El folio en blanco me da pánico. No soporto estar ante él sin tener nada que escribir. Lo miro y remiro y pienso que todo está perdido. Así estoy durante varios minutos, que se alargan a horas.
Decido
cerrar el documento. En ese instante, una ráfaga de viento abre, de golpe, la
hoja de la entornada ventana; la golpea tan fuerte que me asusto. Supongo que
los cristales se habrán roto. Me dirijo hacia ella. Sigue intacta. El impulso del viento ha arrastrado a una abeja. Se posa sobre el marco de la fotografía que tengo en la repisa de la chimenea. Con sumo cuidado tomo la foto entre mis manos. No
quiero asustar al insecto. Voy directa a la ventana para devolver a la abeja
despistada a su medio. Una vez ésta levanta el vuelo, cierro la ventana.
Entonces fijo mi interés en la fotografía. Muestra tres mujeres mayores. Una es
mi abuela, las otras dos son sus hermanas. Las tres van vestidas de negro. Sus
peinados y sus ropas denotan senectud. Devuelvo la foto a la repisa. Pienso en
esas tres ancianas, sé tan poco de sus vidas…
Regreso a mi
mesa de trabajo y me siento frente a la pantalla del ordenador. En la
distancia, miro la fotografía. Presto atención a la cara de la hermana menor, la
más guapa, según mi madre. En la instantánea sonreía con satisfacción. En su rostro destacan sus gafas oscuras. Salgo de mi ensimismamiento cuando suena mi teléfono móvil.
La pantalla no deja de parpadear. Miro el número. Me abrumo. Debo contestar.
-Hola,
disculpa que te moleste, sé que estás trabajando, pero es que necesito que me
envíes el material lo antes posible. Ya sabes cómo son…
Y así
continuará su monólogo por el espacio de más de un cuarto de hora. Intento no contarle
nada sobre el contenido de lo que se supone que estoy escribiendo. Por mi
imaginación flota el fantasma del folio en blanco que me ataca desde hace más
de una semana. Prosigue:
-Supongo
que habrás incluido una buena dosis de cadáveres en la historia ¿no?
Ya sabes que lo que ahora se lleva es lo truculento, la novela negra.
Contesto con
evasivas. Le prometo que tendrá el manuscrito en la
fecha que le prometí, pero debe dejarme continuar porque
estoy en pleno proceso creativo. No se lo cree. Cuelga. Tomo aire. A partir de ese instante ya nada parece ser real, salvo
el pasado que aparece en la fotografía.
Vuelvo a
mirar la pantalla del ordenador y destella el documento en blanco. Justo,
en ese instante, la veo. Está en el ángulo más oscuro de la habitación. Me mira
con su inexpresividad habitual. Ha entrado tan sigilosamente que no he notado
su presencia. Es la bella Katy, una gata parda, que se relame una pezuña tumbada
sobre la silla junto a la ventana. Entre lametazos me observa, quizá sienta curiosidad por saber en qué estoy pensando, aunque, en realidad, estoy casi segura que sólo aguarda
su ración de comida. Me
abstraigo mirándola. En el ordenador, el folio sigue en blanco. Intento
olvidarme de la bella Katy y su voraz apetito. Intento trazar un argumento
truculento. No lo consigo. Abandono.
Salgo a la calle. Sin rumbo, necesito alejarme de esta rutina. Me dirijo a la boca del metro. Bajo al andén. Sólo hay un par de personas esperando el próximo convoy. Me
siento en uno de los bancos de mármol. Les miro. Lo hago sin disimulos. Uno es
un hombre muy mayor, la otra persona es una quinceañera que no deja de mirar su
teléfono móvil. En ese
instante, en el panel luminoso se anuncia el próximo metro en dirección al distrito
marítimo. Pienso que soy afortunada por vivir en una ciudad con mar.
Subo y busco
un asiento. Con el balanceo del metro regreso a mis pensamientos y al sentimiento de frustración por el folio en
blanco. Me obsesiona la idea sobre qué historia contaré y me siento angustiada. Ensimismada en mis pensamientos no me percato que el
inspector del metro se ha acercado a mí. Me ha pedido el bono del metro. Me precipito a abrir mi bolso. Rebusco
en su interior. Me azaro ante él. Extraigo un manojo de llaves. Se las entrego.
-Muy
bien, señorita -Me dice con una sonrisa- Ahora dígame la dirección e iré a
abrir la puerta.
Me deshago
en disculpas por mi torpeza. Por fin le muestro el bono y él se despide de mí
con amabilidad. Los pocos ocupantes del vagón me miran; ellos no me sonríen.
Noto el rubor en mis mejillas. Hacía tanto tiempo que no me ruborizaba.
Me apeo en
la siguiente parada. Necesito caminar. El aire fresco de la playa refresca mis
mejillas. El mar azul, tan imponente, ante mí, no cesa con su continuo
movimiento. Me reconforta. Regreso a casa. En mi
habitación, la bella Katy, tumbada sobre la silla, duerme. Me siento
ante el ordenador. Sigue encendido. Muevo el ratón y desaparece la pantalla de
descanso. Allí está el folio, pero ahora no está en blanco. Quizá sea otro
texto, pienso. Lo leo. He escrito todo lo que me ha ocurrido durante esta
mañana: la ráfaga del viento que abre la ventana, la visita inesperada de la abeja, el paseo por mi memoria familiar, la
llamada telefónica, la entrada fantasmal de mi gata, mi huida hacia el mar, el
pequeño incidente del bono y la contemplación del mar.
Siento el
impulso de continuar el relato del día y, así, poder contar que el verdadero
motivo por el que me enfrento al folio en blanco se debe a la esperanza de que tú leas aquello que deseo escribir. Gracias.
Ese es el caso, Francisca: escribimos para ese "tú" que esperamos que nos lea. Me ha gustado tu historia.
ResponderEliminarGracias Carmen quería envolver y complicar al lector/a ¿lo he conseguido? Gracias por leer y comentar mi relato.
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