todo un invierno. Mi padre tenía una pequeña huerta donde
plantaba toda clase de verduras. No podía dedicarle mucho tiempo, puesto que
tenía que ganarse el jornal con otros distintos oficios remunerados.
Como
consecuencia del nuevo orden establecido, a partir de ese momento ya no había
ni mercado ni tienda. El Comité gobernaba controlándolo todo. En la plaza del
pueblo se preparaba un rancho colectivo cada día. Aquella situación se
pretendía mantener mientras durase la guerra. Pensaban que la confrontación no
duraría mucho tiempo. Un día, mi madre me llevó a aquella cola donde repartían
un guiso con carne. Se había matado uno de los terneros cebados del rico del
pueblo. Las colas eran interminables. Repartían toda clase de víveres. Y un día
y otro, pero la abundancia se iba acabando. La carne comenzó a escasear. Las
raciones se redujeron a menos de la mitad.
Llegó
el primer invierno y también faltó el aceite. Ya no había para todos. Mi madre
seguía llevándome a la plaza con ella. Aquel día, el encargado de las raciones se
dirigió a mi madre:
-Tú,
sal de esa cola. Para ti hoy no hay nada. Ve y pídeselo a tu amo.
Ella
le rogó y le imploró por mí, la más pequeña de la casa, pero no sirvió de nada.
Junto a mi madre también echaron a la vecina, una joven recién llegada al pueblo.
El encargado dijo que no la conocía y no sabían de dónde venía.
Las dos, con las manos vacías y la angustia en la garganta, se alejaron de la
cola de la plaza asustadas. La más joven, la recién llegada, estaba embarazada
de tres meses y poco después abortó. Aquella noche, para cenar, sólo hubo pan
de maíz. Yo no lo quise ni probar. Me producía náuseas. Recuerdo que mi madre
me intentaba convencer para que lo comiese. Hubiese preferido morirme antes que
tomarlo.
Todavía
puedo ver la cara redonda sonrosada de aquella mujer, la esposa de uno de los
miembros destacados del Comité. Debió de escuchar mis lloros y, aunque era
noche cerrada y se había ordenado el toque de queda ella llamó a la puerta de
mi casa. Debajo de su mandil escondía una barra de pan blanco. Se la entregó a
mi madre.
-Esto
es para la niña. Las niñas no deben ni pueden pasar hambre durante esta maldita
guerra.
Y
así un día y otro y otro, aquella mujer, de cara redonda sonrosada, de ojos
pequeños y sonrientes, le proporcionó el pan a mi madre como si yo fuese una de
sus tres hijas. La mayor debía tener mi edad. La más pequeña era un bebé de
meses. Aún puedo ver la cara de aquellas niñas y la de su madre, sin embargo,
el rostro del padre se ha borrado de mi memoria.
En
1937 muchos muchachos del pueblo se fueron al frente. A medida que pasaban los
días, las semanas y los meses no llegaban noticias de ellos aumentaba la
inquietud en sus familias. Aquella maldita guerra no se acababa nunca. Una madrugada,
un sonido extraño nos despertó a todos. Un gran avión sobrevolaba nuestras
casas.
-¡Qué
viene La Pava! ¡Qué viene La Pava! –Gritó
un hombre en la calle.
Al
principio, todos los niños salimos a la calle para ver qué era aquello que
tanto ruido provocaba. Nos quedamos fascinados al ver como aquel aparato de
acero era capaz de volar. Abrió su vientre y soltó una hilera de bombas. En
seguida reaccionamos con el silbido furioso que se desplomaba sobre nuestras
cabezas. La llegada de aquellos aviones pronto se asoció con el fuego, la destrucción
y el miedo a lo desconocido. Mi madre nos introducía en el hueco de la escalera
de nuestra casa. Aquel avión pertenecía a la aviación italiana. Lanzaba sus
bombas indiscriminadamente.
-Si
nos refugiamos a campo abierto será más difícil que nos maten. –Le decía mi
madre a mi padre que se negaba a abandonar su casa. Terco de carácter le aseguró
que si moría lo haría en su cama.
En
1938, los bombardeos aéreos comenzaron a ser más continuados. La comida ya
escaseaba para todos, sin embargo, cada noche nunca nos faltó la barra de pan
blanco que la mujer de cara redonda sonrosada que le entregaba a mi madre
oculta debajo del mandil.
-¿Cómo
te lo podré pagar? ¡No tengo nada que darte!
Ella
siempre le contestaba lo mismo:
-Las
niñas no pueden pasar hambre durante esta maldita guerra.
Casi
habían pasado tres años. Las niñas crecíamos sin entender muy bien por qué se
producían los ataques de la Pava sobre nuestro pueblo. Con el rugido del primer
motor huíamos y ya no nos deteníamos a mirar el horizonte para ver el enorme
vientre de aquel pájaro de acero. Comenzábamos a acostumbrarnos a los tiros y a
los repentinos bombardeos. Los niños jugábamos entre los escombros hasta que un
cartucho explotó. Nos salvamos de milagro. A partir de ese momento, ni mi madre
ni aquella mujer de cara redonda sonrosada nos dejaron salir solas. Las dos
niñas y yo jugábamos en su casa mientras ella vigilaba a la bebé.
Era
finales de marzo de 1939, aquel día el sol salió igual que lo hacía cada día,
pero no pareció iluminarnos a todos con la misma luz. En la plaza algunos
decían que la guerra había terminado. El Comité de la Casa del Pueblo abandonó
el mando. Los que habían ocupado las casas y los campos de los ricos los
devolvieron. Los vencedores les aplicaron la ley del Talión. Los días
transcurrieron lentos y mudos.
Yo
terminaba de cumplir nueve años. Ese día, como cualquier otro día, fui a jugar
con mis amigas. Su madre lavaba la ropa de la bebé. Aquella cara redonda
sonrosada de ojos pequeños y que siempre parecía sonreír ahora permanecía
pálida. Unos aldabonazos en la puerta nos sobresaltaron. Ella dejó la ropa en
la palangana. Se secó las manos. Se dirigió hacia la puerta para abrirla. Las
tres niñas dejamos de jugar. Recuerdo que les miré la cara llena de curiosidad.
Aquellos dos hombres no eran del pueblo. Cada uno llevaba un fusil en el hombro.
-¿Vive
aquí ‘El ratero’? –Preguntó el que parecía ser el más decidido.
-No
señor, aquí no vive nadie con ese nombre.
Se
despidieron de ella. Cerró la puerta. Volvió a lavar la ropa del bebé. Permaneció
callada, pero no pudo reprimir las lágrimas que le acongojaban en la garganta.
Volvieron a llamar. Esta vez preguntaron con el nombre y el apellido de su
marido. Ella lo confirmó.
La
memoria es caprichosa. Nos juega malas pasadas. He olvidado cosas importantes,
pero nunca he podido borrar de mi cabeza el dolor que vi en aquella cara redonda
sonrosada. Su marido fue detenido, juzgado y ajusticiado en menos de un mes.
Ella tuvo que marcharse del pueblo junto a sus tres hijas. Buscó refugio en
casa de sus padres, aunque a los tres meses, murió, tal vez por el hambre o por
la pena.
Mi
madre siempre me dijo que yo le debía la vida a aquella mujer, de cara redonda sonrosada,
que pensaba que las niñas no debían pasar hambre por una maldita guerra.
Nunca lo he olvidado y así se lo he contado a todo aquel que quiera escucharlo.
Cuando yo nac´, lo peor de la maldita guerra ya había pasado. Es un relato que impacta, crudo, peñizca fuertemente el corazón, didáctico, se aprende mucho más de las vivencias de la gente que de los libros de historia. Lo que me resulta especialmente positivo es la puerta que nos abres para entrar en la meditación, de la necesidad tan imperiosa que tenemos de hacerlo y el convencimiento profundo que algo así no podemos volver a padecer ¡¡¡JAMÁS!!!
ResponderEliminarGracias, Francisca, muchas gracias. Esta entrada se me queda en mis adentros para siempre.
Un beso.
Querida Mari Carmen:
ResponderEliminarHe tenido la suerte de convivir con mujeres fabulosas que, por culpa de esa guerra, sus vidas tomó rumbos distintos a los que podrían haber tenido. Una de tantas es mi madre, todavía llena de vida y alegría de vivir. Creo que sus relatos deben de ser contados, al igual que hice con el que titulé TESTIMONIO 1321 y que no sé si has tenido oportunidad de leer. Muchas gracias por tus hermosas palabras. Continuaré contando lo que las maravillosas mujeres que he conocido me transmitieron con sus palabras y sentimientos. Un abrazo.
gracias por contar con todas las letras, cosas que tal vez no vivimos pero hubo gente que si y no se debe olvidar ni mirar a otro lado. hermoso relato. saludosbuhos.
ResponderEliminarMuchas gracias queridas buhitas por leer mis relatos. Creo que hay cosas que deben ser contadas para que nunca se caiga en el error de repetirlas. Un abrazo.
ResponderEliminarImpactante¡¡ Tiempos muy difíciles.
ResponderEliminarSí, Su, muy difíciles, por eso no deben repetirse nunca. Gracias por leer mi relato.
EliminarDe Juan López Gandía
ResponderEliminarJuan López Gandía Me ha gustado mucho, me parece excelente, muy emocionante, un buen homenaje a aquellas mujeres buenas como la que describes, de cara redonda y sonrosada, matáfora de aquella otra España que murió con la Guerra civil.
Esa España que murió de hambre y de pena.
EliminarDe Lola Garcia Maravilloso relato!! Mi madre también me contaba lo del pan de maíz, más que pan me decía que hacían una especie de cocas muy finitas, pero que estaban muy malas y solo de verlas se le quitaban las ganas de comer¡Que tiempos!
ResponderEliminarNinguna causa justifica una guerra y menos el sufrimiento de los niños. Gracias Lola por leer mi relato.
EliminarGràcies, Paqui, per compartir este relat. M'ha posat la carn de gallina. Està tan ben contat, és tan real. M'ha encantat, que servixca per a que no es repetixca mai més. Sempre hi ha gent bona que pensa en els altres.
ResponderEliminarSusi
ResponderEliminarEixe relat és real. És la història de la meua mare. La xiqueta que no volia el pa de dacsa era ma mare. La xiqueta que va vore com preguntaven pel marit d'aquella mare era ma mare. L' estío passat vam anar al teatre de Sagunt a vore un relat de dones que han viscut la guerra i ma mare em va dir: jo tinc més història que elles que explicar. M'he vist quasi obligada a contar-la. Crec que aquest testimoni ha d'explicar-se, porque, com molt bé dius, mai repetir-los. Moltes gràcies per llegir els meus relats. Un beset.