Quizá en otro momento o quizá en otro ambiente nunca le hubiesen perdonado la frialdad con la que, Natasha Ivanoff, en aquel instante, trató a su solícito
enamorado, Edelmiro Bartha. Creo que al único que le preocupó y
sorprendió, aquella falta de respuestas a las preguntas que, minutos antes, él
me había lanzado, sobre la repentina aparición de su amada en aquella barraca
de contrabandistas, fue a mí. Se demostraba que el poder de seducción hipnótico
que poseía aquella mujer de ojos color esmeralda era evidente. Y tampoco nadie mostró
interés por oír alguna explicación acerca de su misteriosa
desaparición con aquel desconocido al que dijo reconocer como hermano. Por
algún motivo que yo no alcanzaba a comprender, ni su prolongada ausencia y ni su
no menos espectacular aparición en la playa rodeada de contrabandistas, su
retorno no preocupó a nadie. Miré los rostros de los que se encontraban a mí
alrededor y en sus caras no había ni un ápice de curiosidad por escuchar alguna
explicación sobre las andanzas de aquella enigmática mujer. Su aparición, más fantasmagórica que real y propia de una
obra de teatro de las de llamadas de magia, aparentemente no importó a nadie,
puesto que, al instante de que ocurriese, todos volvieron a sus quehaceres. Los
trabajadores del teatro ni tampoco se preocuparon por la felicidad de los
amantes reencontrados que se besaban delante de ellos. No podía salir de mi
asombro ante el desinterés mostrado por todos, incluso por mi amigo Batiste quien
se ocupaba de guardar unos vestidos del último montaje dentro de los baúles de la compañía; al
parecer al único que le importaba su reencuentro era a mí. Me resultaba imposible
apartar la mirada de la duquesa Natasha quien, en la penumbra del patio de
butacas, susurraba al oído del encandilado Bartha, algunas palabras cuyo efecto provocaban
una amplia sonrisa en el rostro de aquel afable hombre. Pude ver como la pareja de enamorados se encaminó hacia la puerta de
salida del teatro y yo fui el único que, con la mirada, los persiguió hasta
verles desaparecer tras la luz del sol que se proyectaba sobre el pasillo central del patio de
butacas.
Entre bambalinas, los maquinistas y los mozos se afanaban
en desmontar y transportar los telones junto con las cajas del utillaje de la
última obra representada. El retorno de la enigmática duquesa no había importunado
en lo más mínimo sobre la cotidianidad de la compañía de teatro.
-¡No guardéis todavía el vestuario ruso! –Gritó Darqués que
entraba por la puerta trasera del escenario del teatro Ruzafa acompañado por un
extraño caballero. –Los telones de El Cristo
moderno deben continuar en su sitio porque, esta noche, volvemos a
representarla. La señora marquesa Bonafé nos financia un par de funciones más.
El sonido de los golpes de martillo y el trasiego de cajas hacia los sótanos del teatro se
detuvieron con la voz de orden del director. Ese cambio de opinión provocó
murmullos de sorpresa puesto que, Darqués, quien tan enérgicamente había
protestado por las condiciones impuestas por la benefactora, ahora detenía el
trabajo y parecía hasta complacido de tener que volver a representar aquella
obra que la marquesa había impuesto.
Tanto Miguel Máñez como su esposa Carlota Planes se esforzaron por
cumplir inmediatamente las nuevas indicaciones del director y aunque ambos ensayaban los diálogos de un sainete del Peris Celda que pensaban representar a su beneficio abandonaron el
ensayo para retomar los personajes de la revolución bolchevique cristianizada,
pero aún no llevaban ni recitados dos diálogos de dicho texto cuando, desde uno
de los palcos, se escuchó un golpe seco que retumbó como si fuese una explosión de alguna bomba. Dirigí la mirada hacia el palco de
donde procedía el estruendo y vi como asomaba una mano que intentaba asirse a
la barandilla del palco.
Bartha
salió de no se sabe qué rincón oscuro para ser el primero en encaramarse hasta el palco y comprobar
si el propietario de aquella mano se encontraba vivo o muerto. En pocos
segundos todos los maquinistas, los mozos e incluso el director acudieron para
atender al posible herido, pero cuál fue la sorpresa de todos cuando, en realidad,
se trataba de una mujer que al parecer, intentó subirse a una silla y ésta cedió a su peso dando con sus huesos en el suelo. La levantaron y
tras comprobar que no tenía nada roto todos enmudecieron al contemplar los
bigotes y barbas que cubrían su rostro. Fue ella la que rompió el asfixiante
silencio que se produjo con una voz melodiosa que aún hundió más a todos en el
asombro.
-Discúlpenme. Soy María Bartolineti, aunque
todos me conocen como ‘La mujer barbuda que canta’. Trabajo en el circo
Pizarro que está en la plaza de toros. Les pido mil perdones. No pretendía
asustarles, pero me he subido a la silla para verles mejor y una de las patas
ha cedido a mi peso.
-Mi
querida señorita, si quería vernos no tenía más que entrar por la puerta y sentarse
en una de las butacas de patio. –Le conminó el director como queriendo quitarle
hierro al asunto.
-No
pretendía espiarles, pero como hoy no tenía trabajo pensé que…
Y
en ese instante la dama de rostro peludo inició un torrente de lamentaciones
sobre los serios problemas que el circo estaba atravesando.
-El
circo anda en las últimas –Dijo. –Sólo se consigue actuar en pueblos pequeños y
la miseria de este país hace que nuestros precios baratos resulten un lujo
para los habitantes de las poblaciones que visitamos que no tienen ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca.
Con
su voz melodiosa nos contó tantas penurias ocurridas en su vida errante que las lágrimas
comenzaron a asomar en los rostros de los congregados a su alrededor y, de no haber sido por la rápida intervención del director, aquello
se habría convertido en una verdadera escena melodramática.
-Queridísima
señorita, no se preocupe tanto por la situación económica de este país, pues poco a poco todo cambiará para darnos más de una alegría. Ahora, si le parece bien, le
acompaño hasta la plaza de toros.
Pero aquella mujer de voz melodiosa y de aspecto
varonil no le hizo mucho caso y siguió hablando; contó que el propietario del
circo se había convertido en uno de los principales promotores para crear una
cooperativa actoral de todo tipo de espectáculos.
–El
circo agoniza, señor Darqués, pero el director Pizarro cree que si nos unimos todos los artistas seguro
que conseguiremos salir de esta crisis. –Afirmó la velluda artista.
-Los
actores si se agrupan en cooperativas para conseguir que les contraten conseguirán ganar
un jornal digno al igual que lo hacen los obreros de otros sectores y eso sería
fabuloso. –Acertó Bartha a decir que hasta ese instante se había mantenido callado
y distante pendiente sólo de su amada rusa.
-Sería
una posible solución a muchos de nuestros problemas. –Apuntó, desde el
escenario, el empresario del teatro Ruzafa, el señor Martí, que había seguido
la evolución de la narración de la cantante barbuda desde un ángulo discreto sin que nadie hubiese notado su presencia. –El problema
está en que los empresarios no podemos contratar a todos los actores, aunque
formen parte de la misma cooperativa.
-Pero
¿por qué? Si a veces tenemos que interpretar varios papeles en una misma representación porque no hay suficientes jornales para actores y actrices. Eso significa más trabajo por el mismo
sueldo.
Quien había formulado esa observación con gran tino
era Miguel Máñez que, en un segundo plano junto a su esposa Carlota quien
extrañamente permanecía callada, no se había pronunciado hasta entonces.
-No
entremos en discusiones. –Afirmó tajante Darqués. –Será mejor que acompañemos a
esta dama a la plaza de toros. Tengo ganas de saludar a Salustiano Pizarro y
comprobar si sigue tan majestuoso su circo como lo recuerdo.
Y
encabezados por Darqués todos sentimos curiosidad por ver la carpa del Pizarro.
-¿Tú
crees que tendrán fieras? –Me preguntó Batiste que parecía entusiasmado con la
idea de ver un circo distinto al tenderete donde interpretaban sus farsas de
adivinación el profesor Ares y Miss Zakara.
No
tuve tiempo de contestarle porque al cruzar el zaguán del teatro una inmensa
muchedumbre nos cortó el paso.
-¿Qué
ocurre? ¿Por qué hay tanta gente? –Le pregunté inquieto a Carmen Caballero, la
primera actriz de la compañía, que abrumada al igual que nosotros se detuvo ante el gentío y un hombre, de cara angulosa
y poblada barba, se acercó hasta ella gritándole:
-
Bella Afrodita únete a nosotros que con tu hermosa cara seremos más fuertes.
Aquel
hombre, de rostro abominable, le besó en la mejilla mientras le entregaba una octavilla. No se detuvo más porque
detrás de él un nutrido grupo avanzaba y entre ellos destacaban dos hombres que blandían una pancarta con el
lema: UNÁMONOS.
Me
sentí desconcertado ante tanta agitación así que tomé a Batiste de la mano para así poder permanecer juntos en
medio de aquella muchedumbre. Darqués iba unos pasos por delante de nosotros y
con el brazo hizo un gesto a toda la compañía para que permaneciese unida dentro de
aquella marea de manifestantes.
En
la plaza del ayuntamiento un improvisado entarimado servía de plataforma para
que varios oradores subieran a arengar a los asistentes. Los que pudimos escuchar lo hacían con discursos llenos de
retórica teatral sobre el momento crítico que se vivía entre las compañías artísticas que convivían en los escenarios de la
ciudad de Valencia. A pesar de que fueron muchos los que subieron y expusieron
el problema, ninguno parecía encontrar una solución eficaz para resolverlo.
-Lo
que sobran son teatros ¡Qué se cierren!
Gritó
alguien entre el público.
-Eso
nunca, que hay familias que viven de los locales. –Le contestó otra voz y un
murmullo se elevó por toda la plaza.
22 COOPERATIVA DE ACTORES
Quizá en otro momento o quizá en otro
ambiente nunca le hubiesen perdonado la frialdad con la que, Natasha Ivanoff, trató
a su solícito enamorado, Edelmiro Bartha. Creo que al único que le
preocupó y sorprendió, aquella falta de respuestas a las cuestiones que le
fueron formuladas, fue a mí. Minutos antes, el impetuoso amante, me había lanzado
toda una suerte de preguntas sobre la repentina aparición de su amada en
aquella barraca donde los contrabandistas me proporcionaron un gran susto.
Cuando la rusa apareció pareció sumir a todos bajo su poder hipnótico, pues
ninguno le inquirió cuál podía ser su último paradero. Con ello quedaba, más
que demostrado, el evidente poder de seducción que poseía aquella mujer de ojos
color esmeralda. Y tampoco nadie mostró interés por oír alguna explicación
acerca de su misteriosa desaparición con aquel desconocido al que dijo
reconocer como hermano. Por algún motivo que yo no alcanzaba a comprender, ni
su prolongada ausencia y ni su no menos espectacular aparición en la playa
rodeada de bandidos, no preocupó a nadie. Miré los rostros de los que se
encontraban a mí alrededor y en sus caras no había ni un ápice de curiosidad
por escuchar alguna explicación sobre las andanzas de aquella enigmática mujer.
Su aparición, más fantasmagórica que real y propia de una obra de teatro de las
de llamadas de magia, aparentemente no importó a nadie, puesto que todos
volvieron a sus quehaceres. No podía salir de mi asombro ante el desinterés
mostrado por todos. Miré a mi amigo Batiste. Se ocupaba de guardar los vestidos
del último montaje dentro de los baúles. Busqué un poco de complicidad en mí,
pero, al parecer, al único que le importaba su reencuentro era a mí. Me
resultaba imposible apartar la mirada de la duquesa Natasha quien, en la
penumbra del patio de butacas, susurraba al oído del encandilado Bartha,
algunas palabras cuyo efecto provocaban una amplia sonrisa en el rostro de
aquel afable hombre. Pude ver como la
pareja de enamorados se encaminó hacia la puerta de salida del teatro. Yo fui
el único que los persiguió con la mirada hasta verles desaparecer tras la luz
del sol que se proyectaba sobre el pasillo central del patio de butacas.
Entre bambalinas, los maquinistas y los
mozos se afanaban en desmontar y transportar los telones junto con las cajas
del utillaje de la última obra representada. El retorno de la enigmática
duquesa no había importunado en lo más mínimo sobre la cotidianidad de la
compañía.
-¡No guardéis todavía el vestuario ruso!
–Gritó Darqués que entraba por la puerta trasera del escenario del teatro
Ruzafa acompañado por un extraño caballero. –Los telones de El Cristo
moderno deben continuar en su sitio; esta noche volvemos a representarla.
La señora marquesa Bonafé nos financia un par de funciones más.
El sonido de los golpes de martillo y el
trasiego de cajas hacia los sótanos del teatro se detuvieron con la voz de
orden del director. Ese cambio de opinión provocó murmullos de sorpresa puesto
que, Darqués, quien tan enérgicamente había protestado por las condiciones
impuestas por la benefactora, ahora detenía el trabajo y parecía hasta
complacido de tener que volver a representar la imposición de la marquesa.
Tanto Miguel Máñez como su esposa Carlota
Planes se esforzaron por cumplir inmediatamente las nuevas indicaciones del
director. Dejaron de ensayar los diálogos de un sainete del Peris Celda que iban
a representar a su beneficio para retomar los personajes de la revolución
bolchevique cristianizada. Aún no llevaban ni recitados dos diálogos de dicho
texto cuando, desde uno de los palcos, se escuchó un golpe seco que retumbó
como si fuese la explosión de una bomba. Dirigí la mirada hacia el palco de
donde procedía el estruendo y vi como asomaba una mano que intentaba asirse a
la barandilla del palco.
Bartha salió de no se sabe qué rincón oscuro para ser
el primero en encaramarse al palco. En pocos segundos todos los maquinistas,
los mozos e incluso el director acudieron para atender al posible herido, pero
cuál fue la sorpresa de todos cuando, en realidad, se trataba de una mujer que,
al parecer, intentó subirse a una silla y ésta cedió a su peso dando con sus
huesos en el suelo. La levantaron y tras comprobar que no tenía nada roto todos
enmudecieron al contemplar los bigotes y barbas que cubrían su rostro. Fue ella
la que rompió el asfixiante silencio que se produjo. Con su voz melodiosa aún
hundió más a todos en el asombro.
-Discúlpenme. Soy María Bartolineti, aunque
todos me conocen como ‘La mujer barbuda que canta’. Trabajo en el circo
Pizarro que está en la plaza de toros. Les pido mil perdones. No pretendía
asustarles, pero me he subido a la silla para verles mejor y una de las patas
ha cedido a mi peso.
-Mi querida señorita, si quería vernos no tenía más que
entrar por la puerta y sentarse en una de las butacas de patio. –Le conminó el
director como queriendo quitarle hierro al asunto.
-No pretendía espiarles, pero como hoy no tenía
trabajo pensé que…
Y en ese instante la dama de rostro peludo inició un
torrente de lamentaciones sobre los serios problemas que el circo estaba
atravesando.
-El circo anda en las últimas –Dijo. –Sólo se consigue
actuar en pueblos pequeños y la miseria de este país hace que nuestros precios
baratos resulten un lujo. Algunos de los habitantes de las poblaciones que
visitamos no tienen ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca, por eso ¡cómo
van a pagar por vernos!
Con su voz melodiosa nos contó tantas penurias
ocurridas en su vida errante que las lágrimas comenzaron a asomar en los
rostros de los congregados a su alrededor y, de no haber sido por la rápida
intervención del director, aquello se habría convertido en una verdadera escena
melodramática.
-Queridísima señorita, no se preocupe tanto por la
situación económica de este país, pues poco a poco todo cambiará para darnos
más de una alegría. Ahora, si le parece bien, le acompaño hasta la plaza de
toros.
Pero aquella mujer de voz melodiosa y de aspecto
varonil no le hizo mucho caso y siguió hablando; contó que el propietario del
circo se había convertido en uno de los principales promotores para crear una
cooperativa actoral de todo tipo de espectáculos.
–El circo agoniza, señor Darqués, pero el director
Pizarro cree que si nos unimos todos los artistas seguro que conseguiremos salir
de esta crisis. –Afirmó la velluda artista.
-Los actores si se agrupan en cooperativas para
conseguir que les contraten conseguirán ganar un jornal digno al igual que lo
hacen los obreros de otros sectores y eso sería fabuloso. –Acertó Bartha a
decir que hasta ese instante se había mantenido callado y distante pendiente
sólo de su amada rusa.
-Sería una posible solución a muchos de nuestros
problemas. –Apuntó, desde el escenario, el empresario del teatro Ruzafa, el
señor Martí, que había seguido la evolución de la narración de la cantante
barbuda desde un ángulo discreto sin que nadie notase su presencia hasta ese
instante. –El problema está en que los empresarios no podemos contratar a todos
los actores, aunque formen parte de la misma cooperativa.
-Pero ¿por qué? Si a veces tenemos que interpretar
varios papeles en una misma representación porque no hay suficientes jornales
para actores y actrices. Eso significa más trabajo por el mismo sueldo.
Quien había formulado esa observación con gran tino
era Miguel Máñez que, en un segundo plano junto a su esposa Carlota, no se
había pronunciado hasta entonces.
-No entremos en discusiones. –Afirmó tajante Darqués.
–Será mejor que acompañemos a esta dama a la plaza de toros. Tengo ganas de
saludar a Salustiano Pizarro y comprobar si sigue tan majestuoso su circo como
lo recuerdo.
Y encabezados por Darqués todos sentimos curiosidad
por ver la carpa del Pizarro.
-¿Tú crees que tendrán fieras? –Me preguntó Batiste
que parecía entusiasmado con la idea de ver un circo.
No tuve tiempo de contestarle porque al cruzar el
zaguán del teatro una inmensa muchedumbre nos cortó el paso.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué hay tanta gente? –Le pregunté
inquieto a Carmen Caballero, la primera actriz de la compañía, que abrumada al
igual que nosotros se detuvo ante el gentío y un hombre, de cara angulosa y
poblada barba que se le acercó hasta ella gritándole:
- Bella Afrodita únete a nosotros que con tu hermosa
cara seremos más fuertes.
Aquel hombre, de rostro abominable, le besó en la
mejilla mientras le entregaba una octavilla. No se detuvo más porque detrás de
él un nutrido grupo avanzaba y entre ellos destacaban dos hombres que blandían
una pancarta con el lema: UNÁMONOS.
Me sentí desconcertado ante tanta agitación así que
tomé a Batiste de la mano para permanecer juntos en medio de aquella
muchedumbre. Darqués iba unos pasos por delante de nosotros y con el brazo hizo
un gesto a toda la compañía para que permaneciese unida dentro de aquella marea
de manifestantes.
En la plaza del ayuntamiento un improvisado entarimado
servía de plataforma para que varios oradores subieran a arengar a los
asistentes. Se trataba de discursos llenos de retórica teatral sobre el momento
crítico que se vivía entre las compañías artísticas de la ciudad de Valencia. A
pesar de que fueron muchos los que subieron y expusieron el problema, ninguno
parecía encontrar una solución eficaz para resolverlo.
-Lo que sobran son teatros ¡Qué se cierren!
Gritó alguien entre el público.
-Eso nunca, que hay familias que viven de los locales.
–Le contestó otra voz y un murmullo se elevó por toda la plaza.
Aquello tomaba visos de no llegar a ninguna parte
cuando, de improviso, vi, casi como un espejismo, en medio de la muchedumbre, a
mi hermano, Salvador Masobrer, y a Librada que nos hacían señas para que nos
acercásemos hasta ellos. Tanto Batiste como yo saltamos de alegría al verlos e
intentamos aproximarnos, pero debido a nuestra corta estatura el avance resultaba
imposible. Di unos cuantos empujones para lograr caminar unos pasos en su
dirección y así acortar distancias y cuando rozaba la mano de Librada, en ese
instante, se escucharon unos disparos que truncaron el ambiente festivo de la
manifestación por gritos junto con carreras fruto del pánico a lo desconocido.
Tanto Batiste como yo nos quedamos paralizados a merced de los empujones y
golpes que los manifestantes propinaban en sus desorientadas carreras. Aquella
desbandada nos habría aplastado de no haber sido por la rápida intervención de
Salvador que nos arrinconó bajo la fachada del edificio de Correos. Una
avalancha de asustados hombres y mujeres corrían en todas direcciones. Aquella
estampida duró pocos minutos, sin embargo, tuve la sensación de que fue una
eternidad. Batiste se abrazó a mí y yo, a su vez, a Salvador que, con su
cuerpo, también intentaba proteger a Librada. Cuando, por fin, parecía que las
carreras desorientadas cesaban, en el suelo quedó gente herida y magullada por
los golpes. Las voces alegres de los minutos previos se habían convertido en
gemidos de dolor. Miré a mi alrededor y entre los que gritaban reconocí a
Bartha que abrazaba a una mujer tumbada en la acera. Natasha Ivanoff estaba
inconsciente.
hola! muy bueno y detalladisimo tu relato, aun no nos explicamos como lo haces para lograr esta grandeza! gracias y saludosbuhos.
ResponderEliminarQueridas amigas
EliminarMuchas gracias por vuestras amables palabras. Este relato ha salido entre el exceso de trabajo y una lumbalgia, pero al final he podido colgarlo en mi muro. Espero que hayan disfrutado de su lectura. Un abrazo.
DE
ResponderEliminarmari carmen garcia franconetti ha dejado un nuevo comentario en su entrada "22 COOPERATIVA DE ACTORES":
Te envio mi más entusiasta enhorabuena por esta entrada. (Al leer eso de "lo que sobran son teatro9s, que los cierren), me dió un repeluz...
Gracias, queria Francisca.
Besos.
Querida Mari Carmen
EliminarNunca se me ocurriría pedir que cerrasen un teatro, pero debía dar un poco de dramatismo a la situación del momento que así era. Muchas gracias por leer y comentar mis relatos. Me das muchas ánimos para continuar. Un abrazo amiga.