viernes, 13 de octubre de 2017

23 LOS ÁNGELES DE CORREOS





Agobiado por el caos vivido en pocos minutos enmudecí y no fui capaz de reaccionar ante el torrente de súplicas del asustado Batiste que lloraba aterrado asido a mi pernera.
-Ya ha pasado todo. –Salvador nos reconfortó a ambos arropándonos entre sus brazos como queriendo quitarnos el miedo que se había adueñado de nuestra voluntad tras vivir aquella inexplicable estampida humana.
Librada mantuvo la serenidad durante los momentos de pánico y, una vez que las carreras y empujones terminaron, se soltó del abrazo protector de Salvador para ayudar a Bartha y a Darqués que se afanaban en atender a la inconsciente duquesa Ivanoff. El fuerte golpe recibido en la cabeza le había provocado una pequeña brecha en la frente de la que le manaba un gran chorro de sangre.
-Querida mía, por favor, Natasha, no me asustes más de lo que estoy. –Gimoteaba Edelmiro, con un hilo de voz, mientras le acariciaba las mejillas blancas como el alabastro. El solícito amante presionaba la herida con un pañuelo para contenerle la sangre. 
El director extrajo un frasco del bolsillo de su chaqueta y vertió unas gotas de un líquido oscuro, denso y de un fuerte olor alcanforado. Lo acercó hacia los labios pálidos de la rusa e instantáneamente un gemido surgió de la garganta de Natasha como señal de que volvía a la consciencia. Abrió los ojos. Dirigió su mirada desorientada hacia nosotros y dibujó una sonrisa en su cara. Fijó su mirada en el rostro preocupado de Bartha. Intentó hablar, pero sólo consiguió mover los labios sin llegar a articular ninguna palabra. Darqués guardó el frasco en su bolsillo y, con el halo de misterio que siempre le caracterizaba en cada una de sus actuaciones, volvió a atender a la herida como si no hubiese tenido nada que ver con su recuperación casi por arte de magia.
-¡No hables, querida! Conserva las fuerzas para reponerte. –Insistió Bartha.
Con sumo cuidado la levantó del suelo. Con pasos lentos subió la escalinata del palacete de correos. La entrada repleta por los manifestantes que se habían refugiado, empujados por el miedo, escasamente permitía el avance. Como pudimos nos acercamos a una de las paredes. Miré hacia el techo y me quedé atónito contemplando un artesonado repleto de sobres con dos alas. Daba la sensación de que aquellas cartas volaban por encima de nuestras cabezas como queriendo huir hacia su verdadero destino.
-Andreu mira qué lámparas más extrañas. –Señaló Batiste.
Se trataban de dos apliques de bronce con cuerpo de mujer y que en cada mano sostenían un farol y sobre su cabeza un tercero a modo de remate.
Cada vez se agolpaba más gente en la entrada. Continuábamos asustados y más si cabía por las continuas carreras y cargas de los guardias de asalto sobre los pocos manifestantes que permanecían aún en la plaza. La muchedumbre se agolpó sobre las puertas del palacete y, por fin, alguien logró abrir una de las puertas. Inmediatamente, la riada de gente despavorida penetró a su interior.  El gran patio oval, enlosado como si se tratase de un damero de ajedrez, se llenó de los asustados manifestantes que se replegaban en su interior a la espera de que la amenaza de ser golpeados o detenidos sucumbiese allí dentro.
-Andreu, buscad un poco de agua para poder mojarle los labios y la frente a Natasha. –Solicitó Bartha que la había trasladado a un de los laterales para evitar que le volviese a ocurrir algún nuevo accidente.
Miré hacia uno de los laterales y vi un aguamanil custodiado por un hombre con un extraño uniforme. Con algún que otro empujón y con la continua ventaja de mi escasa estatura conseguí acercarme hasta allí. Volví rápidamente con un pequeño recipiente de agua para que la duquesa pudiese beber un sorbo.
El griterío de voces de súplicas de ayuda y los quejidos de los magullados manifestantes componían un panorama de amargura y tristeza que se convirtieron en el real sonido del caos. Me senté junto a Batiste y Librada. Intenté abstraerme con la observación del salón oval cuya forma y belleza me parecieron lo más singular que había visto hasta el momento. Aquella sala de gran tamaño e iluminada por la luz del día me fascinó. Levanté la cabeza y vi un techo compuesto por infinidad de cristales de colores que representaban escudos unidos por la representación de unos sobres alados. Una estructura metálica conformaba aquella extraña figura hasta descansar sobre los arcos de un segundo piso. Bajé la mirada hacia el piso inferior y contemplé el bosque de columnas que lucían capiteles con los mismos motivos alados. Sobrecogido por aquella explosión de luz y de imágenes alusivas al correo postal me quedé absorto y por eso me sobresalté cuando noté una mano que se posaba sobre mi hombro.
-El escudo central es el de nuestra tierra. –Me indicó Salvador.
-Pues los otros son también muy bonitos. –Dijo Librada.
-Gran parte de esos cristales yo los coloqué mientras trabajaba en el interior de este edificio. –Afirmó, mi hermano, con cierto tono de orgullo.
-¿En serio? –Preguntaron, casi a la vez, Batiste y Librada.
Salvador se sintió halagado por nuestra curiosidad y con cierto tono de jactancia nos animó a que lo acompañásemos a una visita por su interior.
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-No podemos abandonar a Natasha. –Dije con un poco de desánimo ante lo que prometía ser una verdadera excursión hacia lo desconocido.
-Id con Salvador a ver el palacio de comunicaciones y correos. –Ordenó Darqués que estaba escuchándonos. –La señora duquesa ya se encuentra fuera de peligro y Edelmiro y yo la cuidaremos.
-Seguidme. –Corroboró Salvador las palabras del director.
Su paso firme nos guió hacia uno de los laterales donde, por unas escaleras, bajamos hasta encontrar una puerta de madera cerrada con llave Salvador extrajo una pequeña herramienta del bolsillo de su pantalón y con ella la abrió como si se tratase de la mismísima llave de aquella cerradura. Nos hizo pasar y tuvo la precaución de cerrar la puerta tras nosotros para evitar que nadie más nos siguiese.
El paso de tanta luz a una oscuridad propiciada por la estancia sin ventanas hizo que nos quedásemos parados esperando a que nuestra vista se adaptase a la penumbra. Salvador sacó la mecha con la que solía encenderse los cigarrillos y, con mano experta, encendió un pequeño candil de aceite que estaba junto a la puerta. La tenue luz bastó como para que pudiésemos ver una nueva escalera situada enfrente nuestra.
-Subid con cuidado que los escalones son un poco altos. –Nos advirtió Salvador.
La estrechez de la escalera nos proporcionó una sensación de que aquello no se terminaba nunca. Casi al instante, un haz de luz asomó por la ranura de otra puerta, similar a la que habíamos cruzado, y que nos cerraba el paso. Salvador abrió esta segunda puertecita con la misma habilidad que demostró con la primera y la luz intensa nos cegó. Ante nuestra atónita mirada se abrió una balconada compuesta de mármoles combinados con tonos desde el puro blanco hasta los más oscuros térreos. El suelo de ese primer patio no era de baldosas grandes como el del patio inferior, sino que estaba compuesto de pequeñísimas piezas que se combinaban hasta recrear formas de flores y jarrones.
-No os separéis de mí. –Nos advirtió Salvador que comprendió nuestra sorpresa ante aquellos suelos tan hermosos.
Caminamos pegados a él sin casi acercarnos a las barandillas diáfanas de hierro. Las voces de los instalados en aquella zona ensordecían nuestro curioso viaje y casi no nos dimos cuenta de la voz que nos llamó.
-Salvador y compañía ¿qué hacéis por aquí?
Quien nos interrogaba era nada más y nada menos que Carlos Somel acompañado por su tío Luis Sotomarch Somel.
Nos detuvimos ante su voz de requerimiento y me quedé asombrado cuando mi hermano se dirigió hasta ellos con gran naturalidad. Los tres se saludaron con un extraño gesto y, a continuación, fue mi hermano el que inició una cordial conversación con ambos.
Los tres nos quedamos atónitos escuchándole explicar, con la forma más locuaz y correcta, nuestra casual estancia en ese palacete. Nunca imaginé que mi hermano poseyese ese don de la palabra. De pronto un siseo detuvo las palabras de Salvador y todos nos volvimos hacia el lado de dónde provenía la llamada. Se trataba de la cantante barbuda que con gestos nos llamaba. Se encontraba en una puerta lateral no muy lejos de nosotros.
-Es María Bartolineti –Indicó Carlos Somel. 
Y con un gesto de su mano nos animó a acercarnos hasta ella.
-María es de confianza. –Reafirmó Salvador. –Ella terminará de haceros la visita mientras yo charlo con estos caballeros.
Me sorprendieron las palabras de mi hermano, más propias de un letrado que de un albañil como lo era él, sin embargo, no hice ninguna objeción a su mandato y me dirigí hacia la cantante que nos sonreía esperando nuestra llegada junto a ella.
-Mis queridos niños, acompañadme y os enseñaré los ángeles de la comunicación, pero para poderlos ver no sólo debéis creer en ellos, sino que necesitáis guardar el mayor de los silencios, pues, si los despertáis de su letargo pétreo, puede que se enfaden y dejen de emitir sus rayos telegráficos con los que envían los mensajes que tanto desea toda la humanidad.
La voz cantarina de aquella insólita mujer nos hipnotizó como si se tratase de una orden dada por uno de esos anunciados ángeles. Nos dirigimos tras sus pasos a una de las puertas que ella nos franqueó y al cruzarla nos encontramos frente a una cristalera que protegía a cinco figuras de piedra.
-Estas estatuas representan a los cinco continentes. ¿A que son hermosas?
-¿Por qué lleva una antorcha la del medio? –Preguntó intrigado Batiste que hasta entonces había permanecido callado.
-Representa al continente europeo y con la antorcha ilumina a los otros. A sus pies están el símbolo del telégrafo son esas dos ruedecitas unidas por un yunque. Las otras esculturas llevan mapas y pretenden enseñar que…
Pero no pudo terminar sus palabras porque se escuchó una voz que gritaba desde uno de los laterales.
La mujer barbuda hizo una seña para que guardásemos silencio. En el rincón más sombrío huimos de las posibles miradas de tres hombres vestidos con traje de chaqueta y sombrero que, ensimismados en su conversación, pasaron junto a nosotros sin vernos.
Una vea se alejaron, María Bartolineti, nos condujo por un angosto pasillo que desembocó en una escalera de caracol que subimos con gran rapidez. Al igual que había hecho mi hermano ella también abrió la puerta con tanta habilidad que casi pensamos que lo había hecho con los dedos y no con esa diminuta herramienta que hacía servir de llave maestra. Ante nosotros se abrió el cielo abierto y una hermosa cúpula adornada con lazos y guirnaldas que se encontraba rematada por un gran búcaro, sin embargo, lo que verdaderamente nos dejó boquiabiertos fueron las hermosas estatuas de los ángeles que portaban cartas y rayos en las manos.
-Como podéis ver éstos van a lomos de una locomotora y los otros en un navío. –Nos indicó Bartolineti. –Y Enfrente tenéis la torre de comunicaciones que cuando esté terminada será el mejor mirador que tenga esta plaza.
Aún no había terminado de pronunciar estas palabras cuando los tres hombres de traje que habíamos evitado minutos antes, asomaron encaramándose por la escalera de caracol de dicha torre metálica. Lo hacían a tal velocidad que daba la sensación de que volaban huyendo de los guardias de asalto que los perseguían.
-¡Alto! ¡Alto en nombre de la ley! –Gritó uno de guardias.
Pero la desesperada ascensión de aquellos hombres no obedecía a ninguna orden. Un disparo al aire pareció hacer más efecto que la voz de orden, pues los tres hombres se pararon en el acto y levantaron los brazos como señal de su rendición.
-No disparen. Bajamos.
Permanecimos angustiados alrededor de la cantante barbuda que tampoco decía nada a la espera de que nadie reparase en nosotros, sin embargo, esta vez, la suerte no nos acompañó.
-¿Qué hacéis ahí? –Nos preguntó, con tono áspero, uno de los guardias.
-Nada señor, sólo hemos subido a ver los ángeles. –Contestó con decisión la cantante.
-Venga, bajad si no queréis ver toda la corte celestial en este instante.
El tono amenazador y agresivo de aquel hombre nos asustó casi más que el sonido del tiro del fusil. Custodiados por el guardia y con la sombra de la carabina en nuestra espalda, llegamos hasta la planta baja donde aún permanecían algunos de los heridos que se habían refugiado allí.
Los tres hombres custodiados bajaban a unos pasos de nosotros. A su paso, los corrillos formados alrededor de los heridos se silenciaban y los miraban con preocupación. 
-Es Retall –Dijo un hombre que no pudo contener su miedo ante la presencia de aquel bandido cuya fama le precedía.
El bandido le miró fijamente y con una media sonrisa le contestó:
-El mismo que viste y calza, paleto.
Sus dos secuaces se rieron de su ocurrencia y eso provocó unos rumores que distrajeron levemente la atención de los guardias de asalto, instante que el bandido aprovechó para golpear en una de las rodillas a uno de los guardias y, a continuación, con la agilidad de un gato, le arrebató el fusil; con la culata del mismo le golpeó en la boca haciendo que la sangre brotase de sus labios.
-Quietos o disparo. –Gritó Retall a los otros guardias que se quedaron paralizados por la rapidez del delincuente.
El silencio se podía cortar en el ambiente.
-Venga, Ginés, coge lo nuestro y larguémonos de aquí.
El compinche saltó sobre uno de los guardias y forcejeó hasta quitarle un pequeño paquete. En la lucha entre ambos éste rodó por el suelo rompiéndose por uno de los ángulos y asomándose un puñado de monedas, que por el brillo que mostraron debían de ser de oro, saltaron sobre las baldosas.
-¡Imbécil! Recoge ese paquete y tú quietecito o te envío para el otro barrio con un tiro.
La situación era tensa y todos permanecían a la expectativa de aquel hombre malcarado y violento que siempre que aparecía en nuestras vidas era para sobresaltarnos hasta el pánico.
Los delincuentes lograron huir y todo el mundo pareció respirar ante su desaparición salvo nosotros que permanecíamos a la merced de los guardias y que nerviosos seguían apuntándonos como cómplices de Retall y sus secuaces.
-Y ahora nos explicaréis qué hacíais ahí arriba con la banda de este tipo. –Dijo el que parecía ser el de más graduación de los guardias.
-Nada, ellos no hacían nada, se lo aseguro y va a dejarlos en paz inmediatamente. –dijo, con tono autoritario, Darqués que se adelantó unos pasos hacia nosotros.
-¿Quién se cree usted que es para darme órdenes? –Dijo el guardia con tono agrio.
No hizo falta que contestase el director, porque en ese instante, Carlos Somel y Luis Sotomarch secundaron la orden del director haciendo que el guardia enmudeciese.
-Venga, vamos a perseguir a esos matones que se han llevado mi carabina. –Dijo a los otros intentando desaparecer de la escena tan comprometida que se había creado en ese instante.
Nos reunimos con Bartha y con la duquesa que recuperada del golpe se apoyaba en el brazo de su solícito acompañante. Como si fuésemos una comitiva nos dirigimos hacia la salida del hermoso palacete de correos. Ya nadie pensaba en la manifestación que nos había reunido a todos ni en el circo Pizarro que habíamos pretendido visitar, pues, ahora sólo queríamos regresar al teatro Ruzafa como nuestra morada y refugio.
-Vámonos al teatro. –Gritó Darqués que parecía leer nuestra mente cuando el fuerte sonido de un motor nos hizo levantar la cabeza y con asombro contemplamos el autogiro de Juan de la Cierva que sobrevolaba la plaza del ayuntamiento.

6 comentarios:

  1. que hermosos paseos nos deparan tus lecturas!!volamos con la imaginacion y nuestras alitas descansan confiadas, saludosbuhos.

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    1. Queridas amigas Sabri y Pitu,
      Espero que hayan disfrutado de la visita a ese palacete de mi ciudad. Muchas gracias por su lectura y comentario. Un abrazo.

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  2. De Juan López Gandía Me ha gustado mucho, Francisca.Está muy bien ese recorrido aventurero por el palacete de Correos y la aparición de Retall y sus compinches perseguidos por los guardias de asalto.Nos sumerges fácilmente en otro mundo cuya belleza describes muy bien y que seguro que mucho descubrinos ahora. Eso compensa con creces el que hayas dejado fuera de foco a la pobre Natasha,...

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    1. Pobre Natasha!!! Debe descansar después de tanta aventura. Celebro que te haya divertido el paseo por el edificio de correos. Me fascina y espero algún día poder subir al mirador.

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  3. De Pili Fernandez Coliflor
    Muy entretenido Francisca. Muy bonita visita al edificio.

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    1. Este relato salió a 'trompicones', pero, al menos, conseguí que saliese. Muchas gracias por la lectura y comentario.

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