martes, 4 de junio de 2019

BROMA MATINAL PROVOCADA POR LA MÚSICA DE ISAAC ALBÉNIZ

Mis tripas protestaban por la abstinencia de más de dos días. Necesitaba llevarme algo a la boca lo antes posible si no quería desmayarme. Miré a mi alrededor, pero no encontré nada. Me senté en la acera. Esperé a que apareciese alguien para pedirle una caridad. Ni sé los minutos que pasaron. La calle estaba desierta. ¿Dónde estaba la gente? Tuve la sensación de encontrarme en un pueblo fantasma. Comencé a preocuparme. Posiblemente el hambre me había jugado una mala pasada y, a esas alturas, quizás ya estaba muerto sin ser consciente de ello. Preocupado por mi corporeidad casi no había escuchado la música que salía de uno de los locales. Dejé de pensar en mis tripas y en mi existencia. Agudicé el oído. Efectivamente, una hermosa melodía provenía de la casona grande que había en el centro de la calle. Me acerqué para poder escucharla mejor. Las puertas estaban abiertas. En el salón central no cabía ni un alma más. Creo que se encontraban todos los habitantes de la ciudad allí. En el centro había un piano de cola. Un muchacho interpretaba una melodía que parecía extasiar a los asistentes. Me senté en un rincón. Observé a los espectadores que permanecían absortos en la interpretación del músico. De pronto vi que había una gran tarta en una de las mesas. Mis tripas reclamaron lo que consideraban suyo. Con sigilo, me levanté. Casi a gatas me deslicé hacia donde se encontraba el deseado manjar. Una de las porciones parecía pedirme que la comiese. No lo dudé. Alargué la mano. La tomé. Volví a mi rincón para poder engullirla con cautela. La dulce tarta me pareció el manjar más exquisito que había probado en tiempos. Lo tragué con ansia. Me supo a poco. Deseoso de tomar un nuevo trozo me incorporé para volver a repetir la operación. Ya andaba a gatas cuando, el joven pianista, finalizó la pieza. Todos los asistentes se levantaron al unísono. Aplaudían y vitoreaban con ‘bravos’ al músico. Éste se incorporó de la banqueta. Realizó varios saludos a sus admiradores. A continuación, hizo un gesto con las manos para poder hablarles. Los aplausos fueron cesando poco a poco.
-Muchas gracias, estimado público. Les agradezco infinitamente sus cariñosos aplausos. Para mí es un gran placer interpretar mi música en su ciudad. Pero como no sólo de arte vive el músico, espero que paguen mi interpretación.
Los asistentes rieron el gracejo de las palabras del joven intérprete.
-Son ustedes muy amables. Ahora, mi asistente, les recogerá su aportación.
Y sin saber ni cómo y de qué manera vi que todos me miraban con curiosidad.
-¡Anda! No te quedes ahí parado. –Me gritó el pianista. –Toma el sombrero y recoge las monedas.
Hice lo que me ordenó el pianista. Recorrí el salón. No dejé que se escapase ni uno en depositar un billete o moneda.
Poco a poco se fue desalojando el salón. Cuando se fueron todos miré el interior del sombrero. Se encontraba repleto de monedas y billetes doblados.
-No ha estado mal la función de hoy ¿verdad?
El pianista se encontraba a mis espaldas. Me di la vuelta. Le miré a la cara. Aquel virtuoso del piano supuse que tendría mi edad. Debió de leer la sorpresa en mi cara.
-No, no te preocupes. No voy a descontarte el trozo de mi tarta que te has comido. Recoge lo que queda. Nos la llevaremos al hotel.
No podía salir de mi asombro. Aquel muchacho me trataba como si fuese su colega.
-¡Venga! ¡Espabila! Me habías parecido más avispado cuando estabas gateando por debajo de la mesa.
Aturdido balbuceé una pregunta porque cuándo y cómo me había podido observarme si parecía ensimismado al piano.
-¡Ah! Se nota que no me conoces. –Se rio de mí. –Creo que tú y yo seremos socios. Será mejor que nos presentemos. Me llamo Isaac Albéniz.
Me tendió una mano. La estreché.
A partir de ese instante comenzó nuestra aventura por las ciudades de España.

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