domingo, 18 de octubre de 2015

EL SITIO IDEAL




A Toni Misó.
«A mí me gusta. El sitio es ideal

Era el único argumento que esgrimía y lo repetía una y otra vez. Aquella mujer rubia, de edad indefinida, vestida con unas mallas ajustadas y unos zapatos de tacones vertiginosos, se paseaba por entre mis ramas. No me miraba, sólo tiraba de mis hojitas y las arrancaba nerviosamente. Su intranquilidad iba en aumento y así me lo demostraba hasta que, por fin, se decidió a soltar mi rama y pronunció la última sentencia.

«Este solar es el que quiero. Me gusta. Es ideal para una gran casa.»




Ese fue el inicio de mi tragedia. Al día siguiente ya estaban las máquinas excavadoras trabajando. Todo eran montones de tierra a mi alrededor. Fui testigo de cómo se quitaban las peñas que tanto tiempo habían estado frente a mis ramas. También pude escuchar el llanto de las matas de tomillo, romero, espliego y de rabo de gato cuando eran arrancadas para lanzarlas al fuego. Yo también lloré porque ellas me habían acompañado siempre en mi soledad. Contemplé, asustado y sin poder hacer nada, cómo crujía la tierra entre mis raíces cuando la pala la arañaba.
Hubo momentos de tregua, pues,  durante varias semanas, bajo mi sombra, se sentaron distintos hombres. Lo hacían por intervalos. Aquello era un reguero de caras distintas que venían con el amanecer y se alejaban de mí con la noche. Aunque hablaban mucho, entre ellos, ninguno me prestaba ni la más mínima atención. Yo sólo les ofrecía el lugar fresco de descanso. En ese periodo de tiempo todo estaba tomando un aspecto triste. Las abejas dejaron de venir a  visitarme, tampoco venían las avispas con sus monsergas pues cuando aparecía alguna, los hombres que estaban por allí, las  ahuyentaban con un manotazo que, si no lo esquivaban rápidamente, su vida peligraba.

Fue entonces cuando comencé a sentir miedo. Sí, fue en el instante en el que aquel hombre apoyó su mano en mi tronco, como queriendo escuchar mi corazón, ya encogido por el espanto. No entendía muy bien sus palabras pero sí que podía sentir los fogonazos de aquella luz que salía del pequeño artefacto que llevaba entre sus manos. No dejaba de mirarme  mientras daba vueltas y tomaba apuntes de todos los ángulos de mi copa. Tomaba distancia y luego se acercaba cada vez más hasta meterse entre mis ramas.  Cuando terminó, aquella especie de danza, sacó otro pequeño artilugio y se puso a hablar con él solo. Entonces lo comprendí todo: mi suerte estaba echada.
Al día siguiente llegaron aquellos dos hombres. Descargaron sus herramientas, sus serruchos y sus tijeras. Me las mostraron como queriendo hacerme entender que me las iban a aplicar sin piedad. Creí que aquello ya era mi fin. Cortaron mis troncos más grandes. Me dejaron varios muñones que luego me vendaron con unas tiras untosas quizá para contener la hemorragia de mi savia. Una vez terminada la operación, uno de los hombres, volvió con un vehículo pequeño. Llevaba una palanca delantera. Tiró de mí hasta sacar mis raíces de cuajo. Me elevó y elevó hasta que pude observar el espacio donde tantos años había estado plantado: mi sitio ideal. Cuando me depositó lo hizo sobre un toldo que estaba extendido en el remolque del camión. Se dieron mucha prisa por cubrir mis raíces. Creo que tenían miedo de que el sol las curiosease. Después, todo pasó muy rápido. Me sentía débil y trastornado por el viaje que comencé. Por fin, el transporte se detuvo. Me depositaron junto a otro olivo. Era un olivo un poco más joven que estaba tan desorientado como yo. No sé el tiempo que estuvimos hablando y hablando de cómo había sido nuestra vida hasta ese instante y del futuro que nos esperaba si es que nos esperaba alguno. Nos contemplamos y nos mentimos mutuamente consolándonos de que todo aquello no era tan grave, que por algún motivo, que desconocíamos, nos mantenían con vida.
Pasó el tiempo, no sé decir si muy rápido o muy lento, lo que sí sé es que cada día estaba más apático. No tenía sentido mi vida allí. Estaba envuelto en plásticos y rodeado de ejemplares quejumbrosos como yo. Estaban desorientados, fuera de su sitio. Todos habíamos perdido el norte, pero un día… sí un día escuché una voz que me resultaba familiar; al poco supe quién era. Se trataba de aquella mujer rubia quien había pronunciado la última palabra el día que comenzaron todas mis desgracias. No había cambiado mucho de aspecto. Nos miró a todos los olivos con detenimiento.

«No sé, uno. Me da igual, pero que sea grande. Este estaría bien pero como tiene ese aspecto tan tristón.»

Hablaba de mí. Ella se atrevía a decir que yo estaba triste ¡Claro que lo estaba! Ella me había sacado de mi casa y ahora se dedicaba a criticar mi aspecto. ¿Con qué derecho se atrevía a decir cuál era el estado de ánimo en el que podría encontrarme?
No sabría explicar exactamente que es la ira pero creo que, en ese instante, comenzaba a sentirla.  
Todo evolucionó de forma inesperada. No pude comprender el final de la conversación entre esa mujer y el hombre que estaba allí, pero la consecuencia de aquella visita fue que, al día siguiente, aquel que primero me había cortado las ramas y me las había vendado, aquel hombre que me sacó de mi sitio ideal para cargarme en un remolque, ahora era el encargado de transportarme otra vez.
Tuve la sensación de que el viaje sería incierto pero comenzaba a darme igual. Nada tenía sentido. Había sido traicionado pero la pregunta era ¿por quién?
Mientras me hacía estas preguntas el camión paró. El hombre sacó su pequeña máquina con pala y me elevó por los aires. Quitó todos los plásticos que cubrían mis raíces y me depositó en un gran agujero. Tras unos minutos de aturdimiento, por fin observé el lugar donde me habían colocado. Todo comenzó a serme familiar. Miré y volví a mirar y… mi sorpresa aumentaba a cada instante: era mi sitio, mi sitio ideal. Había cambiado mucho, quizá tanto como yo. Ya no tenía las peñas y las matas habían desaparecido, en su lugar, había una gran casa toda de cemento.

Fue en ese instante cuando comprendí que había hecho el viaje de regreso a mi sitio. Me sentí un Ulises que después de haber sido tomado y retenido por los dioses volvía a casa: a mi sitio. Había cambiado de aspecto. Casi no parecía mi sitio ideal aunque, a partir de ese instante, volvió a serlo.

6 comentarios:

  1. Soy árbol. Quiero decir que, cuando he visto talar un árbol, sentía cómo era a mí a quien desgarraban y, ante un incendio forestal, me angustia terriblemente la idea de los árboles atrapados, sin poder huir del fuego. Así que he leído tu texto desde dentro, como árbol, haciendo míos los sentimientos y reflexiones del olivo. Me ha encantado. Y esa conclusión, ese retorno a una Ítaca que no se parece a la que era pero que, a fin de cuentas, es y será siempre Ítaca, me ha gustado muchísimo.
    Un abrazo de árbol a árbol.

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  2. A veces no somos conscientes de lo que importa un árbol y más, si cabe, un árbol noble como el olivo. Su viaje de ida con una vuelta incierta ha provocado mi relato, como el Ulises retenido y después liberado para volver a su espacio. Muchas gracias por la lectura y comentario Carmen.

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  3. Abracemos los árboles, ellos son parte de nuestra vida.. tenia en mi jardín un guindero y hace poco murió.. que pena..
    Tu relato es canto a la naturaleza..
    Un abrazo

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    1. Gracias Suni por tu comentario; los árboles son tan importantes como el aire que respiramos y parece que se nos olvida con gran facilidad.

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  4. Los árboles y los que no son árboles. ¡Cuantas veces se han hecho grandes cosas por el bien de la Humanidad sin antes haberle preguntado a esta si de verdad las quería y si tanto bien les hacía!.
    Triste , real y como único beneficiario la supuesta benefactora.

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  5. En más de una ocasión y en nombre del bien común se han arrancado árboles y sustituido por ladrillos y cemento. Todos tenemos nuestra Ítaca particular. Gracias por la lectura y comentario.

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