Cuando era pequeña, en la calle perpendicular a la mía, vivía una
mujer mayor llamada Milagros. Todos los inviernos, salía a la calle,
cuando hacía solecito, a encender su
'conca' de carbón. Como siempre he sido una niña curiosa miraba, con los
ojos muy abiertos, las operaciones que hacía mi vecina con aquel
artefacto. Abanicaba un poco aquellos trozos negros que con un atizador
apretaba constantemente hasta hacerles salir chispas que saltaban de
brasa en brasa. La fascinación por el fuego, por la vivacidad de ese
material vivo intocable, me dejaba parada delante de ella y de la conca
durante minutos interminables. Aquella mujer me sonría por mi ingenuidad
y curiosidad. El calor surgía de la nada para volver a ella en esos
días soleados del invierno frío. Era
fascinante descubrir que podía cambiar de color y convertirse en algo
intocable, lleno de calor.
La memoria nos
hace volver al pasado una y otra vez, de manera insistente, para hacernos recuperar aquello
que no parecía tener mucha importancia, en un principio, pero que nos forjó un
carácter, una manera de ver la vida.
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