Mis tripas protestaban por la
abstinencia de más de dos días. Necesitaba llevarme algo a la boca lo antes
posible si no quería desmayarme. Miré a mi alrededor, pero no encontré nada. Me
senté en la acera. Esperé a que apareciese alguien para pedirle una caridad. Ni
sé los minutos que pasaron. La calle estaba desierta. ¿Dónde estaba la gente?
Tuve la sensación de encontrarme en un pueblo fantasma. Comencé a preocuparme.
Posiblemente el hambre me había jugado una mala pasada y, a esas alturas, quizás
ya estaba muerto sin ser consciente de ello. Preocupado por mi corporeidad casi
no había escuchado la música que salía de uno de los locales. Dejé de pensar en
mis tripas y en mi existencia. Agudicé el oído. Efectivamente, una hermosa
melodía provenía de la casona grande que había en el centro de la calle. Me
acerqué para poder escucharla mejor. Las puertas estaban abiertas. En el salón
central no cabía ni un alma más. Creo que se encontraban todos los habitantes
de la ciudad allí. En el centro había un piano de cola. Un muchacho
interpretaba una melodía que parecía extasiar a los asistentes. Me senté en un
rincón. Observé a los espectadores que permanecían absortos en la
interpretación del músico. De pronto vi que había una gran tarta en una de las
mesas. Mis tripas reclamaron lo que consideraban suyo. Con sigilo, me levanté.
Casi a gatas me deslicé hacia donde se encontraba el deseado manjar. Una de las
porciones parecía pedirme que la comiese. No lo dudé. Alargué la mano. La tomé.
Volví a mi rincón para poder engullirla con cautela. La dulce tarta me pareció
el manjar más exquisito que había probado en tiempos. Lo tragué con ansia. Me supo
a poco. Deseoso de tomar un nuevo trozo me incorporé para volver a repetir la
operación. Ya andaba a gatas cuando, el joven pianista, finalizó la pieza. Todos
los asistentes se levantaron al unísono. Aplaudían y vitoreaban con ‘bravos’ al
músico. Éste se incorporó de la banqueta. Realizó varios saludos a sus
admiradores. A continuación, hizo un gesto con las manos para poder hablarles.
Los aplausos fueron cesando poco a poco.
-Muchas gracias, estimado
público. Les agradezco infinitamente sus cariñosos aplausos. Para mí es un gran
placer interpretar mi música en su ciudad. Pero como no sólo de arte vive el
músico, espero que paguen mi interpretación.
-Son ustedes muy amables. Ahora,
mi asistente, les recogerá su aportación.
Y sin saber ni cómo y de qué
manera vi que todos me miraban con curiosidad.
-¡Anda! No te quedes ahí parado.
–Me gritó el pianista. –Toma el sombrero y recoge las monedas.
Hice lo que me ordenó el
pianista. Recorrí el salón. No dejé que se escapase ni uno en depositar un
billete o moneda.
Poco a poco se fue desalojando
el salón. Cuando se fueron todos miré el interior del sombrero. Se encontraba
repleto de monedas y billetes doblados.
-No ha estado mal la función de
hoy ¿verdad?
El pianista se encontraba a mis
espaldas. Me di la vuelta. Le miré a la cara. Aquel virtuoso del piano supuse
que tendría mi edad. Debió de leer la sorpresa en mi cara.
-No, no te preocupes. No voy a
descontarte el trozo de mi tarta que te has comido. Recoge lo que queda. Nos la
llevaremos al hotel.
No podía salir de mi asombro.
Aquel muchacho me trataba como si fuese su colega.
-¡Venga! ¡Espabila! Me habías
parecido más avispado cuando estabas gateando por debajo de la mesa.
Aturdido balbuceé una pregunta
porque cuándo y cómo me había podido observarme si parecía ensimismado al
piano.
-¡Ah! Se nota que no me conoces.
–Se rio de mí. –Creo que tú y yo seremos socios. Será mejor que nos
presentemos. Me llamo Isaac Albéniz.
Me tendió una mano. La estreché.
A partir de ese instante comenzó
nuestra aventura por las ciudades de España.
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