En su
familia la muerte era el tema favorito de conversación. En realidad, lo que
realmente les preocupaba no era el momento sino la ceremonia final. No había
comida, cena o reunión donde no se comentase cómo prepararían, cada uno, su
último viaje. Todos los hermanos participaban de esa obsesión, pero Llàtzer, en
particular, era el que más preocupado se mostraba.
Llàtzer
era el cuarto hermano de los siete que habían conseguido sobrevivir. No era ni
mejor ni peor que los otros, pero sí se distinguía del resto por su espíritu
aventurero. Un día les dijo que que antes de irse al otro mundo, debía conocer
mundo, por eso, se fue como voluntario a la Legión así podría salir de su
pueblo y, a su vez, cumplir con su patria. La disciplina militar le gustó. Se
parecía a la de su casa, pero tampoco pensó que su destino estaba en el
ejército, por eso, una vez se licenció se dedicó a viajar. Durante más de dos
años recorrió la península y el norte de África. Decía que quería conocer su
amado país, ese por el que estaba dispuesto a dar hasta su última gota de sangre,
como buen legionario que se sentía.
Cansado
de viajar regresó al pueblo y a su trabajo de carretero. A partir de ese
instante sólo dejaría transcurrir su vida hasta que llegase su muerte, esa la que
tanto había hablado y debía preparar muy bien. Todos los días semejaban ser
iguales, pero aquel día, cuando regresaba de uno de los transportes que solía
efectuar al puerto de Valencia, marcó el resto de sus días. Con el carro vacío,
tirado por su querida jaca Rubia, el camino se angostaba y casi anochecía en el
instante en el que se levantó un viento feroz, revuelto, desagradable, que lo revolvía
todo a su paso. Rubia, movió las orejas en señal de precaución y miedo por la
tormenta que se avecinaba. Llàtzer comprendió el gesto del animal y la animó a
continuar a que acelerase el paso con unos cuantos gritos al compás de unos
golpes que le propinó con las riendas. Calculó mentalmente la distancia y el
tiempo que disponía para recorrerlo antes de que la lluvia hiciese acto de
presencia y pensó que podía llegar a su casa antes de la tormenta, sin embargo,
se equivocó. El cielo se oscureció en pocos segundos y los primeros truenos se
dejaron oír como si fuesen el rugido de un animal feroz que se despierta de un
letargo involuntario.
Rubia,
la yegua, resoplaba, nerviosa por los relámpagos que se dibujaban delante de
ella. Aceleró el trote. Esos fogonazos secos y llenos de luz le asustaban. El
animal dio un respingo cuando aquel árbol cayó delante de sus patas. Llàtzer,
que en ese momento estaba de pie animándole a que corriese más, perdió el
equilibrio y, aunque tenía las riendas
firmemente asidas, no pudo evitar caer al camino. Fue un golpe seco que resonó
como si un saco pesado golpease el suelo. Todo el peso de su cuerpo se
concentró en su cadera derecha. Sintió el tronzar del hueso cuando se le partió
y, a continuación, un fuerte dolor le hizo casi perder el sentido.
Aquella
tormenta cambió el rumbo de su vida. Su cadera reparada, le propinó varias
secuelas y entre ellas el que su pierna derecha fue más corta que la otra,
aunque tampoco le importó demasiado. Llàtzer dejó de trabajar. Vendió su carro
y a su jaca Rubia. La pensión vitalicia que le concedieron por el accidente era
lo suficiente para continuar con su forma de vida sencilla. A partir de ese
instante, sólo se dedicaría a pensar y preparar su último viaje, pero, por
supuesto, este debía tardar lo suficiente como para tenerlo todo previsto.
Pasaba
los días sentado a la puerta de su casa, en invierno lo hacía buscando el sol y
en verano la sombra. Charlaba con los vecinos y los transeúntes y siempre permanecía
acompañado por su música favorita que eran las canciones de Manolo Escobar.
Los
vecinos se habían acostumbrado a su presencia así como a sus continuos pronósticos
del tiempo acompañados por los acordes de los pasodobles escobares. La convivencia
de esa cotidianeidad se convirtió en la amable rutina de cada día.
A pesar
de su siempre alegría por la vida, la obsesión por la preparación de lo que
sería su última morada, nunca le abandonó. Entre las cosas que más le
preocupaba, hasta quitarle el sueño, era la lápida de su sepulcro. Estuvo varios
meses pensando qué motivo escultórico pondría en el centro y la frase que le
acompañaría para que le recordasen siempre. Habló y consultó con el marmolista
sobre cuál sería la mejor imagen y por fin, encontró la solución a ese dilema.
El boceto le gustó. En la parte central iría una imagen de Lázaro, el amigo
favorito de Jesús, muerto y resucitando obediente ante su reclamo. Le fascinó
la idea. Pensaba que aquella imagen debía de ser muy real y así, los que
visitasen el cementerio, pensarían que el muerto y enterrado, que sería él, se
incorporaría en el acto cuando Jesús le visitase. Además, a aquella imagen le
hacía falta una frase que fuese sonora e impactante. Después de unas cuantas
noches pensándolo y de discutirlo con sus hermanos y con el marmolista, al
final dio con la clave:
“Aquí yace Llàtzer,
rogad por su alma.”
Le
pareció redonda, aunque hubiese preferido que ésta llevase su marca, es decir,
escribirla a su manera. Al marmolista le costó bastante hacerle comprender que
no podía escribir el verbo “yacer” con ‘ll’ por mucho que se empeñase, pues él
no estaba dispuesto a cometer una falta de ortografía a sabiendas. Habría sido
un descrédito para su negocio, le dijo.
Por fin,
cuando la lápida estuvo lista, Llàtzer no faltó, ni un día, a visitarla. El
picapedrero la guardaba en su almacén protegida con una bandera nacional que él
conservaba de sus años de legionario. Todas las tardes pasaba unos minutos
sentado frente a ella. En su mente recreaba cómo quedaría puesta sobre su
nicho. Una vez satisfecha su imaginación, la volvía a cubrir con la enseña roja
y gualda y se iba a su casa, contento por tenerlo todo ya resuelto y bien
hecho. Todo estaba listo para cuando llegase ese último viaje.
Por
desgracia, una mala enfermedad hizo que no tardase muchos años en llegar ese
momento y tal como él le había indicado a su hermana más pequeña, todo se llevó
a cabo tal y como lo programado. Todo se hizo como él deseó, salvo un detalle.
Cuando su hermana fue al almacén del marmolista para ver la lápida que Llàtzer
había encargado, la miró horrorizada. Aquella imagen de un muerto levantándose le
pareció macabra. Sin ninguna contemplación, por estar quebrantando la voluntad
de su fallecido hermano, ordenó que se hiciese una nueva, sin ninguna imagen
bíblica. Debía figurar sólo el nombre, la fecha de nacimiento y la muerte.
La decisión de su hermana no pudo ser discutida por Llàtzer que tan
preocupado estaba por no pasar desapercibido en el campo santo, pero lo cierto
es que cuando llega la fiesta de Todos los Santos, nadie se detiene ante su lápida.
Hola Francisca, bueno pese a tratarse de entrada singular en el tema, me sigues asombrando la creatividad e imaginación, siempre te lo diré.
ResponderEliminarNo cabe duda que hay gente con ciertas manías lúgobres...
Besos.
Hola Mari Carmen
EliminarMe he criado con gente sencilla que, entre sus temas favoritos, estaba 'la otra vida'. A algunos puede sonarle extraño el tema, incluso morboso, sin embargo, yo lo encuentro hasta cómico. Muchas gracias Mari Carmen por tus cariñosas palabras. Un abrazo.
De Pili Fernandez Coliflor Hola Francisca. Me ha gustado este relato. Yo no he vivido en mi entorno ese tipo de preferencias de conversación así que me ha parecido interesante. Para mí es una historia muy triste y desde luego muy bien contada. Besos
ResponderEliminarPili Fernandez Coliflor, muchas veces, cuando en una reunión de esos que dicen ser muy cinéfilos hablan sobre las películas de Almodovar suele salir el tema de la muerte como uno de los que consideran más originales. Me da risa escuchar esos comentarios porque no saben lo que es una reunión de mujeres preocupadas por comprar el mejor nicho del cementerio, donde dé menos el sol o se esté en mejor posición para la fiesta de Todos los Santos. Esas conversaciones han sido corrientes y normales en mi entorno, por eso pensé que debía contarlo, con una pizca de humor, aunque creo que no lo he conseguido. Muchas gracias por leer mis relatos amiga. Un abrazo.
EliminarMadre mía, que historia más impactante. Me encanta como escribes, vas llevando al lector en un paseo por tus palabras, pero además, estos desenlaces te dejan pensando y pensando.
ResponderEliminarMuchos besos amiga :D
Querida amiga Margarita,
Eliminarel placer de saber que disfrutáis con mi imaginación es algo que me emociona. Muchas gracias por leer mis relatos y por dar un paseo por mi imaginación. Un abrazo.
Gràcies, Paqui. M'ha encantat el teu relat tan ben escrit i tan interessant.
ResponderEliminarA mí em crida l'atenció com la gent parla molt sobre la mort, en el meu entorn sent parlar de les persones que han mort o els falta poc per a eixe moment.
Sí, Susi, a la nostra cultura és molt normal parlar de la mort com una cosa de tots els dies, per aixó he parlat d'aquest tema en el relat. Moltes gràcies per llegir i comentar les meues ocurrències. Besets.
ResponderEliminarhola! por fin encuentro a alguien a quien no aterrorice la muerte o los cementerios! tambien nos criamos en familias donde se iba al cementerio los domingos a visitar a los tios y abuelos, y hoy en dia lo sigo haciendo hallando consuelo y paz, sin terror. Tu relato es magnifico y pobrecito! se quedo sin su lapida, visitara a su hermana y se lo dira? para otro relato, quedas compartida! saludosbuhos.
ResponderEliminarAmigas,
EliminarEn mi entorno hablar de la muerte y su destino final es natural, por eso no considero morboso hablar de ese tema con tono jocoso.
Muchas gracias por leer y compartir mi relato. Un abrazo.