Aquella inauguración sólo necesitaba un muerto. Por supuesto que a nadie le apetecía ser el primero, aunque la oferta anunciada por el alcalde resultaba muy atractiva, pues, había prometido, que tendría un entierro con todos los honores. En el pregón municipal se anunció que, al primer cadáver, no sólo se le oficiarían las ceremonias fúnebres habituales, sino que se le dotaría de un cortejo de frailes y monjas procedentes de los conventos más próximos como parte del acto de inauguración del nuevo campo santo. Además, al cortejo fúnebre, se le uniría la banda de música que se encargaría de interpretar unas piezas musicales para la ocasión. El nuevo cementerio merecía una inauguración como era debido, pero, para ello, alguno debía de ser el primero en morirse, aunque, en el pueblo, nadie parecía estar dispuesto a serlo.
Pasaban los días y las autoridades comenzaron a ponerse nerviosas de ver no poder lucirse en un acto público tan importante. El alcalde consultó con el médico de cabecera para que les hiciese un tanteo de quién podría ser el posible candidato, pero el informe que el galeno elaboró no le gustó. Aquel hombre, la mayoría de las horas del día, solía sestear debajo del árbol de la plaza mayor, pues andaba falto de trabajo. Los habitantes del pueblo gozaban de buena salud y le escaseaba el trabajo. Sólo debía asistir a partos y pocas incidencias de escasa importancia. El alcalde se descorazonó y pensó que nunca llegaría la tan deseada inauguración.
Pasaban las semanas, los meses y el cementerio vacío comenzó a llenarse de malas hierbas y de roedores que encontraron, en aquel espacio desierto, el sitio ideal para crear sus madrigueras. Ante tal situación y temiendo que aquello fuese a más, las autoridades, determinaron que sería conveniente que alguien se encargase de la limpieza y conservación del edificio, por lo que se concluyó que la persona adecuada para esas labores podría ser Colau. Se trataba de un labrador de aspecto bonachón que vivía muy cerca del campo santo. Aquel hombre tenía una pequeña barraca rodeada por un trozo de huerta y un corral donde criaba gallinas, conejos y cerdos. El consistorio acordó darle una pequeña asignación por su labor de custodia. A partir de ese momento, se trasladó al edificio vacío donde, si no estaba exterminando las hierbas y a los roedores se sentaba a la entrada y charlaba con el viejo Dandú, otro agricultor muy mayor que poseía un trozo de huerta lindante a la barraca de Colau. Aquel hombre pasaba más horas hablando con él que dedicaba a cuidar de su huerto.
Yo también tenía amistad con Colau y se debía a que mi pequeño huerto estaba cercano al nuevo cementerio. Cuando pasaba por la puerta principal, la mayoría de las veces, encontraba a los dos hombres sentados junto a las grandes puertas de hierro, Colau apoyado en una azada que le hacía las veces de bastón y Dandú sentado en el poyo de la puerta. Cruzaba, con ambos, unas pocas palabras sobre el tiempo o la cosecha y a continuación, me despedía para comenzar con las labores de cuidado de las hortalizas que tenía plantadas. Al igual que Colau y del viejo Dandú a mí también me gustaba sentarme en el huerto y disfrutar del contacto de la tierra, así como del aroma de ésta cuando estaba mojada, de las hortalizas. Aquellas verduras no sólo eran para mí, pues, con los desperdicios, también alimentaba a unos pocos animales que tenía en el corral de mi casa sita en la calle mayor del pueblo.
Yo no había nacido en el pueblo, pero me consideraba de allí, a pesar de que los vecinos oriundos, siempre se encargaban de recordarme que, por muchos años que viviese allí, siempre sería una forastera, no obstante, y, a pesar de esa discriminación, me adapté a su vida con gran facilidad.
En aquel pueblo los días se sucedían con tanta calma y sencillez que no era de extrañar que nadie quisiera morirse y abandonar aquella vida hermosa para aventurarse hacia una prometida vida mejor, según el párroco del pueblo, pero, que, al fin y al cabo, resultaba desconocida e incierta para los que nos habíamos acostumbrado a la que teníamos.
Pasaba el tiempo y el cementerio parecía estar abandonado a su suerte. Colau se había trasladado a vivir allí hasta el punto de comenzar a descuidar su propia barraca; los animales de su corral campaban a sus anchas por los campos y caminos buscándose el alimento que su amo había olvidado proporcionarles. Un día, me encontraba en mi huerto cavando una zanja para enterrar los restos vegetales y hacer un abono sideral cuando escuché los gritos de Colau que pedía auxilio. Dejé la azada y corrí a socorrerle. El pobre hombre yacía tumbado en el suelo tras caerse de un nicho donde se había encaramado para quitar unos hierbajos. Como pude le ayudé a incorporarse y al ver que no podía andar lo senté para bajar al pueblo y buscar al médico. El asunto no fue a mayores y Colau sólo tuvo que mantener unas cuantas semanas de reposo hasta que los huesos le soldasen debidamente. Mis atenciones prestadas a aquel solitario hombre facilitaron el que me granjease su completa amistad y, en señal de agradecimiento, me regaló uno de los cerditos que correteaban por el campo. Me sentí alagada, aunque más tarde, descubrí que supondría un problema más que un beneficio.
Aquel animal, acostumbrado a la libertad por los campos, sin ninguna atadura, no aceptó permanecer en el corralito de mi casa donde lo encerré. El travieso animal hurgaba el vallado con su morro hasta destrozarlo y escapaba hacia la calle incomodando a los viandantes. Para colmo de mis males, su apetito voraz era tal que se comía toda la ración que le echaba más la de las gallinas y de los conejos con los que convivía. A pesar del apetito voraz que mostraba, los alimentos engullidos no surtían ningún efecto en él, pues no engordaba ni un gramo y mi esperanza de sacrificarlo, para el próximo San Martín, y así conseguir unos buenos chorizos y jamones, se esfumaba con su escuálida figura. Perdí la cuenta de los sanmartines que transcurrieron para aquel animal que se negaba a crecer y cumplir su acometido de engordar y producirme algunos beneficios.
En el pueblo transcurrían los días como si se hubiese detenido el tiempo en toda la población y, al igual que nadie se animaba a ser el primer morador del campo santo, el cerdito, también se mostraba rebelde a las normas de la naturaleza. Harta de los continuados destrozos que me ocasionaba en la casa tomé la drástica decisión de llevarlo al mercado y venderlo o, incluso, si se terciaba la ocasión, regalarlo para deshacerme de aquel enredador animal. El día que emprendí el camino hacia la feria local, ocurrió que una gran tormenta oscureció el cielo y dio paso a unas persistentes lluvias. Con aquel interminable aguacero me vi obligada a posponer la decisión hasta que remitiese el mal tiempo. Durante días llovió tanto que las calles se anegaron como auténticos lodazales que impedían el tránsito tanto de los animales de tiro, así como el de las personas. Se colocaron tablas atravesadas para que se pudiese cruzar de una acera a otra, pero, así y todo, la dificultad era enorme. Los días se sucedían llenos de grises borrascas y el malvado marrano siempre encontraba el resquicio por el que asomar su morro y escapar hacia la calle para hundirse en el lodazar provocado por la lluvia.
Un día, cuando ya parecía que las continuas tormentas comenzaban a remitir, el tío Dandú, aquel viejo labrador amigo de Colau, enfermó contrayendo unas altas fiebres. Se especuló que si habían sido provocadas por la humedad de aquellos interminables días de lluvia lo que le había afectado en su salud que siempre se había mostrado de hierro. Día a día, el viejo Dandú empeoraba y lo que se pensó que sería una enfermedad temporal se confirmó como un agravamiento general por lo que la fiebre reumática sumió, al tío Dandú, en un estado catatónico semejante a la muerte. El médico del pueblo, abrumado por el primer posible deceso después de tantos años sin tener que certificar ninguno, se pasaba el día entero en la casa de aquel anciano. Todos los días hacía un parte que los vecinos publicaban, de boca en boca, en vistas a la inminente defunción. El alcalde, previendo que en breve se podría dar cumplimiento de su generosa oferta para el primer fallecido de la población, envió recado a Colau de que preparase el cementerio porque, de un momento a otro, se tendría que inaugurar, además también avisó del precario estado del anciano a sus colegas de los ayuntamientos vecinos y a los conventos, los cuales debían enviar un séquito de frailes y monjas para la inminente ceremonia. La fuerte consistencia del viejo Dandú le mantuvo vivo hasta que finalizaron las lluvias y la vida, de su enjuto cuerpo, se le escapó con la lluvia de la última nube.
La ceremonia se llevó a cabo tal y como se había previsto desde el principio. La expectación creada provocó que el pueblo se llenase de curiosos. Acudieron los habitantes de los pueblos vecinos atraídos por la curiosidad de poder ver desfilar el prometido cortejo fúnebre. Tras la misa, la procesión comenzaría en la iglesia del pueblo y terminaría con la sepultura del primer morador del campo santo. Debido a las constantes y torrenciales lluvias padecidas hasta ese día, las calles permanecían completamente impracticables por lo que se colocaron todavía más tablas sobre el lodazal para, al menos, poder hacer posible trasladar el féretro a hombros. De esta labor se encargaron varios hombres del pueblo que lo llevaron desde la iglesia hasta donde se le daría sepultura. El cura y el vicario, junto con los representantes de la autoridad, desfilaban detrás del féretro arropados por el cortejo monjil y cerraba la banda de música que interpretaba marchas fúnebres e himnos religiosos. Se cumplían todas las expectativas del alcalde para la tan deseada inauguración; todo salía a la perfección hasta que el cortejo llegó a la altura de mi casa de la que, como si fuese un torbellino, salieron todos los gallos y gallinas del corral perseguidos por el cerdo revoltoso. El endiablado animal había vuelto a romper la cerca y, en su huida, también había soltado y asustado al resto de los animales. Las gallinas revolotearon por encima de los porteadores del féretro lo que provocó la caída de uno de los hombres en uno de los charcos de barro. El desequilibrio provocó que los otros desviasen su trayectoria hasta terminar por soltar el ataúd en el que reposaban los restos del viejo Dandú. El barro facilitó el que el féretro resbalase sobre las tablas y hubo serios problemas para detenerlo por la velocidad que éste tomó. Mientras tanto, el malvado cochino, que no dejaba de gruñir detrás de todas las bestias, corrió en dirección al cementerio y no hubo posibilidad de alcanzarlo en su traviesa huida. La seriedad del acto se rompió por las carcajadas de todos ante la espasmódica salida del scrofa domésticus. Me sentía responsable de aquel estruendo y no sabía cómo disculparme ante los familiares y las autoridades y, aunque todos andábamos llenos de barro, el séquito ya recuperado de la cómica situación, prosiguió en su camino hacia el nuevo cementerio. A la puerta del mismo se encontraba Colau que, con una pala, esperaba la llegada del muerto para darle entierro. Cuando nos vio aparecer a todos llenos de barro y con la caja embarrada también el bonachón labriego exclamó:
“Todos habéis tenido vuestra ración de fango”
Y como si pretendiese ratificar el testimonio, el insolente cerdito, gruñó desde un charco que había cerca de la tapia del cementerio.
Tras ese suceso quise olvidarme de aquel animal insolente y revoltoso, aunque Colau, pocas semanas después, me contó que lo encontró muerto junto a la sepultura de Dandú por lo que pensó que lo mejor sería enterrarlo junto a él porque, al fin y al cabo, ambos habían sido los protagonistas de la inauguración.
Hola Paqui. M'has engantxat, com sempre. Ha resultat molt graciosa l'espera per que algú inaugurara el cementiri, no hi havia manera i després el marranet ho acabat d'arreglar.
ResponderEliminarMoltes gràcies per compartir-lo.
Hola Susi:
Eliminartrobava a faltar les teues visites i comentaris al meu blog. Espere que hages gaudit del relat. La meua intenció era divertir, però també usar-ho com a metàfora de moltes coses de la vida, perquè els personatges es resistien a morir-se tant que semblava que el temps s'haguera congelat. Espere que estigueu tots ben i moltes gràcies per llegir i comentar el meu relat. Una abraçada.
hola! que genial eres! que imaginacion tan activa posees, nos encantan tus palabras que nos llevaron a aquel pueblecito y reimos a carcajadas con ese chanchito tan bonachon.te compartimos y eres un espectaculo para los ojos de las buhas. saludos!
ResponderEliminar¡Cómo os quiero, guapas! Me encanta que os hayas reído tanto con el cerdito. Necesitaba escribir un relato de humor porque últimamente me estaba poniendo muy seria. Me encanta saber que estáis ahí. Muchas gracias por compartir mi relato y recomendarlo. Un abrazo amigas.
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