LA
SEQUÍA
Aquella pertinaz sequía terminaría por revertir en una
hambruna, pensó José. En el pueblo, los labradores, confiaban en la llegada de
la primavera. El invierno había sido tan seco o más que el anterior y las
reservas de agua se agotaban por momentos. En los primeros días del cambio
estacional, el cielo se llenó de nubes que presagiaban su cargamento del
preciado tesoro para las cosechas, pero pasaban de largo tan veloces, sin dejar
ni una gota que refrescase las tierras. El agua de riego comenzó a escasear.
Las autoridades tomaron medidas. La Acequia de Mestalla envió un aviso a sus
regantes con la distribución de los turnos para el riego y, además, en el bando
se recalcó que si éstos eran incumplidos se cursaría una denuncia y al infractor
lo llevarían al Tribunal de las Aguas.
José temblaba ante el aspecto de sus campos tan resecos.
Desde que se había hecho cargo de la huerta familiar no había conseguido ni un
beneficio. En la cosecha anterior, todo lo que había plantado se le había
agostado antes de que le llegase la recogida. Parecía como si la maldición que
su hermano le había echado, por haberse quedado las fincas, se estuviese
cumpliendo. Aquel día, como solía hacer cada amanecer, se apostó en la linde de
su huerto, bajo la higuera que había plantado su padre junto a la acequia. El
orden de riego establecido lo dejaba el último y seguramente eso le dejaría sin
la suficiente agua como para poder regar todo el campo. Mientras meditaba estas
predicciones escuchó el sonido de una corriente que entraba en su acequia. El
pequeño flujo de agua sobrante se escapaba en dirección a su huerto. A José se
le presentaba la oportunidad que buscaba para salvar el plantel preparado para
la siembra. No podía dejarla pasar de lardo de su campo. Quitó la parada y el
agua discurrió por los surcos con rapidez. El caudal resultó lo suficientemente
grande como para refrescar la reseca tabla del semillero. Terminó pronto. Esa
agua sobrante no era de nadie y usarla no significaba saltarse ningún turno,
pero, mientras la introducía en su huerto, miró a su alrededor y agradeció que
nadie estuviese por las inmediaciones. Cuando terminó, cerró la parada y, por
los atajos, se encaminó hacia el pueblo. Durante la rápida caminata tuvo la
sensación de que alguien le espiaba escondido detrás de la vieja higuera. Evitó
las voces de los otros labradores que aguardaban el agua en las huertas
próximas.
Cuando llegó a casa su esposa no le preguntó nada mientras
le servía la mesa. Se sentó junto a él y trató de animarle contándole que se
decía que esa primavera seguro que llovería. José le respondió que había
conseguido regar el plantel con el agua que se perdía por la acequia, pero se
encontraba tan ensimismado en sus pensamientos que casi ni escuchó lo que le
contestó ella sobre el peligro de incumplir el bando emitido por la acequia. En
su cabeza sólo rondaba aquella sombra junto al tronco de la higuera que cada
vez se le hacía más nítida. José se levantó de la mesa sin terminar toda la
comida. Se encaminó hacia el establo donde, junto a los aperos, tenía un viejo
armario en el que guardaba las herramientas más pequeñas además de las semillas
dentro de una caja de cartón. Las conservaba como oro en paño. Abrió la caja y,
con tristeza, contempló que sólo le quedaban unas pocas pepitas de los melones
de piel negra, esa variedad era ya difícil de encontrar. Con el tiempo se había
demostrado su resistencia a las plagas y su gran calidad, sin embargo, no era
de las más productivas y eso había influido para que se redujese su cultivo a
favor de otras variedades inferiores, pero mejor rendimiento. José se resistía
a dejar de cultivarlos porque aprendió de padre y éste de su abuelo. Primero se
seleccionaba los mejores melones y después los colgaba del techo del pajar para
su mantenimiento y así evitar el que fuesen atacados por plagas fúngicas o por
algún roedor que se hubiese instalado entre la paja del forraje. Contempló las
semillas y tras orearlas las guardó como si fuesen diamantes. Dejó la caja en
el armario. Miró el techo y contó los melones que le quedaban, con disgusto,
comprobó que no llegaban a la docena. Aquella maldita sequía lo había agotado
casi todo. Por momentos, su nerviosismo aumentó. Salió del establo y sin
decirle nada a su mujer, que trasteaba en la cocina, se marchó a la taberna.
Normalmente sólo lo hacía los domingos, pero sintió tal sensación de ahogo que
pensó que sólo podría calmarla con unos tragos de vino.
Cuando entró en el pequeño local respiró la misma angustia
concentraba en el ambiente. Ni los más optimistas podían olvidar la sed de las
tierras y la hambruna que se les avecinaba si no llovía pronto. Hablaban a
susurros, como queriendo contener la congoja, por eso, cuando Nicasio, el
terrateniente del pueblo, entró con sus habituales gritos, aún se crispó más el
ambiente y el ánimo de todos.
-¡Esto se debe de acabar ya! –Repetía como un dogma
mientras daba golpes sobre la mesa. –Mañana voy a Valencia y hablo con el
gobernador. Ellos nos piden dinero y ahora, con esta sequía, lo necesitamos
nosotros.
Tras unas cuantas bravuconadas sobre sus amistades y su
poder procedente de su patrimonio se marchó de la taberna.
José se levantó y se encaminó a la puerta pensando que todo
seguía igual o peor que antes y que lo único que estaba haciendo allí era
perder el tiempo.
Ya en casa se disponía a volver a su quehacer en la cuadra
cuando unos golpes atronaron la puerta. Escuchó la voz del alguacil que le
llamaba por su nombre y apellidos.
-José han cursado una denuncia contra ti. –Dijo el alguacil
con tono lastimero. –Dicen que has robado el agua del turno de riego.
En ese instante a
José le acudió la imagen de la sombra que le había espiado detrás de la vieja
higuera. Esa noche no pudo dormir.
Al día siguiente fue al ayuntamiento. Allí estaba Nicasio,
como representante de los hacendados, y el alcalde, el fiel lacayo del
terrateniente, quien tomó la palabra.
-Te creerás con todo el derecho del mundo a hacer tu real
gana, ¿verdad? –le increpó el alcalde ante la sonrisa complaciente del ricachón.
-Esa agua iba a perderse en la acequia. –Se justificó José.
–Y necesitaba regar el plantel.
-Aunque se pierda el agua el turno es una ley así que ya
sabes lo que hay o pagas la denuncia o esta noche dormirás en la cárcel.
Y José, por supuesto, se negó a pagar. Esa
noche, en la prisión del ayuntamiento, recordó la sombra que intuyó, pero,
aunque lo había intentado varias veces, tanto en sueños como en la vigilia, todavía
no conseguía reconocer aquel rostro. Al día siguiente, el alguacil del pueblo
le comunicó que se había cursado la denuncia y que el Tribunal tomaría cartas
en el asunto. José salió del calabozo y regresó a su casa. No abrió la boca
cuando su mujer le preguntó. Con ese silencio demostró su empeño por no pagar
lo que le parecía injusto. En el pueblo pronto se formaron dos bandos. Unos
pensaban que José era el representante de los más débiles y otros opinaban que el
pobre debía de ceder a favor de los más poderosos como Nicasio.
Por fin llegó la citación oficial. Debía presentarse el
primer jueves del mes ante el Tribunal de las Aguas de Valencia. Aquel sistema
judicial oral dirimiría el conflicto con rapidez y sin costas agregadas a
ninguna de las partes implicadas.
La expectación crecía por momentos hasta el punto que, ese
jueves, todos dejaron sus quehaceres para asistir a la vista. En la plaza de la
Virgen, delante de la puerta de los Apóstoles, alrededor de las sillas del
tribunal, se repartieron los partidarios de José y los de Nicasio. Con el toque
de las doce en el El Miguelete, el campanario de la catedral, la sesión se
inició. A pesar de que todo el mundo sabía que el impulsor de la denuncia era
el terrateniente nadie sabía quién era el denunciante. José se vistió con su
ropa de trabajo. Nicasio acudió endomingado y con el aspecto de alguien
que está esperando disfrutar de una fiesta. Faltaban unos minutos para dar las
doce cuando, de la Casa Vestuario, el edificio que hay enfrente de la puerta de
la catedral, salió el tribunal formado por los síndicos de cada acequia. Todos
ellos iban ataviados con blusas negras. Aquel estudiado vestuario pretendía
transmitir una imagen de sabios venerables procedentes de la huerta. En el
desfile hacia el círculo formado por las sillas les precedía el alguacil de la
acequia con su tradicional gancho. Éste se quitó la gorra y pidió permiso
al presidente del tribunal para cantar casi una letanía con los nombres de las
acequias representadas:
“Denunciats de la sequia de Quart, de Benàger i
Faitanar, de Chirivella, de Tormos, de Mislata, de Mestalla…” Al oír el
nombre de su acequia, José dio un paso al frente y dijo con voz firme:
-Yo he sido requerido por este tribunal.
El alguacil, tras confirmar su identidad, pidió también la
presencia del denunciante y entre la multitud se abrió paso el hermano de José.
Se puso delante del tribunal y con una voz entrecortada dijo que sólo
representaba al que había cursado la denuncia contra el acusado. Se escucharon
muchos susurros y comentarios que caldearon el ambiente. El denunciante, ante
las preguntas de los síndicos, repitió que, el denunciado, había tomado el agua
de una escorrentía sin corresponderle el turno. En ese instante el presidente
del tribunal preguntó a José:
-¿Es cierto lo que alegan contra usted?
-El agua se perdía
por la acequia. –le contestó José con voz firme. –Usted sabe que las
escorrentías no forman parte de los turnos de riego. Yo necesitaba regar mi
semillero y con ese pequeño caudal me sobraba. Creo que no he incumplido ningún
bando ni ninguna normativa.
Escuchadas las partes, el presidente del tribunal no dudó
en dar su veredicto en el que al denunciado se le perdonaba la multa impuesta
por la alcaldía, pero debería perder dos turnos de riego.
José quedó desolado. Imaginó que era obra de Nicasio esa
condena. Volvería a perder la cosecha. Aquella noche no pudo dormir pensando en
la traición de su propio hermano. Dio vueltas en la cama y, en su desvelo, al
fin, reconoció y recompuso la sombra tras la higuera.
Se levantó con el alba con una determinación tomada. Estaba
decidido a que antes arrancaba las matas que dejaba que se secasen por la falta
de agua cuando, en ese instante, un rayo iluminó la casas y, a continuación, un
gran trueno le avisó de la tormenta. Llovió toda la noche y todo el día. Aquella
agua palió la falta de riego de ese primer turno de riego. José estuvo inquieto
pensando en el próximo cuando volvió a llover copiosamente favoreciendo el
crecimiento del plantel sin necesidad de un nuevo riego. Aquella inesperada lluvia
desvaneció el miedo a la tan temida hambruna.
que buen relato! gracias por compartirlo, en serio! saludosbuhos.
ResponderEliminarHola Buhitas
EliminarMuchas gracias por vuestra lectura fiel y comentario que sé que siempre es en serio. Un abrazo amigas.
Una buena historia, cuando falta el agua de riego los campesinos tiemblan. Un abrazo
ResponderEliminarHola Maria del Carmen:
Eliminarsí, en mi tierra los labradores, los pocos que quedan ya, viven más pendientes del cielo que de la tierra. Me alegra que te haya gustado mi relato con tintes dramáticos. Gracias por la lectura y comentario. Un abrazo.
Què bonic i quant de sentiment i amor per la terra! Què dur estar sempre pendent del cel! I què bé ho contes amb tants detalls! M'alegre de que acabara bé i que no perguera la collita José. Després de tot el sacrifici, es mereixia un bon final. Enhorabona, Paqui!
EliminarHola Susi:
EliminarTu també saps el que és el camp, l'horta i el que significa viure pendent del clima. Moltes gràcies per llegir els meus relats.