«¡Chuta, Paquito, chuta!»
Y concentré toda
la fuerza de mi cuerpo en mi pie para dar una fuerte patada al balón hecho de
trapos. El deforme esférico se elevó y dibujó una elipse sobre la cabeza de Pepito.
Manolito, que se movía inquieto entre las dos esquinas de la imaginaria portería,
brincó todo lo alto que pudo, pero no logró atraparlo. El balón golpeó la gorra
del policía que apareció por el callejón de repente.
«¡Pies, para qué
os quiero!» –Les grité.
Pepito y yo echamos
a correr, pero Manolito se quedó paralizado por el miedo. El policía lo sujetó por
el cuello de la camiseta y éste, asustado, se orinó en los pantalones. No podíamos
abandonarle a su suerte, por eso regresamos junto a él.
«¡Ya os tengo,
gamberretes! Os voy a encerrar en el calabozo con los ladrones y las ratas.»
El enfadado policía,
no cesaba de gritarnos, cuando entraron nuestras madres en el cuartelillo. Sefa,
la madre de Pepito, y mi madre, Francisqueta, a la que le seguía, seria y
cabizbaja, Nel·la, la madre de Manolito.
«¿No te da vergüenza
meterte con los niños?» –Le increpó Sefa. «Deja en paz a nuestros hijos y
defiéndenos a nosotras.» –Vociferó mi madre.
Y entonces Nel·la
levantó la cabeza y pude ver cómo, de su ceja abierta, brotaba la sangre a
borbotones. En ese instante, lo comprendí todo. Ellas no habían venido a
rescatarnos, sino a denunciar el maltrato que había sufrido la madre de
Manolito.
«Si su marido le
ha pegado es porque se lo merecía.» –Justificó el torpe policía. «Marchaos de
aquí las tres o llamaré al sargento para que os encierre a vosotras también.»
Mi madre abrazó
a Nel·la y le susurró algunas palabras al oído. Manolito corrió para cogerse de
la falda de su madre que se presionaba la ceja abierta con un pañuelo. Sefa, la
madre de Pepito, nos cogió de la mano, a su hijo y a mí, para salir del
cuartelillo. –Paco suspiró. –Ese recuerdo infantil me ha perseguido toda la
vida.
-¿Y qué ocurrió
después? –Le insistí.
-Al día
siguiente, en la escuela, los niños y niñas querían que les contásemos nuestra
aventura. Nos preguntaban detalles de cómo eran los calabozos por dentro y si existían
esas ratas gordas de alcantarilla con las que nos asustaban nuestras madres
cuando nos portábamos mal, pero, cuando entró Manolito, el alboroto terminó. En
sus mejillas destacaban las violáceas sombras de unas fuertes bofetadas. No nos
hizo falta preguntarle quién se las había propinado.
El maestro, Don
Daniel, esperó a que los otros chicos saliesen al patio para llamarnos a los
tres. Quería saber qué nos había ocurrido el día anterior y, en especial,
a Manolito, aunque, por mucho que le preguntó éste no pronunció ni una palabra.
Cuando salimos de la escuela, había un corro de mujeres. Hablaban de Nel·la. Se
la habían llevado al hospital. La habían encontrado tirada en el suelo con unos
fuertes golpes en la cabeza y en las costillas. El padre de Manolito, tras
golpearla, la había dejado por muerta en medio de la calle como si se tratase
de un perro.
-¡Qué horror!
–Dije.
- Sefa y
Francisqueta no la dejaron sola ni un día. Tras la brutal paliza, nuestras
madres la atendieron. –Paco continuó el relato con cierto tono de orgullo al
recordarlo. –Mi madre me contó que Nel·la no cesaba de repetir que él había
jurado que la próxima vez la mataría. Aquella mujer estaba presa del pánico.
–No sé muy bien cómo lograron sacarla del hospital sin que ese energúmeno se
enterara. Al poco tiempo, Manolito y su madre se fueron del barrio, a hurtadillas,
como si fuesen unos delincuentes.
-¿Y ese bestia? ¿Qué
fue de él? –Le pregunté con tono airado.
-No vivió muchos
años. Las continuas borracheras y la dejadez le pasaron una pronta factura. –Me
explicó Paco. –En cuanto a mi amigo y su madre ya no volvimos a verlos más por
el barrio.
-¡Qué lástima
que no hayas mantenido el contacto con ellos! Me hubiese gustado saber qué fue
de sus vidas.
-Te equivocas.
–Me respondió contento. –Porque, después de treinta años, me he reencontrado
con Manolito. –Carraspeó y prosiguió su relato. –Todos los sábados me gusta ir
a ver cómo juegan los niños en los campos de fútbol que hay en el cauce seco
del río. Hay un entrenador que nunca regaña a los chicos y chicas, aunque jueguen
muy mal. Un día, me acerqué a felicitarle y ambos nos reconocimos al instante. Manolito
me explicó cómo huyeron para librarse de aquel monstruo que decía ser su padre.
Según me contó, los dos lograron salir a adelante tras mucho esfuerzo. Su madre
debió de fallecer mucho antes que la mía, y fue cuando Manolito comenzó a
sentirse verdaderamente solo, por eso decidió formar una familia. A pesar de
todo lo que le había sucedido en su infancia, parecía sentirse afortunado. Seguía
siendo aficionado al fútbol, por eso decidió convertirse en entrenador de los
niños y las niñas de su barrio que, en cierta manera, eran como nosotros, aunque
no jugaban en la calle con una portería inventada.
Cuando Paco se despidió
de mí tuve la sensación de que había cambiado el final, de aquella amarga
historia, para que me pareciese feliz.
Hoy es sábado.
He ido a pasear junto a los campos de fútbol del cauce seco del río. He
reconocido a Paco charlando con el entrenador de un equipo de niños que no
jugaba muy bien. Al instante, ha sonado el pitido del final del partido. Han
perdido por una gran diferencia de goles, sin embargo, el entrenador, ha
intentado animarles diciéndoles que, en el próximo, lo harán mejor y ganarán.
De pronto, Paco les ha gritado:
«¡Chuta,
Paquito, chuta!»
Y ese grito
espontáneo ha provocado la risa de todos los niños y niñas y la mía también.
¡Chuta!
fantastico, magico y nostalgico! gracias por llevar nuestros corazones a pasear.
ResponderEliminarHola amigas,
EliminarMuchas gracias por su fidelidad. Disculpen mis silencios. Espero poder compensarles muy pronto. Un abrazo.