-Creo que debo… hablar contigo.
Norberto titubeó ante la seguridad con
que Marta le mirada.
-El grabado me lo enviaste tú
¿verdad?
-Sí, he sido yo…
-¿Las dos veces? –Le atajó Marta sin
dejarle terminar la frase.
-Sí, las dos.
-No lo entiendo. Si ya lo tenías
¿por qué hacer esa operación de enviármelo y, a continuación, robármelo?
-No podía guardarlo en mi casa.
-Si ese era el motivo, sólo bastaba
con que me lo hubieses dicho. – Marta le respondió con tono áspero.
-No pretendía involucrarte en todo
ello, pero…
-No te creo. –Le atajó Marta. –Por
supuesto que pretendías implicarme. Lo hiciste desde el primer momento en el
que te cruzaste conmigo, por casualidad, como tú dijiste. No soporto que me
mientan.
Norberto bajó la mirada como
queriendo evitar el desafío que le enviaba Marta con su firmeza al hablar.
-¿Me cuentas la verdad?
-No sé muy bien por dónde empezar.
–Aseguró el azorado Norberto.
-Entonces hazlo por el principio que
es como mejor se cuentan las cosas.
Él carraspeó y con el índice él le
indicó si podía tomar asiento.
-Sí, por supuesto. –Le atajó Marta
secamente señalándole una silla del comedor.
-Bien, intentaré relatártelo con
orden para que comprendas lo que sucedió.
- Te escucho. –Le respondió Marta
con un tono cortante y muy poco habitual en su forma de hablar.
-Tengo un negocio de antigüedades en
la calle Belén. Ya sabes que es la zona de la ciudad donde están esta clase de
empresas. No es muy grande, aunque tampoco me puedo quejar.
-¡Ah! ¡Tienes un negocio! –Volvió a
interrumpirle Marta. –Nunca me habías hablado de eso.
Norberto bajó la cabeza. Tomó aire
como queriendo hacer el esfuerzo de asumir sus propias mentiras y volvió a
hablar.
-Es cierto. Sólo te he contado unas
pocas cosas sobre mí.
-Yo lo diría de otra manera; sólo me
has contado unas medias verdades que poco o nada tienen que ver con la
realidad, ¿me equivoco?
Norberto, durante unos segundos dudó en continuar
hablando, pero, cuando por fin parecía estar dispuesto retomar la palabra,
Marta volvió a interrumpirle.
-Me gustaría que comenzases otra vez
tu relato, pero esta vez incluyendo todos los detalles veraces, si es posible,
claro. Si quieres, te lo haré más fácil, te hago unas preguntas y tú me las
respondes con sinceridad absoluta ¿Cuál es tu trabajo? y ¿A qué te dedicas
realmente?
- En realidad, soy anticuario.
Heredé la profesión de mi padre. Te mentí cuando te dije que ejercía de
profesor de instituto. Nunca terminé los estudios universitarios. –Le respondió
con rapidez. –Al principio me costó bastante adaptarme a este tipo de negocio donde
lo habitual es que te encuentres con multitud de señuelos, la mayoría de ellos
sembrados por tus propios colegas, y si no eres hábil en esquivarlos puede que
un día de encuentres en la cumbre y al siguiente estés completamente arruinado.
Tuve suerte porque mi padre me enseñó cómo debía realizar los negocios y cómo
debía cerrarlos para conseguir los mejores resultados. La técnica es sencilla,
se debe comprar barato y vender las piezas a precios bien altos. Por un tiempo
me convertí en uno de los principales anticuarios de la ciudad. Comencé a
ganarme el prestigio entre mis colegas hasta el punto de convertirme en el
secretario de la asociación de anticuarios.
-No sabía que existiese esa sociedad. –Le puntualizó
Marta.
-Sí, nuestro grupo tiene una gran influencia y
proyección en los mercados internacionales, en especial, en el europeo. Pero
ahora eso no tiene gran importancia para lo que quiero contarte. –Le puntualizó
Norberto visiblemente molesto por la actitud crítica que mantenía Marta ante
sus explicaciones. –Mi trabajo consiste en comprar y vender piezas de distintos
valores a clientes que la mayoría de ellos son coleccionistas. Hace un año, en
mi tienda se presentó un caballero vestido con un traje confección anticuada, no
obstante, había algo en sus modales y forma de comportarse que me cautivó desde
el primer instante. Su forma de expresarse denotaba ser de una extracción
social alta. Dijo ser el abogado albacea del último noble de una dinastía de marqueses
franceses. Me habló de sus clientes y dijo que era una familia algo excéntrica
que, a lo largo de varias generaciones, había atesorado una gran fortuna con
negocios de todo tipo. El máximo esplendor económico de esta extraña familia se
dio a finales del siglo XIX, lo que les llevó a invertir en la creación de una
magna colección de objetos mágicos.
-¡Curiosa afición! –Le interrumpió
Marta que sintió curiosidad por lo que le estaba contando Norberto.
-Sí, el abogado albacea me describió,
a grandes rasgos, lo que suponían las riquezas de aquellas personas a las que
representaba. El testamento que estaba encargado de gestionar incluía muchos
objetos antiguos de los que los herederos pretendían desprenderse. Debido a su
valor y perfecto estado de conservación, habían expresado su deseo de
venderlos, pero no en subasta, sino de forma directa a prestigiosos anticuarios.
En parte, el abogado albacea me explicó que la excentricidad de los herederos
le había causado muchos disgustos, por lo que deseaba terminar el asunto lo
antes posible.
-Has usado el término excéntrico
varias veces para definirlos. –Le puntualizó la archivera que continuaba usando
un tono seco y cortante.
-Sí, el vetusto caballero utilizaba
constantemente ese adjetivo para dirigirse a los herederos, aunque, cuando los
conocí comprendí que no era un calificativo lo que el albacea usaba para
referirse a ellos, sino que se debía a la profesión de la dinastía. Aquella
familia tenía un circo donde en sus espectáculos circenses interpretaban insólitos
números físicos, así como musicales, por lo que el uso del término excéntrico
se debía a la profesión de sus representados y no su carácter o forma de ser. No
voy a extenderme más en los detalles de aquella conversación preliminar, sólo
te diré que el abogado realizó una detallada exposición de todo lo que aquellas
personas poseían y que habían acumulado durante décadas con motivo de su
profesión y afición por los objetos raros. –Norberto realizó una pausa en su
narración. Sonrió como si al recordar aquel momento fuese algo divertido. Dejó
de sonreír al mirar a Marta que mantenía su rostro serio y prosiguió. –Te juro
que con tan sólo ver el catálogo de piezas que me ofrecía ya quedé maravillado. En ese instante pensé que había encontrado la
gran oportunidad de mi vida. Inmediatamente acepté su invitación a desplazarme
hasta la residencia y poder apreciar la colección que me había descrito y que prometía
ser algo extraordinario. Cuando llegué al palacete mis esperanzas se vieron
aumentadas con sólo ver la entrada de aquella casa. En el interior se hacinaban
muebles y objetos de decoración decimonónicos en buen estado que con la
adquisición de los mismos ya había suficiente como para mejorar mi negocio de
anticuario, sin embargo, algo extraño me sucedió. Me invadió un sentimiento de
codicia hasta tal punto de desear poseerlo todo. Cada objeto que se mostraba
ante mí me parecía imprescindible para mí y la necesidad de adquirirlo crecía,
por instantes, en mi interior. El abogado me llevó a una sala donde se encontraba
expuesta la colección de objetos mágicos circenses. Ni que decir tiene que
quedé prendado de ella. Allí se encontraban desde los más exóticos juegos de
barajas de todo el mundo hasta los más raros y variados objetos que un prestidigitador
pudiese usar en los números circenses. Todo me parecía increíble. En la
colección destacaba por encima de todos como el elemento principal era un autómata
construido por Houdin. Se trataba de un conjunto de tres muñecos formado por
una dama con un pequeño niño negro y un pájaro. La dama vestía un elegante
vestido del siglo XIX. El criado sostenía una sombrilla para protegerla del sol. La dama tenía una de sus manos sobre una caja de la que surgía una manivela. El abogado, al ver mi asombro ante tal maravilla, accionó un botón para ponerlo en marcha. Al instante, la dama autómata movió la mano de la manivela. Dio cuerda y el pajarillo comenzó a moverse y a emitir un trino como si se tratase de un pájaro real. A su vez, el mecano de la dama movía la cabeza afirmando la singularidad del canto y, a continuación, volvía la cabeza hacia su criado quien también asentía ante la belleza del canto del pájaro. Aquella máquina era excepcional. Le mostré mi interés al abogado. Me explicó que formaba parte de un conjunto de mecanos que el mago Houdin había creado. Ese, en concreto, representaba a una de sus alumnas, Benita Anguinet, en una de sus actuaciones. El gran artista lo había creado inspirado en sus espectáculos. Era la primera vez que escuchaba el nombre de la prestidigitadora. De hecho, hasta ese momento, no sabía que existiesen mujeres magas que tuviesen espectáculo propio. El abogado me dio algunos datos sobre ella que todavía aumentaron más mi curiosidad por descubrir más información sobre esa artista. Tras aquella visita a la finca de la excéntrica familia realicé mi oferta. Por encima de todo deseaba poseer aquella máquina tan curiosa y bella. Habría dado todo lo que no tenía por conseguirla. Me sentí abatido cuando me dijo que era la única pieza de la colección que no estaba en venta. En ese instante me derrumbé. Tomé a aquel pobre hombre por las solapas de su elegante chaqueta y lo zarandeé como si él tuviese la culpa de que mi deseo no pudiese ser cumplido. Debí de comportarme con demasiada violencia porque, aquel hombre, se asustó tanto que se deshizo en promesas de conseguirme otros objetos de valor para compensar mi agravio.
vestido del siglo XIX. El criado sostenía una sombrilla para protegerla del sol. La dama tenía una de sus manos sobre una caja de la que surgía una manivela. El abogado, al ver mi asombro ante tal maravilla, accionó un botón para ponerlo en marcha. Al instante, la dama autómata movió la mano de la manivela. Dio cuerda y el pajarillo comenzó a moverse y a emitir un trino como si se tratase de un pájaro real. A su vez, el mecano de la dama movía la cabeza afirmando la singularidad del canto y, a continuación, volvía la cabeza hacia su criado quien también asentía ante la belleza del canto del pájaro. Aquella máquina era excepcional. Le mostré mi interés al abogado. Me explicó que formaba parte de un conjunto de mecanos que el mago Houdin había creado. Ese, en concreto, representaba a una de sus alumnas, Benita Anguinet, en una de sus actuaciones. El gran artista lo había creado inspirado en sus espectáculos. Era la primera vez que escuchaba el nombre de la prestidigitadora. De hecho, hasta ese momento, no sabía que existiesen mujeres magas que tuviesen espectáculo propio. El abogado me dio algunos datos sobre ella que todavía aumentaron más mi curiosidad por descubrir más información sobre esa artista. Tras aquella visita a la finca de la excéntrica familia realicé mi oferta. Por encima de todo deseaba poseer aquella máquina tan curiosa y bella. Habría dado todo lo que no tenía por conseguirla. Me sentí abatido cuando me dijo que era la única pieza de la colección que no estaba en venta. En ese instante me derrumbé. Tomé a aquel pobre hombre por las solapas de su elegante chaqueta y lo zarandeé como si él tuviese la culpa de que mi deseo no pudiese ser cumplido. Debí de comportarme con demasiada violencia porque, aquel hombre, se asustó tanto que se deshizo en promesas de conseguirme otros objetos de valor para compensar mi agravio.
-¿Tanto te impresionó? –Le preguntó Marta
muy intrigada.
-Sí. A partir de ese momento se convirtió
en una obsesión. Intenté averiguar todos los datos posibles sobre ese autómata
y su significado. Poco a poco fui descubriendo la figura de la prestidigitadora
que tanta fama acumuló en Francia, Portugal y España. Asedié al abogado tantas
veces que, al ver mi desesperación por conocer más detalles sobre la pieza y la
maga, intentó calmar mi ansiedad con el regalo de unos cuantos grabados entre
los que se encontraba el de Benita Anguinet. A pesar de todo, la idea de conseguir
aquel autómata de la manera que fuese no cesaba de rondar por mi cabeza. Me
encontraba dispuesto a todo, incluso hasta robarlo.
-¡Vaya! Lo tuyo ya era una cuestión
enfermiza.
-Por supuesto, que no llegué a ese
extremo. A los pocos días de regresar a mi tienda el hechizo, que aquella pieza
parecía haber provocado en mí, aminoró, aunque no del todo. Vendí los grabados
que me regaló el abogado albacea. Obtuve unas buenas ganancias, aunque, por
alguna extraña razón que no sabría explicar, me guardé el de Benita Anguinet. Aquel
grabado tenía algo intrínseco en él. Cada día lo miraba minuciosamente y
descubría nuevos detalles y matices que me sumían en el asombro y la
curiosidad. Continué indagando más detalles sobre aquella mujer regordeta que
sostenía una barita en su mano derecha. Un día, mientras lo limpiaba, por uno
de los extremos del cuadro asomó lo que parecía ser un trozo de papel.
-¡La nota manuscrita! –Se adelantó
Marta.
-Sí ¿Cómo lo sabes? –Dijo
sorprendido Norberto.
-¡Venga! No me negarás que la
dejaste tú sobre mi mesilla de noche cuando me robaste el grabado por segunda
vez.
-Es curioso, no recuerdo haberlo
hecho. –Reconoció. –Han sucedido tantas cosas que es posible que haya olvidado
muchos detalles. En mis averiguaciones sobre la maga Anguinet encontré algunas
referencias sobre sus actuaciones en la magna obra del escritor Benito Pérez
Galdós y, además, también aparecía en algunas crónicas del momento que la
situaban en las celebraciones que se llevaron a cabo en Madrid en 1881 por el
Bicentenario de la muerte de Calderón de la Barca. También descubrí que tenía amistad
con el músico y compositor Isaac Albéniz con el que había coincidido en algún
que otro teatro. Y es así como me fui introduciendo en su mundo hasta llegar al
misterio del camafeo de ónice.
-Lo tienes tú, ¿verdad? –Le atajó
Marta.
Norberto se quedó con la boca
abierta sin saber muy bien qué responderle. Tomó aire y volvió a retomar el
relato.
-Durante un tiempo llegué a tenerlo,
pero la policía me detuvo por haberlo sustraído a sus propietarios.
-¿Dónde lo robaste?
Norberto comenzó a pasear por el
comedor ensimismado. Habló como si estuviese reflexionando en voz alta para sus
propios pensamientos.
-Tuve suerte. Sus propietarios no
cursaron ninguna denuncia contra mí. Reconocí mi error y fueron
condescendientes conmigo. Sabían que sólo lo quería para completar el dilema de
los cuatro poderes de Houdin, pero pronto descubrí que eso no estaba al alcance
de mi mano.
Norberto agachó la cabeza. Parecía
derrotado.
-No tuve más remedio que devolverlo
a sus propietarios. Yo no era la persona elegida para tanto poder, aunque creo
que ellos tampoco lo merecían.
-¿Qué ocurre con ese camafeo? –Le
interrogó la archivera que cada vez entendía menos las elucubraciones de
Norberto.
-Creo que hice lo correcto. El
camafeo se encuentra en el lugar adecuado.
-¿Dónde?
-Sus propietarios han decidido
inaugurar un museo de piezas raras del siglo XIX y XX.
-¡Qué curioso! ¿El grabado de Benita
Anguinet también se encuentra allí?
-No. Ese es mío. Nunca lo dejaría en manos de gente
inexperta, por eso te busqué a ti.
-¿A mí? ¿Y yo qué tenía que ver con todo esto?
-Mi intención era donarlo al archivo para que lo
custodien allí. Pretendía hacerlo de la manera más discreta posible para que no
apareciese mi nombre, pero lo hice mal.
-Sí, en eso llevas razón. ¿Cómo se te ocurrió involucrarme
en un supuesto robo y señalarme como si fuese una delincuente? Si a eso le
llamas ser discreto no quiero ni imaginar cómo será lo que hagas público.
–Ironizó Marta.
-Reconozco que me comporté de una manera muy torpe.
Sólo pretendía que la obra de Benita no quedase archivada en un rincón y
olvidada de todo el mundo como lo había estado hasta ahora. Espero que me
perdones por haberte implicado en este asunto.
-Ahora ya es demasiado tarde para pedirme disculpas.
–Le respondió con tono cortante la archivera.
-Yo, nunca pensé que pudiese causarte tantos
trastornos, sin embargo…
En ese instante sonó el timbre de la puerta y Norberto
dio un salto.
-¡No abras! –Gritó. –Seguro que me buscan.
-¡Qué tonterías dices! Será Mateo el portero que suele
pasar a estas horas para…
Marta no pudo terminar la frase porque Norberto se
precipitó sobre ella. Le tapó la boca con la mano para hacerla callar. A
continuación, volvió a sonar el timbre de la puerta, pero esta vez, quien
llamaba, lo hizo sonar con mayor intensidad. Marta intentó desasirse de las
fuertes manos del anticuario, pero éste la retenía de tal manera que le resultó
imposible lograr zafarse de él.
Unos fuerte golpes sonaron en la puerta.
-Señorita, abra. Somos la policía. Sabemos que el
ladrón está en su casa. Su portero nos ha avisado.
Marta continuó forcejeando para soltarse, pero no lo
logró. De pronto cesaron los gritos de la policía y a continuación, se escuchó
el sonido de un manojo de llaves. Se trataba del portero que, bajo la
indicación de la policía, buscaba la llave para abrir su piso. Norberto se puso
muy nervioso. Soltó a Marta. Dio unos pasos por el comedor como queriendo
calibrar la situación y, de repente dijo:
-Lo siento. Debo irme.
Introdujo su mano dentro de la chaqueta y sacó lo que
parecía ser un puñado de tierra que lo lanzó sobre sus pies. Inmediatamente,
una pequeña explosión dio paso a una nube blanca que lo cubrió todo haciéndole
desaparecer. Cuando se disipó todo el humo allí ya no estaba.
Marta quedó atónita ante aquella desaparición tan
teatral, no obstante, tras todo lo que había vivido, tampoco debía sorprenderle
tanto. En ese instante, alguien abría la puerta de su casa, por eso decidió
tumbarse en el sofá para simular que se encontraba dormida.
***
-Marta, Marta, ¿me escuchas?
Alguien le zarandeaba con suavidad. Cuando abrió los
ojos se encontraba tumbada en lo que parecía ser una camilla.
-Te hemos tenido que llevar al centro médico más
cercano. Nos asustaste cuando comenzaste a decir incoherencias. –Le dijo la
directora del archivo. –Nos tenías muy preocupados. Delirabas y forcejeabas por
levantarte e irte. La enfermera te ha dado un sedante para calmarte.
-Has estado durmiendo más de dos horas. –Afirmó Pilar,
la secretaria. –En sueños decías tantas cosas que nos has asustado. Hablabas con
un tal Norberto. ¿Quién es?
Pero Marta no atendió a ninguna de las preguntas que
le hacían. Comprendió que había estado viviendo una situación muy extraña. Ella
era consciente de haber visto a Norberto en su casa, pero, al mismo tiempo
había permanecido en el archivo, en el depósito de este. Si se lo hubiese dicho
nadie la habría entendido y, lo más seguro, es que la tomasen por una persona
que desvaría.
-Lo mejor será que te lleven al hospital y te tengan
veinticuatro horas en observación. Sufriste un fuerte golpe en la cabeza. –Le
indicó la enfermera del centro. –Creo que has tenido un episodio de trastorno
neurocognitivo.
-¿Neuro qué? –Gritó la secretaria.
-Sonambulismo y no grites que eso es lo último que
Marta necesita ahora. –Reprendió la directora a la secretaria que todo lo
preguntaba y repetía.
-No, no os preocupéis. Ya me encuentro mejor. –les
repitió Marta. –Estoy segura que en casa me repondré de todo.
-Bajo tu responsabilidad te dejo ir. –Le advirtió la
enfermera.
Pero tanto insistió la archivera por irse a su casa que
sus compañeros de trabajo no tuvieron más remedio que permitírselo.
Todavía se sentía algo mareada cuando se apeó del taxi.
Subió hasta su casa. La puerta estaba abierta. En el comedor, despaldas a la
entrada, se encontraba el portero. Marta le habló y este se sobresaltó. Balbuceó
una pobre excusa por el motivo por el que se encontraba en el interior de su casa.
Cuando por fin éste se fue, Marta pensó que al fin podría descansar, en ese
instante sonó el timbre de la puerta. Miró por la mirilla. Era Norberto.
-Pasa, te estaba esperando….
Y parecerá increíble, pero esta situación llegó a
repetirse hasta cuatro veces. El tiempo se había detenido y se repetía sin
cesar. Cada vez que Marta regresaba a su casa volvía a encontrarse con el misterioso
Norberto que, en un arranque de sinceridad, parecía venir a confesarle sus
tretas con, por y para conseguir la obra de la maga Benita. Sentía que la
situación hubiese entrado en un bucle espacio-temporal. Marta creyó encontrarse
atrapada en su propia realidad junto con una increíble pesadilla. Todo sucedía
al mismo tiempo una y otra vez.
No sabía cómo detener aquella situación y cuando
parecía que volvía a repetirse por quinta vez, de repente, sonó el teléfono de
su casa. Marta descolgó.
“Regresa. Te esperamos.”
Esas
fueron las únicas palabras que pudo entender.
Colgó el auricular. Sonó el timbre de la puerta. Marta no se movió.
Volvió a
sonar el timbre, pero, esta vez, no fue a abrir la puerta. Se sentó en
el sofá.
Dejó que sonara el timbre de la puerta hasta que se hizo el silencio.
Poco después se acercó a la ventana y vio a Norberto como se alejaba
hasta pederlo de vista. Cerró
los ojos.
-¡Por fin terminó todo! –Pensó aliviada.
En ese instante, el silencio se rompió con la inconfundible risa del niño llamado Diablillo.
En ese instante, el silencio se rompió con la inconfundible risa del niño llamado Diablillo.
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