Los
pasajeros se arremolinaron a las puertas de aquel tren que, aunque por el
aspecto externo que tenía semejaba ser un moderno Talgo, al cruzar el umbral de
sus puertas, su estudiada decoración, les hacía viajar hacia un tiempo pasado. Su
interior, adornado con maderas de distintos colores, le confería un toque
romántico y añejo que a la joven le rememoró los trenes antiguos del siglo XIX recreados
en algunas de las películas que a ella tanto le gustaban. Los asientos, de
lisas tablas pulimentadas con distintas tonalidades de barnices, le conferían
un aspecto alegre y acogedor a pesar de que cuando se llevaba un buen rato
sentado sobre ellos su incomodidad era patente.
El pasaje se
colocó en los asientos ordenadamente. La anciana y la muchacha se sentaron una
enfrente de la otra. La joven abrió la boca con intención de decir algo cuando le
interrumpieron las exclamaciones de un niño:
-¡Jope! ¡Qué
alto está! –Protestó el gritón niño. –Casi me caigo.
Su madre que
iba detrás de él y que arrastraba una voluminosa maleta, intentó ayudar a su
hijo a salvar el alto escalón, sin embargo, en su intento no pudo evitar que la
valija resbalase hacia el andén. Un pasajero de los que ya se habían sentado se
incorporó con rapidez y tomó el bulto con gran agilidad para evitar que se
cayese y, al mismo tiempo, le tendió una mano a la mujer para ayudarle a subir.
-Muchas
gracias, caballero. –Le agradeció ella.
-De nada,
señora. –Respondió respetuosamente el pasajero que se la colocó en uno de los
portamaletas del vagón.
El hombre se
cambió de sitio. Se sentó frente a ellos y los tres entablaron conversación.
-Ves, el
viaje crea extraños compañeros que nos llevarán a situaciones insospechadas.
–Comentó la anciana a la muchacha que también los contemplaba.
-Seguro que
ella también va en busca de una nueva vida. –Prosiguió la anciana. –Sí, y sin
darse cuenta termina de tropezarse con ella.
-Pero no
siempre es así de sencillo. –Le respondió la joven. –Encontrar una vida no se
consigue con cambiar de espacio ni lugar si no hay una actitud nueva y
positiva.
-Tus
palabras tienen un regusto a amargura. –Le indicó la anciana. –¿Tanto daño te
hizo?
La joven
bajó la mirada. No contestó.
-Veo que
todavía no lo has superado. Pero la medicina del tiempo siempre ayuda. Ya lo
verás.
-Me ayudaría
si el zarpazo que me dio en el corazón no me hubiese dejado esas heridas tan
profundas. –Dijo con un hilo de voz la joven. –El amor no se conformó con
tenerlo todo de mí, sino que también quiso mostrarme su verdadero rostro y en
él sólo encontré desprecio.
La anciana
hizo mención de intentar contestarle para contrarrestar sus amargas palabras,
sin embargo, no llegó a hacerlo porque el ruido de los pasajeros que se
acomodaba lo impidió. Aquellos segundos de silencio sirvieron para que ambas
fijasen la mirada en los otros pasajeros que se afanaban por ocupar los
aparentemente incómodos asientos de madera de aquel tren decimonónico.
-Es curioso
que esta empresa haya preparado un exclusivo tren para el traslado del pasaje
hacia el puerto. –Dijo la muchacha a la anciana para romper ese silencio que,
al instante, se produjo cuando todos los pasajeros subieron al coche.
-Sí, es una
práctica habitual en la empresa. Lo hace siempre que tiene un grupo importante
de viajeros. –Le respondió la anciana.
-¿Importante?
–Repitió la joven. –Entonces conmigo han hecho una excepción al admitirme.
Compré el billete por internet en el último momento. Quedaban muy pocas plazas.
-Compraste
la última. –Afirmó la anciana.
-¿Cómo lo
sabe? –Le preguntó la muchacha intrigada.
-Lo que no
comprendo es el motivo de este empeño en seguir decorando el vagón tan antiguo.
– La anciana desvió la contestación a la pregunta directa que le había
formulado la joven. –El director de la compañía podría pensar que ya estamos en
2002 y que lo que necesitamos es comodidad y no decoración. Se lo diré a
Roberto para que lo reconsidere en el próximo viaje. –Dijo la anciana como si
estuviese hablando para sí misma.
-Usted parece
estar muy enterada de todo lo que ocurre en esta empresa. –Le puntualizó la
muchacha que cada vez se encontraba más sorprendida por los comentarios de la
anciana.
Ella le
correspondió con una mueca. Hizo un gesto como si pretendiese continuar
hablando, pero unas fuertes risas, que procedían de uno de los asientos
contiguos, le interrumpieron. Se trataba de una familia compuesta por una
pareja y dos niños. El padre de éstos se había colocado una nariz roja de
payaso y hacía juegos de magia que hacía reír a los niños.
-La risa es
la música más bonita que puedas escuchar en un viaje. –Aseguró la anciana. –En
mi primer viaje hacia América fue uno de los sonidos más bellos que me acompañó
durante toda la travesía.
-Me
encantaría que me contase ese viaje con todo detalle. –Le suplicó la joven. –Por
favor, cuénteme la historia. Tengo muchas ganas de saber qué le ocurrió en ese
barco.
Ante la
ansiedad que le demostrada, la anciana se regocijó de haber despertado aquel
interés en la joven. Pero antes de hablar volvió a extraer la botella de agua
del bolso y bebió un pequeño sorbo. Se recreó antes de retomar la palabra.
-Sí, subí a
aquel barco cargada con el baúl de mi ajuar y con una bolsa llena de comida. En
el forro de la falda mi madre me había cosido un gran bolsillo donde guardaba
el poco dinero que poseía junto con una medallita del arcángel San Miguel,
pues, según ella, me defendería de todos los males que se cruzasen en mi
camino. El pasaporte y toda la documentación, donde se acreditaba que había
contraído matrimonio y viajaba para reunirme con mi esposo, lo llevaba en una
carpeta de cartón de la que no me separaba. –La anciana esbozó una sonrisa
provocada por aquellos recuerdos. –Me despedí de mi familia haciéndoles miles
promesas y, además, me había hecho el firme propósito de llevar un diario del
viaje donde contaría todo lo que viese y sucediese a mi alrededor. Me compré
una libreta y en ella anotaba los detalles de aquella maravillosa experiencia.
-¿En serio?
¿Y conserva esa libreta todavía? –Preguntó la joven intrigada.
-No, desgraciadamente
la perdí el mismo día que bajé del barco. Creo que se me cayó por la borda.
-¡Oh! ¡Qué
lástima! –dijo la chica con tono triste. –Seguro que allí escribiría cosas muy
interesantes.
-Tan solo se
trataban de las experiencias de una muchacha que nunca había salido de su casa
sola, pero su pérdida no tuvo mayor importancia, puesto que lo conservo todo en
mi memoria.
-Pero
cuénteme el viaje. –Volvió a insistir la muchacha.
-Sí, por
supuesto. Ese era el motivo de esta conversación. En aquel momento mi billete
era de tercera. Tuve que arrastrar aquella pesada caja hasta el pequeño
camarote que debía compartir con una familia compuesta por un matrimonio y su
hija de seis años. El estrecho cuarto había sido diseñado para un solo viajero,
no obstante, allí estábamos los cuatro rodeados de nuestras pertenencias y sin
casi espacio para movernos. Cuando entré en aquel cuchitril se me cayó el alma
a los pies. Como pude arrinconé el baúl y me senté sobre él. La mujer de aquel
encantador matrimonio me observó y percibió mi soledad y mi fragilidad. Se
acercó hasta mí y me animó hablándome de cosas sencillas, sin importancia, para
distraer mi congoja por encontrarme sola. Decidimos hacer turnos para poder
permanecer en el interior del camarote, de esa manera podríamos dormir tumbados
sin molestarnos los unos a los otros. A pesar de todo, la sensación de ahogo
fue en aumento. Por segundos me faltó el aire por lo que sentí la necesidad de
salir de aquel pequeño recinto y buscar un espacio amplio donde poder respirar.
Subí hasta la cubierta del barco y vi que, al igual que yo, había de cientos de
personas asomadas a las barandillas o paseando como si se tratase de una
céntrica calle en una ciudad cualquiera. Se trataba del pasaje de bodega cuyo
billete era sin derecho a un camarote, por lo que permanecían fuera todo el
tiempo que la tripulación se lo permitía. En ese instante todavía me sentí más
acongojada que en el estrecho recinto. Sin poder evitarlo las lágrimas rodaron
por mis mejillas. Me apenaba por ellos y, al mismo tiempo, también lo hacía por
mí misma al encontrarme tan lejos de mi familia, de mis hermanos y de mis
padres. Intenté serenarme y para ello presté atención en el bullicio de los
niños que correteaban a mi alrededor.
-Ellos
tienen menos suerte que tú, pero son muy felices.
Aquella voz
suave y melodiosa me tomó por sorpresa. Quien me hablaba era una mujer de
cabellos blancos como el algodón que los llevaba recogidos en la nuca. En su rostro destacaban sus pequeños ojos
marrones de gran vivacidad y, aunque, en un principio me pareció muy anciana,
cuando escruté su rostro descubrí que no debía de serlo tanto como me había
semejado. Me tomó por el brazo y me acompañó hasta una de las barandillas del
barco. Levantó la mano y señaló con un dedo un punto en el infinito mar. Lo
seguí con la mirada. La gran extensión de agua con sus cambios de tonos azules se
convirtió en un bálsamo que poco a poco fue confiriéndome la paz que buscaba.
-Cuando te
sientas perdida mira el mar. Él te dará todas las respuestas que necesites. –Me
susurró al oído. –La mujer se alejó de mí. Recuerdo que estuve durante mucho
tiempo contemplando el mar, tanto que perdí la noción del tiempo.
-¿Quién era?
–Le interrogó la joven con gran interés.
-No lo sé.
No volví a verla nunca más. –Le respondió la anciana.
-¿En serio?
–Le interrumpió la muchacha. –Quizás se trataba de una alucinación suya.
-Puede que lo
fuese, pero había tanto pasaje en aquel barco que cabía la posibilidad de que
no nos volviésemos a cruzar. Nunca he olvidado sus palabras. –La anciana hizo
una pausa en su relato y con la excusa de beber un sorbo de agua escrutó el
rostro de la joven para ver si continuaba interesada con su relato. Prosiguió.
-La noche se
echó sobre nosotros. Poco a poco el pasaje se colocó en sus lugares de descanso
y el silencio comenzó a reinar en el barco. No me sentía con fuerzas de volver a
mi camarote. La mujer con quien lo compartía de pronto apareció a mi lado. Me
dijo que me había buscado temerosa de que me hubiese ocurrido algo. Temía que
me hubiese lanzado al mar, aunque no se atrevió a decírmelo en ese momento.
Gracias a ella y su familia la soledad desapareció casi por completo.
-Sí, tener
buenos compañeros de viaje es muy importante. –Le atajó la joven. –Pero usted
me dijo que los barcos son mágicos y hasta ahora no me ha contado nada
extraordinario, salvo la aparición de la anciana.
-¡Claro que
son mágicos! Nunca lo pongas en duda. –Le respondió con vivacidad. –Yo tuve la
oportunidad de comprobarlo a cada momento. De hecho, la magia hizo que no nos
faltase ni la comida ni el agua potable a pesar de que el barco no se
encontraba en las condiciones más favorables para viajar, pero no era eso lo
que quería contarte, puesto que la magia se forjó sobre el pasaje. Algunos
opinaron que fue el azar, otros quien obró fue la casualidad, sin embargo, yo
estoy convencida de que fue la magia la que nos reunió a un grupo de personas
tan heterogéneas como los que compartimos aquel maravilloso viaje.
-No
pretendía molestarle con mi comentario. –Se disculpó la joven.
-Ese barco
semejaba ser un pequeño continente lleno de sorpresas. –La anciana continuó
hablando como si lo hiciese para sí misma. Soltó una risa que sonó como una
carcajada infantil. –Creo que aún se está riendo de mí Lorenzo. – Y volvió a
reír.
-¿Lorenzo?
¿Quién era?
-El hombre
más sencillo y amable que he conocido en esta vida. –Le respondió la anciana. Carraspeó.
–En aquel camarote las noches se convertían en nebulosas agónicas que
apelmazadas te atravesaban impidiéndote la respiración. Con la excusa de
permitir que la familia con la que viajaba tuviese un poco de intimidad me
levantaba al amanecer y salía a la siempre vivaz y repleta cubierta. El primer
día tropecé con Lorenzo. Me asusté tanto que solté un grito al reparar en su
cara pintada, pero él, con toda la calma de mundo y con una voz profunda y
clara me dijo:
-No temas.
No voy a hacerte daño.
A pesar de
todo me puse a temblar como una hoja y creo que eso aún le hizo más gracia. Era
la primera vez que veía a un hombre vestido con un disfraz de payaso. Lorenzo
viajaba con su familia compuesta por su mujer y dos hijos, sus padres, hermanos
y hermanas junto con sus respectivos niños. Formaban una peculiar compañía circense.
-¡Un circo!
–Exclamó la joven.
-Sí, eran
acróbatas, pero no sólo eso, sino que también sabían hacer juegos de magia,
malabarismo y prestidigitación. Gracias a ellos el viaje perdió su monotonía y
con sus actuaciones mantuvieron al pasaje alejado de sus miedos y
preocupaciones.
-¡Qué
bonito! –Volvió a exclamar la muchacha.
-Nunca he
conocido a nadie tan ágil como Lorenzo, su mujer Herminia y todos los miembros
de su numerosa familia. Ellos, acostumbrados a viajar constantemente, me
enseñaron muchos trucos para no marearme en el barco y de cómo superar los
momentos de nostalgia, pero, sobre todo, de buscar el lado bueno a la vida. En
esa particular familia la encargada de decidir hacia dónde debía de encaminar
sus pasos toda la troupe lo hacía la más anciana del grupo a la que todos
llamaban, Mamá Mum.
-¿Era la
madre? –Preguntó la muchacha.
-¡Por
supuesto que no! Ella los había reunido a su alrededor y les había dado un
sentido a sus vidas.
-¿Y también
actuaba?
-Constituía
la principal atracción del espectáculo. –Respondió con contundencia. –. Aquella
mujer tenía un don especial. Predecía el futuro.
-¡Ah! Era
una adivinadora. –Dijo la joven con tono desilusionado.
-Te
equivocas si estás pensando que se trataba de una vulgar estafadora de feria
como las que estamos acostumbrados a ver en la actualidad. Mamá Mum no se lo predecía
a cualquiera. Algunas veces ni actuaba y entonces el público la reclamaba hasta
la extenuación. Tenía una norma muy importante y era que siempre elegía a quién
debía de decirle lo que veía y nunca sucedía, al contrario.
-¡Oh! ¿Y qué
le dijo a usted? –Le preguntó la joven intrigada.
La anciana
extrajo la botella de su bolso y antes de beber de ella dijo:
-Que un día
tú y yo estaríamos hablando aquí, en un tren con destino a un puerto.
-¡Me toma el
pelo! –Protestó la muchacha.
-No, claro
que no. Te digo la verdad. Mamá Mum consultaba las estrellas y de ellas extraía
el futuro de cada uno.
La muchacha
no hizo ningún comentario, sin embargo, su cara escéptica demostró la
incredulidad.
-Es lógico
que no me creas ahora. Vives en tu propio mundo y ahora no tienes la suficiente
claridad de ideas como para mirar más allá de él.
-No, no es
así como usted lo dice. –Le respondió la joven. –Pero es que…
-Vamos a ver,
¿por qué has emprendido este viaje? ¿Cuál es el motivo que tienes para emigrar
de tu país? –Le atajó la anciana. -¿Buscas fortuna? ¿Quieres cambiar de vida?
¿Pretendes alejarte de quien te ha roto el corazón?
La joven
abrió la boca, pero no logró decir nada.
-Una de las
cosas que aprendí con la familia circense fue que nunca debes dejarte llevar
por los impulsos y menos cuando éstos son negativos. Piénsalo muy bien antes de
tomar ese barco que te cambiará la vida para bien o para mal. El azar tienes
sus propias condiciones y aunque parezca una contradicción lo que termino de
contarte, resulta así.
En ese
momento un niño gritó:
-¡Eso no
vale! ¡Has hecho trampas!
Todos
callaron y miraron al niño que se dio cuenta de que se había convertido en el centro
de atención de los pasajeros. Éste se ruborizó ante el inesperado protagonismo
y se hundió en su asiento detrás del brazo de su padre como queriéndose
esconder de las miradas de todos. Aquella repentina timidez arrancó una risa
colectiva junto con un murmullo de agradables comentarios, aunque pronto se
olvidaron de esa pequeña interrupción y cada uno regresó a sus conversaciones y
dejaron de prestarle atención al niño sonrojado.
-Para emigrar
siempre hay un motivo. –Afirmó la anciana. –Y si no me equivoco tú no lo
tienes. Intentas huir de ti misma y esa no es la verdadera solución a tus
problemas.
La muchacha
no contestó. Durante unos largos e interminables minutos permanecieron calladas
mirándose. El resto del pasaje también permanecía callado. El silencio comenzó
a atenazar su garganta. En su cabeza buscaba algún posible argumento para poder
rebatir la contundente afirmación que había hecho la anciana sobre ella, pero
no lograba encontrarla. Era cierto. No estaba segura del paso que pretendía dar
al abandonarlo todo.
-Quedan cinco
minutos para llegar a la estación del puerto. –Se pudo escuchar por la
megafonía del tren.
La anciana
miró a la joven que nerviosamente estrujaba la chaqueta entre sus manos. Le
sonrió. El tren paró. Los pasajeros se incorporaron de sus asientos para tomar
sus bultos y bajar del coche del tren. La joven se quedó sentada en su sitio.
La anciana se incorporó y se dirigió hacia la puerta. Se volvió hacia ella y le
dijo:
-Aún estás a
tiempo para buscar el motivo.
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