Algunos veranos se hacen inolvidables por las crudezas de las
altas temperaturas, sin embargo, el de aquel año, lo recordaré siempre por las
maravillosas aventuras que viví durante su mes de agosto.
Todo comenzó el día en el que mi padre nos dijo que la casita
ya era habitable. Se trataba de una pequeña construcción con dos habitaciones,
un reducido comedor cocina y una chimenea. La había construido en el huerto de
mis abuelos situado a tres kilómetros de nuestro pueblo. La casita era muy
rudimentaria y con nada de valor, salvo el aljibe que servía para recoger las
aguas de las lluvias y que, como si de un manantial se tratase, nos permitiría
pasar unos días allí, en medio de los naranjos, lejos de la civilización.
A toda la familia le pareció estupenda la idea de mi padre de
pasar unos días allí, por eso, y sin pensarlo mucho, cargamos con nuestras
pertenencias y nos dirigimos hacia el huerto con la ilusión de estrenarla. En
aquel momento aún no teníamos coche y ni falta que nos hacía, decía mi padre,
pues él, con su buen sentido del orden, había construido un cajoncito de madera
que adaptado en la parte trasera de la bicicleta servía para transportar lo más
pesado. Mi madre ordenó en su interior los objetos más delicados para cocinar y
los platos, vasos, cubiertos, cazuelas y pucheros fueron los primeros en ser
llevados a tan veraniega estancia. A continuación, cada uno cargamos con
nuestros efectos personales y salimos al camino que nos llevaba a la pequeña
finca. Los recuerdos que guardo de la caminata son los retazos de las canciones
que me madre nos cantó a mi hermana y a mí para hacernos el camino más
llevadero.
¿Cuántas estrellitas hay en el cielo?
¿Dónde están que no las veo?
¡Míralas! ¡Míralas!
Durante la caminata nos acompañaron las risas, además de los
deseos de disfrutar de los días largos y calurosos de vacaciones que nos
esperaban en medio del huerto de naranjos. Aquella casita, con escasas comodidades
y entrañables significados familiares, se convirtió en uno de los lugares más
gozosos que una pueda imaginar.
Nada más llegar, mi madre preparó la comida y sentados, bajo
la sombra que proyectaba una de las paredes de casa y la saboreamos como si se tratase
del manjar más extraordinario del mundo. Poco después comenzaron las aventuras
de aquel verano inolvidable.
-Ahora debemos hacer una visita de cortesía a nuestros
vecinos. –Dijo mi padre mientras terminábamos los postres.
-¿Vecinos? –Exclamé soprendida. –Pero si estamos en medio del
campo. Aquí no vive nadie.
Salimos a la carretera y justo enfrente había un ancho camino
de tierra que conducía hacia una gran casa.
-Esta es la masía del Palmarer y hace poco que ha llegado una
nueva familia. –Nos explicó mi padre. –El amo ha buscado un nuevo guardés.
Nunca había escuchado esa palabra. ¿Qué significaría? Mi
hermana y yo se lo preguntamos con gran curiosidad.
-Enrique es el nuevo guardés de la masía. –Nos explicó mi
padre. –Él se encarga de controlar la finca y sus empleados. Se ha trasladado
hasta aquí con toda su familia. Vamos y os los presentaré.
Mi padre se acercó a la puerta de la casa que permanecía
abierta y gritó el nombre de ambos:
-Teresa, Enrique ¿estáis en casa?
Al instante apareció una mujer morena de tez cetrina
que sonrió a mi padre y a nosotras dos. Se acercó hasta mí y rozó mi mejilla
con sus dedos.
-¿Eres la pequeña, verdad? –Me preguntó.
Noté unas gotas de agua que resbalaron por mi cara con su
caricia, por lo que, instintivamente, me las sequé. Sentí un poco de vergüenza
por el acto reflejo que había hecho que semejaba ser un desprecio a su
amabilidad. Me refugié detrás de mi padre para intentar esconderme de aquella
mujer que no dejaba de sonreírme.
-Creo que te he mojado la cara sin querer. –Se disculpó.
–Estaba terminando de fregar los platos. Pero no te escondas detrás de tu
padre. –Insistió la solícita mujer. –Tú y yo nos haremos muy amigas y, seguro
que también lo serás de mis hijos ¿verdad?
Mi padre me empujó para que saliese de mi improvisado
escondite detrás de él y me acercó hasta
aquella mujer morena que también le dedicó unas palabras a mi hermana, mucho
más decidida que yo y que le correspondió a su cariñosa acogida.
-Estoy segura que este verano lo pasaréis de maravilla con mis
hijos. –Dijo con un tono de voz que, en ese momento, me pareció muy grave.
Poco después salió su esposo, el guardés, que, al contrario
que su mujer tenía el pelo tan rubio que casi semejaba ser blanco.
-Hola Enrique, estas son mis pequeñas. –Nos presentó mi padre.
Aquel hombre, me pareció la persona más alta que había visto
en mi vida. Masculló unas pocas palabras y se alejó de nosotros al instante.
Fue en ese instante, mientras aquella mujer intentaba vencer
mi timidez con palabras amables cuando unas risas captaron la atención de todos.
-Yo he cogido más que tú. ¡Míralo!
-No, no es verdad, yo tenía más, pero me los he comido antes
y por eso ahora parece que tenga menos.
Se trataba de dos niños que jugaban debajo de un árbol.
-¡José Enrique! ¡Marcos! –les llamó la mujer. –Venid que os
voy a presentar a unas nuevas amigas.
Los dos niños, muy obedientes, se acercaron ante el
requerimiento de su madre. Ambos eran muy rubios. Debían de tener mi misma
edad, aunque me parecieron más pequeños que yo.
-Mira que gínjol más grande he recogido. –Le mostró el mayor
a su madre.
Debí de poner una cara de sorpresa muy expresiva porque todos
me miraron y sonrieron ante mi asombro.
-Dáselo. –Le ordenó su madre.
A José Enrique no le gustó mucho la idea de regalarme su
mejor trofeo, sin embargo, obedeció y me lo ofreció.
-No, gracias –Le respondí. –No lo quiero.
-Es muy sabroso. –Se apresuró a afirmar su hermano Marcos.
–Hay que saborearlo como si fuese un caramelo. Ven y te enseñaré donde hay más.
Y sin esperar una respuesta me tomó de la mano y me llevó
hacia el majestuoso árbol que daba esos extraños y exóticos frutos.
Marcos se subió a un murete que había debajo del árbol y tiró
de una de las ramas con la esperanza de lograr que algunos se desprendiesen con
sus embates, pero ninguna de aquellas drupas cayó al suelo ante sus insistentes
tirones.
-No seas impaciente. Hasta que no sea finales de agosto no
madurarán. –Dijo su madre con tono conciliador.
Desalentado, Marcos, se sentó en el murete y con un mohín
mostró su disgusto y rabia ante la impotencia de conseguir un deseado gínjol
maduro. En ese instante, me pareció la persona más triste del mundo por lo que
tuve el impulso de vencer su pena de la única forma que sabía hacerlo. Me senté
a su lado en silencio. No sabía qué decirle. Levanté la cabeza y fijé mi mirada
en las ramas de aquel extraño y esplendoroso árbol que nos guarecía. Era el
árbol más bonito del mundo. Un viento fresco movió las ramas y sus hojas
lanceoladas sonaron con tal musicalidad que semejaron el canto de algún ave.
-Seguro que os cansaréis de comer todos los gínjols que este
hermoso árbol os dé. –Le aseguró mi padre al ver lo triste que se encontraba el
pequeño. –Pero tendréis que esperar unas cuantas semanas más. Ahora lo que
podemos hacer es dar un paseo.
Y como si hubiese dicho alguna palabra mágica el enfado de
Marcos, por no encontrar los frutos maduros, se le pasó al momento. Brincó del
murete y tendiéndome la mano me animó a seguirle.
Aquella noche, durante la cena, no dejé de hablar de lo
impresionante que era aquel árbol llamado ginjoler. Mis padres me escuchaban
sonrientes y mi hermana me advirtió que me dejase de cháchara y que comiese más
rápido porque, de no hacerlo, se me llenaría el plato de bichos, pues nos alumbrábamos
con un farolillo que atraía a los insectos voladores. Lejos de asustarme me divertían
sus ruidosos zumbidos y torpes revoloteos alrededor nuestro. Su empeño por
alcanzar la luz les hacía caer.
A partir de ese día, tras el desayuno, mi hermana y yo corríamos
a la masía en busca de nuestros nuevos amigos. José Enrique y Marcos siempre
estaban debajo del ginjoler jugando. A los cuatro nos gustaba explorar la finca
así que dábamos unas carreras alrededor de la gran casa y, a continuación, nos
bañábamos en la acequia de riego. Aquella agua que discurría por la
canalización saciaba la sed de los naranjos y también nos servía para
refrescarnos en las horas que más apretaba el sol. Una de las cosas que más nos
divertía era perseguir a las ranas que distraídas se dejaban arrastrar por la
corriente que se creaba en aquella fresca agua. Todos los días había una nueva
aventura que afrontar. Cada tarde nos sentábamos debajo del ginjoler para
contemplar sus frutos, que día a día maduraban en sus flexibles ramas.
Transcurrieron los días de agosto casi sin darnos cuenta y
con él nuestras vacaciones en la huerta. A mi padre se le habían terminado las
vacaciones. Debía regresar al trabajo y con él toda la familia debería volver a
casa.
-El ginjoler ya tiene frutos muy maduros. –Nos dijo Teresa,
la esposa del guardés. –Esta tarde los recogeremos entre todos para saborearlos.
La recolección de aquellas drupas maduras se convirtió en una
especie de ceremonia y preludio de nuestra despedida del verano. Marcos y yo
nos dedicábamos a amontonar los que caían al suelo, mientras mi hermana y José
Enrique tiraban de las ramas con gran energía. Nuestros padres nos miraban con
cara de satisfacción al ver la alegría que mostrábamos al recoger aquellas
drupas que nos prometían hacer las delicias del postre de la cena de despedida.
Aquella noche las dos familias cenamos bajo el ginjoler. Los más pequeños
deseábamos comernos aquellos frutos, aunque tampoco éramos conscientes de que
su madurez significaba que el verano se había terminado.
Nos despedimos con la idea de volvernos a ver muy pronto.
-El próximo verano seguro que el ginjoler nos da más frutos.
–Dijo entusiasmado Marcos. –Mi padre me ha prometido que lo regará más y se
harán más grandes.
Pero no hubo un próximo verano, pues la familia de guardeses
se trasladó y ya no volvimos a vernos nunca más.
Pasó mucho tiempo. Crecí y casi olvidé aquel hermoso verano
hasta que, en mi primer curso de universitaria, algo me hizo recordarlo. Los primeros días de clase me sentía abrumada
por lo que suponía estar allí. Todo parecía resultarme más difícil y complicado
de lo que imaginaba, por lo que casi no tenía tiempo de disfrutar de todo lo
nuevo que aprendía.
Un día, el profesor de botánica, nos habló del azufaifo.
Según nos dijo se trataba de un arbusto espinoso que sólo podía alcanzar entre
dos o tres metros de altura como máximo. Describió su tallo de corteza lisa que
tenía un característico color ceniza. A continuación, dio detalles de sus hojas
simples, ovaladas, lampiñas, de un color brillante muy peculiar y de sus flores
que dijo eran amarillas diminutas, de unos 4 milímetros y en forma de estrella.
Por último, detalló cómo era su fruto en forma de drupa.
-Su aspecto, muy parecido al fruto de olivo, puede crear
alguna confusión, no obstante, cuando madura vira del color verde intenso a un
rojo oscuro.
Dejé de escribir y escuché al profesor con atención. A mi
memoria regresó aquel verano de mi infancia lleno de hermosos recuerdos que pensaba
que casi había olvidado. Y a pesar de mi tremenda timidez, me decidí a levantar
la mano y me atreví a preguntarle:
-Disculpe, profesor ¿podría decirnos cómo se llama ese
arbusto en valenciano?
-Por supuesto que sí, señorita. Se llama ginjoler ¿lo conoce
usted?
Toda la clase me miró. Noté como el rubor me subía a la cara,
pero y a pesar de mi vergüenza juvenil le respondí:
A lo que el profesor repuso:
-Entonces ese ejemplar tendrá más de cien años. ¡Las cosas
que nos contaría si pudiese hablar!
Todos rieron la ocurrencia del profesor.
Han pasado más de treinta años de aquello. Pensé que nunca
más volvería a ver el ginjoler de mi infancia, pero esta tarde, por casualidad,
he entrado en la finca del Palmarer. Ya no es de los mismos propietarios. La
masía se encuentra medio derruida, sin embargo, una de las pocas cosas que
permanecen en buen estado es el murete donde Marcos y yo nos sentábamos aquel
verano. Al igual que aquel lejano día de mi niñez, hoy me he sentado y he
observado la sombra que el enhiesto ginjoler proyectaba. Una ráfaga de viento
fresco me ha envuelto como queriendo cobijarme y, a pesar de que aún no es verano,
he mirado sus ramas con la esperanza de encontrar algún gínjol maduro.
Precioso, querida amiga. Me ha emocionado que la historia venga de lejos y tenga la savia y la vitalidad del azufaifo-ginjoler.
ResponderEliminarQuerida Anne:
EliminarLos sentimientos se esconden en los repliegues de la memoria y despiertan en el momento menos esperado. La pequeña historia del ginjoler que ganó su permanencia gracias a Isabel Núñez me llevó a mi pasado. Te lo agradezco mucho, así como tú lectura y comentario para mí tan valioso. Un abrazo.