La primera reacción de Marta fue la de gritar. Abrió
la boca con la intención de hacerlo, pero no salió ni un sonido de su garganta.
Además, recordó que se encontraba en el depósito del archivo y allí nadie podía
escucharle. Desistió. Volvió a intentar a mover los pies, pero éstos seguían
negándose a hacerlo. Era como si una fuerza magnética se lo impidiese.
-¡Venga! ¿A qué estás esperando? –Le apremió la
vocecita del niño. –Benita nos aguarda en el teatro.
¿Benita? ¿Se referiría a la prestidigitadora Anguinet
del siglo XIX?
Marta intentó mover sus pies, pero todo esfuerzo era
inútil. De pronto la mano del niño volvió a tirar de ella.
-¡Anda! No quiero llegar tarde como la última
vez.
Aquella manita tenía una fuerza descomunal porque, de
repente, Marta se sintió liberada de la presión que le sujetaba al suelo. El
niño la condujo con firmeza por el interior de la calle del compactus.
-¡Venga, venga! ¡Acelera! –Le apremió.
Marta corrió empujada por la manita infantil sin
pensar si aquello era real o sólo una fantasía más de las que había vivido en
las últimas horas. Comenzó una desaforada carrera que parecía terminaría contra
la pared del depósito, pero, de pronto, el niño se detuvo y ante ellos apareció
una gran puerta. Marta nunca había visto una puerta como aquella y menos en el
depósito del archivo. El niño dio unos saltitos. Logró colgarse de la aldaba.
Dio un par de golpes y, al instante, la puerta se abrió de par en par.
-¡Entremos! –Le ordenó el niño.
-Ya verás cómo me riñe Benita por lo que hemos
tardado. –Resopló.
Era evidente que la prestidigitadora se encontraba
detrás de todo aquel misterio. Sin embargo, la rapidez con la que se producía
todo, no le permitía reaccionar, ni tan siquiera se atrevía a zafarse de aquel
niño que la atosigaba con tanta autoridad y del que todavía no le había visto
ni el rostro. Descorrió una cortina negra y, para el asombro de Marta, ante
ellos aparecieron lo que debían de ser las bambalinas de un teatro.
En el escenario había un hombre vestido con un traje
de vivos colores que jugaba con unos aros. Los lanzaba al aire, una y otra vez,
logrando ejercicios que, a simple vista, parecían imposibles.
-¡Shhhh! No hagas ningún ruido que la función ya está
comenzada. -El niño se había vuelto para pedirle silencio.
Marta lo miró intrigada. Por fin podía verle el
rostro. Tenía las cejas arqueadas y la naricilla respingona. Creyó adivinar las
expresiones de los pequeños pícaros que tan bien había pintado Velázquez en sus
cuadros. Sus maneras y gestos le conferían una expresión de pequeño diablillo
que, sin saber muy bien el motivo, provocó la sonrisa de Marta.
-¡Siempre llegas tarde! Nunca aprenderás a cumplir una
orden, ¿verdad?
Tanto el niño como Marta se sobresaltaron al escuchar
aquella voz a sus espaldas. Ambos se encontraban desprevenidos observando el
número circense del equilibrista. Se dieron la vuelta y se encontraron con el
rostro de quien les hablaba. Aquella mujer, más bien baja, vestía un traje
largo muy escotado y desmangado de seda color rojo. En su pecho destacaba un
camafeo de ónice atado con una cinta negra a su cuello. Del desmangado vestido
afloraban sus brazos rollizos acordes con su mofletuda cara. En sus
pequeñas manos sostenía lo que semejaba ser una batuta o varita.
-Te voy a enviar un ratito a tu jardín. Te lo mereces.
-Nooo, por favor, Benita –Le imploró el niño. –Quiero
quedarme un ratito más. Quiero ver tu función.
-Lo siento. Debo hacerlo. Ya volverás cuando te
necesite. –Le respondió la maga.
Levantó la varita. Dibujó en el aire unos círculos por
encima de la cabeza del niño lo que dio paso a una especie de neblina que lo
engulló hasta hacerlo desaparecer.
Marta permanecía atónita ante aquel alarde de magia
ante sus ojos.
-No te preocupes –Le indicó la taumaturga al ver su
cara de asombro. –No le ha ocurrido nada malo. Sólo lo he enviado a descansar
un poco.
Los aplausos que se escucharon sacaron del
ensimismamiento a la pensativa Marta. El acróbata hacía reverencias ante un
público que lo despidió con aclamaciones. El artista, cuando salió del
escenario, se acercó hasta la maga y a la todavía atónita archivera. Con una
voz aflautada le susurró a Benita.
-Hoy el público está exigente. Ten cuidado con los de
la fila número dos. Tampoco pierdas de vista al tipo del chaleco rayado.
-Descuida, Tonino. –Le respondió la maga.
El acróbata se marchó sin dirigir ni una palabra a
Marta que no lograba salir de su asombro ante todo lo que estaba ocurriendo
ante ella.
-Querida, te he reservado una butaca en el patio. –Le
dijo Benita con su tono de voz musical. –Pero no creo que te dejen pasar con
las ropas que llevas. Vamos a mi camerino y te buscaré algo de tu talla.
Sin darle tiempo a reaccionar, la tomó de la mano y la
condujo entre los practicables y las fermas del escenario hasta colocarse por
detrás del ciclorama. Casi a tientas, llegaron a un pequeño pasillo pintado de
negro cuya pintura acrecentaba la oscuridad. La maga con gran agilidad condujo
a Marta hasta una puertecita. Sacó del escote una pequeña llave. La abrió dando
paso a una habitación muy luminosa.
-Este es mi camerino. Elige uno de los que hay en el
armario. No tenemos mucho tiempo.
Mientras le decía esto, la maga tomó un pastelito de
una bandeja que se encontraba sobre la coqueta del cuarto. Se lo zampó en dos
bocados. Tomó otro y realizó la misma operación con tal rapidez que fue visto y
no visto por la sorprendida Marta. Antes de volver a habar, aún tuvo
oportunidad de tomar un tercero y tragárselo con voracidad.
Marta miró los trajes todos eran de amplias faldas
hasta los pies. Parecían ser muy pequeños para ella, puesto que se habían hecho
a la medida de la prestidigitadora que era de corta estatura.
-No creo que sean de mi talla. –Le dijo Marta, tímidamente,
a la maga que continuaba zampándose los pastelillos de la bandeja con gran
alarde de su glotonería.
-Por eso no te preocupes. Elige el color y yo lo haré
de tu talla, al instante. Pero date prisa que nos esperan en el escenario.
Apremiada por Benita tomó una falda bordada con hilos
de color dorado, una blusa blanca de mangas cortas y un corpiño que se ajustaba
con unos cordones blancos.
-Tienes buen gusto. Póntelo ya que tenemos mucha
prisa.
Marta se desvistió. A medida que se colocaba las
piezas éstas, al entrar en contacto con su cuerpo, se agrandaban convirtiéndose
en apropiadas para sus medidas.
-¡Perfecto! Recógete el pelo y ya estás lista.
No tuvo tiempo de mirarse al espejo porque, la maga
Benita, tiró de ella en dirección al oscuro pasillo. Cerró con llave tras de sí
la puertecita y volvió a introducirse la llave en el escote. Esta vez tomaron
otro camino. Bajaron unas escaleritas que las condujeron directamente hasta el
patio de butacas.
-La tuya es el número 12. –Le susurró al oído. –Hazme
un favor. No pierdas de vista a tu vecino de butaca, el que va vestido con un
chaleco rayado.
Tan pronto como le dijo esto, la prestidigitadora,
desapareció de su vista. Unos niños salieron a los pasillos y bajaron las luces
de gas que iluminaban a los espectadores. Se hizo el silencio. Se levantó el
telón y Benita apareció en la corbata del escenario.
Asombraba la agilidad con la que se movía aquella
mujer. Daba saltidos alrededor de las mesitas que le habían distribuido para su
número. Con gestos, los mostraba para el que los espectadores pudiesen reparar
en cada uno de los objetos que éstas tenían depositados. En la mesa central había
una gran bandeja con pastelitos como los que previamente había engullido en su
camerino. La maga los mostró e hizo amago de tomar uno, pero reprimió su
impulso. El público le aplaudió para animarla a que comenzase su número, pero
antes, ella, con un gesto de su gordinflona mano, dio la entrada a la pequeña
orquesta que se encontraba en el foso. Sonó la música. Era la melodía que Marta
había tarareado desde su casa hasta el archivo y de la cual desconocía su
nombre. Ensimismada como se encontraba escuchando la música, se sobresaltó
cuando, el hombre del chaleco rayado, comenzó a dar palmas y a silbar.
-Ya está bien de tantos preámbulos. –Vociferó. –Queremos
que la función comience de una vez.
Sus estridentes gritos y silbidos comenzaron a
inquietar al resto de los espectadores.
-¡Venga! Queremos ver esos famosos trucos de magia de
la maga.
Benita no le respondió. Con una pasmosa tranquilidad,
tomó una baraja que había en una de las mesitas- La mostró al público. La
barajó durante unos segundos y, a continuación, comenzó a lanzar los naipes a
su alrededor hasta crear un círculo. Los esparció todos hasta que sólo le quedó
uno en la mano. Lo miró y se lo guardó en el pecho.
La prestidigitadora se acercó hasta el borde del escenario
cerca de las candilejas. Extendió el brazo y con el dedo señaló al público.
-Caballero, sí, usted, el que tiene tanta prisa por
ver el número de magia. -Benita se dirigía al hombre del chaleco rayado que no
cesaba de vociferar.
El individuo sonrió y aplaudió cuando se dio cuenta
que se había convertido en el centro de atención de todas las miradas del
teatro.
-¿Piensa hacer el número o qué? -Le respondió con tono
grosero.
-El número ya lo está haciendo usted mismo, caballero.
Por favor suba al escenario conmigo.
El hombre, en un principio, pareció dudar, pero al fin
se decidió. Se levantó de su asiento y subió por el lateral del escenario. Se
colocó frente a la maga. El contraste entre la corpulencia del soez espectador
y la prestidigitadora se hizo mayor cuando ambos se encontraron frente a frente.
-Bien, usted parece muy impaciente por ver mi número
de magia. -Le dijo Benita sin dejar de sonreírle. –Bien, cómo ha podido ver, he
lanzado todas las cartas de la baraja excepto una que me he guardado.
-Sí, lo he visto. -Le dijo el hombre.
-Pues tendremos que hacer que aparezca ¿no cree?
-Si quiere tener la baraja completa sí. -Le replicó el
hombre con un avinagrado tono.
-Pues unas palabras mágicas y las reúno en un
instante.
La maga tomó su varita. La agitó sobre el círculo que
había creado con las cartas de la baraja y, a continuación, dio unos golpecitos
sobre ellas. Inexplicablemente se desprendió una luz potente de la varita.
Todos quedaron atónitos. A continuación, cada uno de los naipes que se
encontraban esparcidos se fueron levantando del suelo. Uno a uno como si una
mano invisible los fuese recogiendo se amontonaron encima de una de las mesitas
del escenario. Una vez estuvieron ordenados todos los naipes, el que se había
guardado la maga en su escote también luchó por salir de su improvisada
prisión. La fuerza invisible que había recogido los del suelo tiraba de él
hasta que éste salió de su escondrijo. Revoloteó por el escenario como si se tratase
de una mariposa y, después, se posó sobre el resto de los naipes y, de esta
manera, se completó la baraja.
El entusiasmado público rompió en una ovación. Benita
saludó sonriente. Le dio la espalda al grandullón que vestía el chaleco rayado.
Todos la vitoreaban cuando, de repente, el hombre que se encontraba en el
escenario se abalanzó sobre la prestidigitadora. No tuvo tiempo de reaccionar
cuando éste tiró del camafeo de ónice que relucía en su escote. Lo arrancó con
gran facilidad.
-¡Ya lo tengo, maestro! -Gritó mientras emprendía una
frenética huida por el laberíntico escenario.
No tardó ni cinco segundos en desaparecer.
Hola!me encanta leer estas historias que creas y te vales para ello de una enorme y misteriosa magia parazón transportarnos a esos mundos diferentes.historias que nos hacen brillar los ojos.gracias!abrazosbuhos
ResponderEliminarHola amigas,
EliminarMuchas gracias por seguir mis relatos. Este ha comenzado con algunos trucos de magia, pero prometo proseguirlo con más misterios. Espero que les guste. Muchas gracias por leer y comentar mis relatos. Un abrazo amigas.