Me dolían
los pies. Era inevitable, tras un día de largas caminatas por la ciudad.
Al entrar en la sala del museo, busqué, con la mirada, el primer banco donde
sentarme y recuperar el aliento. Sólo miré el cuadro cuando estuve frente a él.
Por unos segundos me desconcertó aquel ángulo de la habitación que el pintor
había elegido. La luz que penetraba por aquella puerta incierta y abierta
de par en par hacia un mar azul intenso, contrastaba con la pared que parecía
alejar la entrada del salón.
Edward Hopper, Habitaciones junto al mar, 1951 |
Dejé que los
colores, las líneas y los ángulos de cada una de las figuras geométricas me
envolviesen. El efecto fue tal que consiguieron que sólo pensara en ellas. Por
unos minutos, comencé a formar parte de ese escenario lleno de sol y de alegría
por la claridad que penetraba a través de la puerta. Esa luz me transmitió
tanta serenidad, hasta que vi aquella pequeña sombra que se adivinaba entre el
marco del cuadro y el reflejo del sol. Sólo era un pequeño detalle sin
importancia, una sombra, pero las incesantes líneas rectas se rompían en aquel
pequeño punto como queriendo reprimir una curvatura que no estaba premeditada
en la recreación del espacio pintado. Desde mi asiento agudicé la
mirada, busqué la explicación a esa sinuosidad cuando, de repente, noté una
leve ráfaga de viento que rozó mi rostro y a continuación o casi al mismo
tiempo, la salpicadura de agua en mi mejilla. La risita pícara infantil se
escuchó por entre los resquicios del marco del cuadro. Me llevé la mano a la
cara y noté la frescura de las partículas del agua del mar. ¡No era posible. !
Estaba dentro de un museo. Estaba sola. Volví a mirar el cuadro de Hopper y el
pequeño recodo de la sombra del cuadro, parecía haberse desvanecido.
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