viernes, 16 de noviembre de 2018

EL GINJOLER



Algunos veranos se hacen inolvidables por las crudezas de las altas temperaturas, sin embargo, el de aquel año, lo recordaré siempre por las maravillosas aventuras que viví durante su mes de agosto.
Todo comenzó el día en el que mi padre nos dijo que la casita ya era habitable. Se trataba de una pequeña construcción con dos habitaciones, un reducido comedor cocina y una chimenea. La había construido en el huerto de mis abuelos situado a tres kilómetros de nuestro pueblo. La casita era muy rudimentaria y con nada de valor, salvo el aljibe que servía para recoger las aguas de las lluvias y que, como si de un manantial se tratase, nos permitiría pasar unos días allí, en medio de los naranjos, lejos de la civilización.
A toda la familia le pareció estupenda la idea de mi padre de pasar unos días allí, por eso, y sin pensarlo mucho, cargamos con nuestras pertenencias y nos dirigimos hacia el huerto con la ilusión de estrenarla. En aquel momento aún no teníamos coche y ni falta que nos hacía, decía mi padre, pues él, con su buen sentido del orden, había construido un cajoncito de madera que adaptado en la parte trasera de la bicicleta servía para transportar lo más pesado. Mi madre ordenó en su interior los objetos más delicados para cocinar y los platos, vasos, cubiertos, cazuelas y pucheros fueron los primeros en ser llevados a tan veraniega estancia. A continuación, cada uno cargamos con nuestros efectos personales y salimos al camino que nos llevaba a la pequeña finca. Los recuerdos que guardo de la caminata son los retazos de las canciones que me madre nos cantó a mi hermana y a mí para hacernos el camino más llevadero.
¿Cuántas estrellitas hay en el cielo?
¿Dónde están que no las veo?
¡Míralas! ¡Míralas!
Durante la caminata nos acompañaron las risas, además de los deseos de disfrutar de los días largos y calurosos de vacaciones que nos esperaban en medio del huerto de naranjos. Aquella casita, con escasas comodidades y entrañables significados familiares, se convirtió en uno de los lugares más gozosos que una pueda imaginar.
Nada más llegar, mi madre preparó la comida y sentados, bajo la sombra que proyectaba una de las paredes de casa y la saboreamos como si se tratase del manjar más extraordinario del mundo. Poco después comenzaron las aventuras de aquel verano inolvidable.
-Ahora debemos hacer una visita de cortesía a nuestros vecinos. –Dijo mi padre mientras terminábamos los postres.
-¿Vecinos? –Exclamé soprendida. –Pero si estamos en medio del campo. Aquí no vive nadie.
Salimos a la carretera y justo enfrente había un ancho camino de tierra que conducía hacia una gran casa.
-Esta es la masía del Palmarer y hace poco que ha llegado una nueva familia. –Nos explicó mi padre. –El amo ha buscado un nuevo guardés.
Nunca había escuchado esa palabra. ¿Qué significaría? Mi hermana y yo se lo preguntamos con gran curiosidad.
-Enrique es el nuevo guardés de la masía. –Nos explicó mi padre. –Él se encarga de controlar la finca y sus empleados. Se ha trasladado hasta aquí con toda su familia. Vamos y os los presentaré.
Mi padre se acercó a la puerta de la casa que permanecía abierta y gritó el nombre de ambos:
-Teresa, Enrique ¿estáis en casa?
 Al instante apareció una mujer morena de tez cetrina que sonrió a mi padre y a nosotras dos. Se acercó hasta mí y rozó mi mejilla con sus dedos.
-¿Eres la pequeña, verdad? –Me preguntó.
Noté unas gotas de agua que resbalaron por mi cara con su caricia, por lo que, instintivamente, me las sequé. Sentí un poco de vergüenza por el acto reflejo que había hecho que semejaba ser un desprecio a su amabilidad. Me refugié detrás de mi padre para intentar esconderme de aquella mujer que no dejaba de sonreírme.
-Creo que te he mojado la cara sin querer. –Se disculpó. –Estaba terminando de fregar los platos. Pero no te escondas detrás de tu padre. –Insistió la solícita mujer. –Tú y yo nos haremos muy amigas y, seguro que también lo serás de mis hijos ¿verdad?
Mi padre me empujó para que saliese de mi improvisado escondite detrás de él  y me acercó hasta aquella mujer morena que también le dedicó unas palabras a mi hermana, mucho más decidida que yo y que le correspondió a su cariñosa acogida.
-Estoy segura que este verano lo pasaréis de maravilla con mis hijos. –Dijo con un tono de voz que, en ese momento, me pareció muy grave.
Poco después salió su esposo, el guardés, que, al contrario que su mujer tenía el pelo tan rubio que casi semejaba ser blanco.
-Hola Enrique, estas son mis pequeñas. –Nos presentó mi padre.
Aquel hombre, me pareció la persona más alta que había visto en mi vida. Masculló unas pocas palabras y se alejó de nosotros al instante.
Fue en ese instante, mientras aquella mujer intentaba vencer mi timidez con palabras amables cuando unas risas captaron la atención de todos.
-Yo he cogido más que tú. ¡Míralo!
-No, no es verdad, yo tenía más, pero me los he comido antes y por eso ahora parece que tenga menos.
Se trataba de dos niños que jugaban debajo de un árbol.
-¡José Enrique! ¡Marcos! –les llamó la mujer. –Venid que os voy a presentar a unas nuevas amigas.
Los dos niños, muy obedientes, se acercaron ante el requerimiento de su madre. Ambos eran muy rubios. Debían de tener mi misma edad, aunque me parecieron más pequeños que yo.
-Mira que gínjol más grande he recogido. –Le mostró el mayor a su madre.
Debí de poner una cara de sorpresa muy expresiva porque todos me miraron y sonrieron ante mi asombro.
-Dáselo. –Le ordenó su madre.
A José Enrique no le gustó mucho la idea de regalarme su mejor trofeo, sin embargo, obedeció y me lo ofreció.
-No, gracias –Le respondí. –No lo quiero.
-Es muy sabroso. –Se apresuró a afirmar su hermano Marcos. –Hay que saborearlo como si fuese un caramelo. Ven y te enseñaré donde hay más.
Y sin esperar una respuesta me tomó de la mano y me llevó hacia el majestuoso árbol que daba esos extraños y exóticos frutos.
Marcos se subió a un murete que había debajo del árbol y tiró de una de las ramas con la esperanza de lograr que algunos se desprendiesen con sus embates, pero ninguna de aquellas drupas cayó al suelo ante sus insistentes tirones.
-No seas impaciente. Hasta que no sea finales de agosto no madurarán. –Dijo su madre con tono conciliador.
Desalentado, Marcos, se sentó en el murete y con un mohín mostró su disgusto y rabia ante la impotencia de conseguir un deseado gínjol maduro. En ese instante, me pareció la persona más triste del mundo por lo que tuve el impulso de vencer su pena de la única forma que sabía hacerlo. Me senté a su lado en silencio. No sabía qué decirle. Levanté la cabeza y fijé mi mirada en las ramas de aquel extraño y esplendoroso árbol que nos guarecía. Era el árbol más bonito del mundo. Un viento fresco movió las ramas y sus hojas lanceoladas sonaron con tal musicalidad que semejaron el canto de algún ave.
-Seguro que os cansaréis de comer todos los gínjols que este hermoso árbol os dé. –Le aseguró mi padre al ver lo triste que se encontraba el pequeño. –Pero tendréis que esperar unas cuantas semanas más. Ahora lo que podemos hacer es dar un paseo.
Y como si hubiese dicho alguna palabra mágica el enfado de Marcos, por no encontrar los frutos maduros, se le pasó al momento. Brincó del murete y tendiéndome la mano me animó a seguirle.
Aquella noche, durante la cena, no dejé de hablar de lo impresionante que era aquel árbol llamado ginjoler. Mis padres me escuchaban sonrientes y mi hermana me advirtió que me dejase de cháchara y que comiese más rápido porque, de no hacerlo, se me llenaría el plato de bichos, pues nos alumbrábamos con un farolillo que atraía a los insectos voladores. Lejos de asustarme me divertían sus ruidosos zumbidos y torpes revoloteos alrededor nuestro. Su empeño por alcanzar la luz les hacía caer.
A partir de ese día, tras el desayuno, mi hermana y yo corríamos a la masía en busca de nuestros nuevos amigos. José Enrique y Marcos siempre estaban debajo del ginjoler jugando. A los cuatro nos gustaba explorar la finca así que dábamos unas carreras alrededor de la gran casa y, a continuación, nos bañábamos en la acequia de riego. Aquella agua que discurría por la canalización saciaba la sed de los naranjos y también nos servía para refrescarnos en las horas que más apretaba el sol. Una de las cosas que más nos divertía era perseguir a las ranas que distraídas se dejaban arrastrar por la corriente que se creaba en aquella fresca agua. Todos los días había una nueva aventura que afrontar. Cada tarde nos sentábamos debajo del ginjoler para contemplar sus frutos, que día a día maduraban en sus flexibles ramas.
Transcurrieron los días de agosto casi sin darnos cuenta y con él nuestras vacaciones en la huerta. A mi padre se le habían terminado las vacaciones. Debía regresar al trabajo y con él toda la familia debería volver a casa.
-El ginjoler ya tiene frutos muy maduros. –Nos dijo Teresa, la esposa del guardés. –Esta tarde los recogeremos entre todos para saborearlos.
La recolección de aquellas drupas maduras se convirtió en una especie de ceremonia y preludio de nuestra despedida del verano. Marcos y yo nos dedicábamos a amontonar los que caían al suelo, mientras mi hermana y José Enrique tiraban de las ramas con gran energía. Nuestros padres nos miraban con cara de satisfacción al ver la alegría que mostrábamos al recoger aquellas drupas que nos prometían hacer las delicias del postre de la cena de despedida. Aquella noche las dos familias cenamos bajo el ginjoler. Los más pequeños deseábamos comernos aquellos frutos, aunque tampoco éramos conscientes de que su madurez significaba que el verano se había terminado.
Nos despedimos con la idea de volvernos a ver muy pronto.
-El próximo verano seguro que el ginjoler nos da más frutos. –Dijo entusiasmado Marcos. –Mi padre me ha prometido que lo regará más y se harán más grandes.
Pero no hubo un próximo verano, pues la familia de guardeses se trasladó y ya no volvimos a vernos nunca más.
Pasó mucho tiempo. Crecí y casi olvidé aquel hermoso verano hasta que, en mi primer curso de universitaria, algo me hizo recordarlo.  Los primeros días de clase me sentía abrumada por lo que suponía estar allí. Todo parecía resultarme más difícil y complicado de lo que imaginaba, por lo que casi no tenía tiempo de disfrutar de todo lo nuevo que aprendía.
Un día, el profesor de botánica, nos habló del azufaifo. Según nos dijo se trataba de un arbusto espinoso que sólo podía alcanzar entre dos o tres metros de altura como máximo. Describió su tallo de corteza lisa que tenía un característico color ceniza. A continuación, dio detalles de sus hojas simples, ovaladas, lampiñas, de un color brillante muy peculiar y de sus flores que dijo eran amarillas diminutas, de unos 4 milímetros y en forma de estrella. Por último, detalló cómo era su fruto en forma de drupa.
-Su aspecto, muy parecido al fruto de olivo, puede crear alguna confusión, no obstante, cuando madura vira del color verde intenso a un rojo oscuro.
Dejé de escribir y escuché al profesor con atención. A mi memoria regresó aquel verano de mi infancia lleno de hermosos recuerdos que pensaba que casi había olvidado. Y a pesar de mi tremenda timidez, me decidí a levantar la mano y me atreví a preguntarle:
-Disculpe, profesor ¿podría decirnos cómo se llama ese arbusto en valenciano?
-Por supuesto que sí, señorita. Se llama ginjoler ¿lo conoce usted?
Toda la clase me miró. Noté como el rubor me subía a la cara, pero y a pesar de mi vergüenza juvenil le respondí:
-Sí, claro que sí, pero el que yo conozco tiene un gran porte majestuoso.
A lo que el profesor repuso:
-Entonces ese ejemplar tendrá más de cien años. ¡Las cosas que nos contaría si pudiese hablar!
Todos rieron la ocurrencia del profesor.
Han pasado más de treinta años de aquello. Pensé que nunca más volvería a ver el ginjoler de mi infancia, pero esta tarde, por casualidad, he entrado en la finca del Palmarer. Ya no es de los mismos propietarios. La masía se encuentra medio derruida, sin embargo, una de las pocas cosas que permanecen en buen estado es el murete donde Marcos y yo nos sentábamos aquel verano. Al igual que aquel lejano día de mi niñez, hoy me he sentado y he observado la sombra que el enhiesto ginjoler proyectaba. Una ráfaga de viento fresco me ha envuelto como queriendo cobijarme y, a pesar de que aún no es verano, he mirado sus ramas con la esperanza de encontrar algún gínjol maduro.





2 comentarios:

  1. Precioso, querida amiga. Me ha emocionado que la historia venga de lejos y tenga la savia y la vitalidad del azufaifo-ginjoler.

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    1. Querida Anne:
      Los sentimientos se esconden en los repliegues de la memoria y despiertan en el momento menos esperado. La pequeña historia del ginjoler que ganó su permanencia gracias a Isabel Núñez me llevó a mi pasado. Te lo agradezco mucho, así como tú lectura y comentario para mí tan valioso. Un abrazo.

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