Colonia,
27 de septiembre de 1977
Estimado Didi:
Estoy segura de
que te extrañará mucho que te escriba esta carta. La verdad sea dicha que aún
tengo mis dudas si debo escribirte ahora, aunque, algo interior, me impulsa a
continuarla. Poco importa ya la distancia espacio temporal que nos separa,
porque, de alguna manera, esta misiva creo que te llegará.
En primer lugar,
quiero decirte algo que te alegrará saber y es que, al final, lo conseguiste.
Tu influencia ha sido tan importante en el rumbo de mi vida que ésta cambió
desde el primer momento en el que te conocí. No te negaré que eran tiempos
distintos y complicados, no sólo para mí, una emigrante pobre, sino que también
lo eran para todos, incluido tú. Durante aquellos años, sólo vivía pensando en
el futuro. Afortunadamente he cambiado y ahora sólo pienso en el día a día. Después
de pensarlo mucho, me atrevo a asegurar que nuestras vidas se cruzaron por
algún motivo en particular y no por un capricho del destino.
Cuando llegué a
Alemania no tenía nada salvo la voluntad. Quería conseguir una vida mejor para
mí y para mi hijo.
El día que fui a
la fábrica a pedir trabajo tú no estabas. Quizá por eso me lo dieron. Mal vestida
y con el pelo desaliñado le di lástima a Andreas y por eso accedió a concederme
un puesto en el almacén. Estaba tan desesperada que hubiese aceptado cualquier
mendrugo con tal de poder dar un poco de pan a mi niño. Cuando volviste, tu
mirada, una mezcla de desprecio y de burla, me hirió, aunque, en esos momentos,
ya no tenía orgullo, pues ya me lo habían pisoteado hasta destruirlo.
Desde el primer
momento, fuiste muy duro conmigo. Me obligaste a salir de la línea de montaje
para hacer el trabajo que nadie quería hacer. No me importó recoger las
inmundicias de todos. Lo asumí sin rechistar. Querías humillarme por el mero
hecho de no hablar ni una palabra de alemán, pero ya sabes que la necesidad
mueve las voluntades, por eso, cuando pude disponer de un poco de dinero y un
techo donde cobijarnos mi pequeño y yo, me puse a buscar la forma de poder
aprender, no sólo la lengua, sino las costumbres de vuestra sociedad.
Me imagino que
recordarás cuando, los domingos por la tarde, me pasaba por aquella taberna que
sabía que frecuentabas. No lo hacía porque sí, claro estaba, pretendía ganarme
tu voluntad y así conseguir que me dieses alguna hora extra más para trabajar
en el taller. No pretendía que me regalases nada. Tus interminables rondas de
cervezas me obligaban a tener que invitarte a alguna para ganarme tu simpatía.
Sólo tenía una meta y era hacer que la miseria, que tanto tiempo arrastraba, se
desvaneciese con un soplo de prosperidad.
Ya sabes que el
tiempo todo lo marchita, incluso el odio. Al principio me resultaba muy
complicado contenerlo ante tus desprecios y burlas. Sabías que me dolía cuando,
delante de todos, criticabas mi trabajo y te burlabas de mi ignorancia. En mi
país no había tenido oportunidad de ir a la escuela. Bastante logro fue, para
mí, conseguir sobrevivir a la posguerra que tan dura fue para los perdedores.
Se nos negó todo. Nos derrotaron, pero no por ello nos destrozaron. Trabajé
desde los nueve años y me gané el jornal de la manera más sencilla o más
complicada posible. No me importó. Sin embargo, el tiempo es una buena
medicina. Al cabo de unos años, ya no me despreciabas tanto, ni yo te llegué a
odiar como lo hacía al principio. Parecía como si existiese un pacto entre tú y
yo. Tú me dabas aquello que tanto necesitaba y que era el trabajo y yo te
ayudaba a mantener, en secreto, tus continuas escapadas a la taberna. En el
fondo, te agradecía tanto que fueses un borracho pues, en más de una ocasión,
te alentaba a que continuases bebiendo de esa manera, conseguiría mi propósito
de poder ir a tu entierro antes de lo que suponías. No me equivoqué. En
realidad, calculé que sería dentro de dos o tres años, cuando tu hígado ya no soportaría
más tus continuos embates hacia él, pero ha sido más rápido de lo que pensaba.
Hoy es el día de
tu entierro y aquí estoy. Te despido como lo haría cualquier compañero tuyo de
trabajo y de vida. No puedo evitarlo y una sonrisa se me escapa al pensar
que te molestará mi presencia, aunque, ya no quiero ser tan dura contigo. Ya no
es el momento adecuado para rencillas pasadas. He venido a despedirte. Voy a
depositar unas rosas sobre tu féretro. Te las prometí y te reíste de mí. Con mi nombre, sobre tu caja, te acompañarán
en tu último viaje. Esta será mi despedida de ti y de este país que tan
fríamente me recibió. Me marcho. Vuelvo a mi tierra. Mi hijo quiere volver y
construir un futuro para mi nieto. Lo hará con mi ayuda y será en mi país ese
que despreciabas tanto sin haberlo conocido. Es una lástima que te hayas muerto
antes de que pudiese invitarte a que me visitases. Me hubiese gustado tanto
poder hacerlo y tomar un café en mi terraza, tomando el sol, delante de tu cara
incrédula.
Qué la tierra te
sea leve, querido Didi. Me amargaste la existencia mientras estabas con vida,
pero no dejaré que lo hagas en el futuro que me espera. Con esta carta también
entierro todos los recuerdos que tengan que ver contigo. Abandono los rencores
y sufrimientos pasados en busca de un descanso lejos de los reproches y
desconsuelos del pasado. Nos volveremos a encontrar, pero, entonces, querido
Didi, tú ya habrás aprendido la lección y para mí aún será demasiado pronto.
Como no soy crítico de oficio (ni ganas), no te puedo decir más que lo que he sentido al leerlo: Me ha gustado y me parece perfecto que la autora de la carta sonría en el entierro de ese mal nacido.
ResponderEliminarMe interesa mucho tu opinión. La historia, por supuesto supera a la brevedad de la carta, pero, lo cierto, es que yo también me alegré de ese final cuando me contó su vida. Gracias por la lectura y comentario.
ResponderEliminarHola Francisca! Emotivo relato, que, aunque situado en aquél nefasto y cruel contexto que todos queremos olvidar pero que duele profundamente, se sigue sucediendo en la actualidad-
ResponderEliminarEs tan triste y de una bajeza moral tan grande, que te profanen la dignidad, que por otra parte. es lo más valioso que el ser humano tiene, que no encuentro palabras para describir tanta inmundicia y tanta maldad
Al final la muerte nos sitúa a todos en el mismo estatus, pero sólo espero que más allá de la vida la conciencia martirice sin piedad, a los que un día en vida no la tuvieron
Maravilloso relato Francisca, sin duda remueve conciencias que tal vez estén algo aletargadas
Saludos!
Hola Cristina, el relato epistolar aún suaviza la verdadera realidad. Lo he situado en el momento álgido de la emigración, pero podría ser en la actualidad perfectamente. Me impresionó tanto el relato cuando lo escuché en boca de la protagonista que pensé que debía compartirlo con todos. Muchas gracias por la lectura y comentario.
ResponderEliminar