Hoy os voy a contar una historia basada en hechos
reales.
En un pequeño pueblo donde toda la población se
conocía, ocurrió un suceso que revolucionó su vida tranquila. Bueno, lo de tranquila es un decir, pues sus habitantes siempre
andaban preocupados por sus problemas cotidianos, esos problemas que son el día a día, vaya.
En ese pequeño pueblo tenían de todo. Había un
médico. El médico era el de toda la vida que había acompañado a todos desde su
nacimiento hasta su muerte y todo lo hacía con muchísima delicadeza. Un
alcalde, que llevaba tantos años ejerciendo ese cargo que ya casi lo confundía
con su real profesión que era la de porquero. En el ayuntamiento se limitaba a
cumplir lo que el secretario, el único que había conseguido el puesto por una
oposición estatal, le ordenaba. Esa obediencia, entre otras muchas cosas más,
era el motivo por el que se mantenía en su puesto. También estaba el policía
municipal, encargado de guardar el orden en el municipio, pero como no era
gente de mucho trajín, sólo se veía obligado a actuar cuando el vecino
borrachito se pasaba de copas y armaba un poco de jaleo, mayor del habitual.También tenían un cura, pero ese sólo vivía para sus cuatro feligresas. Se aislaba en sus rezos y se olvidaba de su principal tarea: conciliar conciencias.
Por
último estaba el boticario. Este hombre de carácter huraño, conocía a todos pero
no por su nombre, sino por los venenos que consumían. Era osco y demostraba
mucho rencor a cada uno de los que iban a molestarle, que era como él decía, por sus manías de tomar medicamentos que ninguna falta les hacía. Todos los del
pueblo lo despreciaban. Decían que la suerte que tenía era que no había otra
botica donde ir a comprar las medicinas que el médico les recetaba, porque si no,
se iba a enterar lo que le iba a costar mantener un negocio. En realidad el boticario
no era tan mala persona, al contrario, si alguno de los vecinos estaba muy
enfermo, era el primero que salía corriendo de la población para buscar el
medicamento necesario. Su principal defecto era la falta de simpatía para demostrar su
abnegado trabajo. También fiaba las medicinas a los pensionistas que no podían
pagárselas, aunque nunca lo hacía con una sonrisa o con una palabra amable, por
eso, todos lo consideraban persona ‘non grata’.
Así transcurría la vida en ese pequeño pueblo,
hasta que un acontecimiento cambió la rutina.
Un día llegó, a la plaza del pueblo, una camioneta de una televisión
estatal. De ella bajaron varios cámaras, con artilugios de todo
tipo para realizar un programa de televisión. Les capitaneaba un periodista, un hombre muy
popular de la pantalla, preguntó en el bar del pueblo si ya se había dado a
conocer el único ganador del juego millonario. Todos se miraron como quien no sabe
nada. Al ver que la gente no estaba enterada de la noticia, el periodista les
explicó que sabían que el ganador vivía allí y que había ganado el suculento premio
de diez millones de euros. La noticia se extendió como la pólvora por todo el pueblo, pero lo raro era que nadie sabía
nada. Ningún vecino había cambiado su forma de vida. Todo seguía
igual.
El periodista se quedó unos días por
allí. Les preguntó a todos y nadie supo decir nada, sólo el médico le dijo tras pensar y pensar
qué había podido cambiar en el pueblo, que lo único novedoso era que uno de los vecinos había tenido
la mala fortuna de romperse una pierna y no había podido ir al campo a
recolectar sus cosechas. Esa tarea era necesaria, pues si no las vendía, no podía
hacer frente a la letra de la hipoteca y eso significaba que perdía la finca.
Misteriosamente, se le apareció un familiar que no sabía que tenía y que dijo
venir expresamente para cuidarle y hacer el trabajo del campo pendiente. Se trataba de un joven estudiante de la ciudad que se quedó a pasar una temporada
con él.
Al mismo tiempo, a una vecina viuda que tenía
muchísimas deudas le sucedió algo extraño. Siempre decía que esperaba el giro postal que le haría un hijo que le iba a enviar una gran suma, pero, en realidad, nunca llegaba, incluso se puso en duda que existiese tal hijo. Un día el cartero le entregó ese dinero ansiado y que tanto necesitaba.
Poco a poco, a cada uno de los vecinos se les fueron solucionando los problemas económicos y con ellos los emocionales, por eso bajó el consumo de fármacos de una manera espectacular.
Poco a poco, a cada uno de los vecinos se les fueron solucionando los problemas económicos y con ellos los emocionales, por eso bajó el consumo de fármacos de una manera espectacular.
El periodista sintió curiosidad por lo que
ocurría en ese pueblo y decidió quedarse unos días más. Envió de regreso a todo
su equipo a la capital y alquiló una habitación en la pequeña fonda del pueblo.
Quería observar a sus habitantes. Se dio cuenta de que todos despreciaban al
farmacéutico pero que nadie podía obviarle porque su vida dependía de él y de
su mal carácter.
Tras varios encontronazos con su mal talante y que
no creo oportunos narrar en esta historia, una mañana, el periodista se decidió a
hablarle con claridad al boticario.
-Sé que es usted la persona premiada. Y sé que está
repartiendo el dinero del premio, de la manera más discreta posible, entre todos sus
conciudadanos. No me lo niegue, porque me he dado cuenta de la satisfacción, mal
disimulada, cuando alguno de los habitantes de este pueblo resuelve sus penurias.
Es usted el ganador.
El boticario lo miró a los ojos y después de
cambiar de semblante, lo tomó del brazo para introducirlo en la trastienda.
-Mira, llevo muchos años labrándome la fama de
huraño así que no la voy a perder ahora, porque tú seas un listillo que te hayas dado
cuenta de todo, el trabajo de tantos años. Te propongo un pacto. Tú creas un héroe, tienes una historia que te
dará un premio periodístico y yo sigo en la discreción de mi botica. Tal como quiero que me vean mis vecinos: gruñón.
Tras discutirlo un poco entre ellos, llegaron a
un acuerdo.
El periodista se fue y escribió una historia donde
narraba que un joven se había hecho pasar por un familiar para ayudar a toda
una vecindad de la manera más discreta y altruista posible. Todo el pueblo se
enteró de quién era el falso benefactor y lo festejó como si fuese un santo, todos,
claro, menos el boticario que siguió detrás del mostrador refunfuñando, en especial, cuando
tenía que vender algún veneno a algún vecino descontento.
Moraleja: No desprecies a nadie por su carácter y actitud porque te puedes llevar la mayor sorpresa de tu vida.
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