Todos los años, cuando llegaba
la feria de Sant Miquel de Llíria, mi padre movilizaba a toda la familia para
preparar la visita.
«Vamos a la feria.»
Ese era uno de los principales
argumentos que esgrimía para convencernos, pero no hacía falta que nos animase
mucho ya que a todos nos encantaba esa fiesta.
La fiesta era sencilla y suponía
toda una experiencia para los más pequeños de la casa, es decir, yo. La
víspera, mi madre, se pasaba todo el día cocinando aquellas comidas que tanto
nos gustaba y que resultaba fácil de transportar en fiambreras y en bolsos.
Debían de ser comidas que se conservasen bien fuera de la nevera durante varias
horas.
Como mi padre trabajaba toda la
semana, sólo se podía ir el domingo. El día del patrón de Llíria se celebraba
el 29 de septiembre y, a partir de ese momento se iniciaba la feria que duraba
ocho días. Ese domingo en casa toda la familia nos levantábamos pronto y con
todo ya preparado del día anterior nos desplazábamos hasta allí con el trenet,
el transporte local que comunicaba Valencia con los pueblos de la zona norte.
En la estación Pont de Fusta, central de todas las líneas de transporte; allí
se realizaba el trasbordo para tomar la que nos llevaría hasta Llíria. A mí me
resultaba muy divertido tener que cambiar de vagón y subir a otro tramo de
transporte que nos llevaría hacia un lugar distinto. Me gustaba sentarme junto
a la ventanilla y poder contemplar los nuevos paisajes que, aunque no eran muy
bellos, para mí tenían el encanto de la novedad.
Una vez llegábamos a la estación
de la llamada la ciudad de la música la fiesta comenzaba en el primer instante
de poner el pie en sus calles. Era estupendo ver a los vendedores ambulantes
con sus globos de colores o los puestos de dulces de azúcar como preludio de lo
que se avecinaba en la calle de la subida a la ermita.
No recuerdo cual era la
distancia entre la estación y la ermita, sin embargo, en mi memoria, sí que
están los puestos de la feria, quizá fuese lo único que, en ese momento, me
interesaba. Las turroneras lucían sus blancos delantales con
puntillas almidonadas como queriendo competir, entre ellas, en blancura y luminosidad.
Todos los años, mi padre compraba dulces y granadas para los postres de toda la
familia. Siempre nos decía lo mismo: «Las granadas son un fruto divino que
se toma en septiembre para la fiesta del arcángel.»
Por mi parte yo permanecía con
los ojos muy abiertos y escuchaba las voces alegres de los que paseaban entre
los puestos como algo extraordinario mientras nos aproximábamos a la subida de
la ermita. Par mí, lo más impactante era observar a los mendigos que pedían una
caridad a los devotos del santo.
«Una almoina per l’amor de
Déu», era la cantinela que acompañaba la ascensión hacia el santuario. Me
fascinaban sus caras tristes y ennegrecidas por haber pasado muchas horas al
sol. Mostraban sus manos oscuras que extendían, junto con las voces
entrecortadas pretendiendo incitar a la caridad a los que cruzábamos por
delante de ellos.
Subir aquella cuesta me
resultaba muy duro. Mi padre bromeaba para animarnos en la ascensión diciendo
que como el santo poseía alas a él no le había importado subirse tan alto. Al
final de aquella peña se encontraba la ermita lujosa y dorada que guardaba la
hermosa imagen del arcángel.
La talla representaba a un atractivo
joven de cara aniñada que mataba a un inmundo diablo el cual se retorcía a sus
pies. Su belleza realzada por aquella corona dorada y las blancas alas,
instintivo de su condición de arcángel, a mis ojos de niña impresionable contrastaban
con las ofrendas de exvotos de cera que se arremolinaban junto a su altar.
Cabezas, manos, brazos, pies, tórax, todos se exhibían colgados de la pared
para mostrar las plegarias desesperadas de los devotos que allí acudían con sus
males a cuestas.
Una vez cumplido el ritual de la
ascensión, nos entregábamos a la bajada del camino, pero, esta vez, con el
aliciente de dirigirnos hacia el Parque de Sant Vicent. Ese paraje
estaba a dos kilómetros y medio de la ciudad. El camino hacia allí nunca se nos
hacía largo. Nuestra alegría por la fiesta continuaba durante todo el
trayecto.
En ese parque también había una
ermita erigida en honor al santo predicador, sin embargo, no recuerdo el
haberla visitado nunca pues, ese día, el joven alado le robaba el protagonismo
al terrestre sermoneador.
En el parque el agua fluía
limpia, sana y hasta se podía ver alguna que otra carpa que se movía en busca
de las migas de pan que los niños no cesábamos de lanzarles.
Las rústicas mesas enclavadas
bajo los pinos de aquel lugar idílico para mí acogía a varias familias, como la
mía, que decidían disfrutar de un apacible día festivo. Muy próximo se
encontraba un merendero que regentaba una mujeruca de aspecto desaliñado.
Aquella mujer llevaba un curioso peinado cardado donde parecía anidarle alguna
que otra golondrina despistada que se hubiese despistado en su partida hacia
las costas africanas.
La fiesta parecía finalizar
cuando las viandas, siempre tan sabrosas y llenas de los sabores caseros
conferidos por las manos expertas de mi madre, se terminaban. Se remataba la
comilona con el agradable sabor de las dulzonas granadas que nos recordaban el matiz
otoñal de la fiesta del final del mes de septiembre.
Es curioso, con el paso del
tiempo, poco a poco dejamos de ir a la fiesta de Llíria. Mi padre había
comprado un coche y, sin embargo, ya no nos resultaba atractiva la aventura de
ir a pasar un día de feria a finales de septiembre. Con el paso del tiempo he
comprendido que algunas cosas tienen sentido en su momento justo y que
repetirlas no tienen sentido puesto que se encontrarían fuera de ese tiempo
vivido.
Hola! Te felicito por lo bien que escribes y la descrpción que haces del ambiente festivo y sobre todo los prolegómenos que son lo que más se disfruta. Yo también recuerdo cuando mi Padre nos llevaba a mi hermana y a mí, sólo que la de mi pueblo era más pequeña, pero nosotras lo pasábamos en grande. Felicidades también por el blog en general, que tiene entradas muy interesantes. Ya tienes una seguidora más. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Mariángeles por tu lectura, comentario y amistad. Creo que es bello regresar a nuestro pasado, seleccionar aquello que nos ha marcado el carácter y rememorarlo con cariño y veracidad, pero ese es mi punto de vista, claro. Un abrazo.
ResponderEliminarAcabo de terminar de leer , enterito, todo tu blog. Me ha encantado. Hay entradas divertidas, otras nostálgicas, otras reflexivas pero todas muy amenas. Ya casi conozco a la vecina dura de oido junto con parte de su familia, a la niña que recuerda su infancia y aprovecha para hacernos pensar. He visto sitios que ya no existen desde hace años pero que al describirlos parecía que estaba allí. Me he convertido en lector incondicional de tu blog y espero que sigas regalándonos entradas lo más a menudo que puedas.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus comentarios sobre mi blog y el interés que has mostrado, Lurio. No puedo ser muy regular en mi escritura pero lo intento. Gracias, de nuevo por seguirme.
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