Para mí siempre ha sido una tortura
ir al médico. Lo ha sido y lo sigue siendo en la actualidad. Puede que el
motivo de mi aprensión tenga alguna relación directa con el pasado, ese pasado
que nos define hasta el punto de hacer que el carácter se forje de una forma u
otra.
Creo que tenía una gripe
primaveral o quizá era otoñal, pues no recuerdo muy bien la estación en la que
nos encontrábamos; aunque sí recuerdo que no me gustaba la idea de ir a la
consulta médica. Creo que a todos los niños nunca nos han gustado las
inyecciones y menos cuando te las recetaban para todo sin ninguna
consideración. Así era mi médico de familia o de cabecera que era como se le
llamaba entonces.
Aquel día, la sala de espera estaba
llena de pacientes. Todos parloteaban a la vez. Entre ellos se contaban sus
enfermedades y diagnósticos hasta llegar a deducir el motivo por el que se
morirían pero a largo plazo, por supuesto.
La pequeña sala estaba amueblada con
unos incómodos bancos de madera que apenas daban cabida a todos los enfermos y
acompañantes, no obstante, sí que conseguía su fin que era el de reunirlos
alrededor de la pequeña puerta de la consulta médica. La apertura de ésta era
el único foco de interés para todos en ese momento.
Se hacía el silencio cuando se abría
y salía la senyoreta, quien hacía las veces de enfermera y
recepcionista. En este caso coincidía en que era la propia esposa del titular.
Aún recuerdo su timbre de voz ronco. En esas apariciones preguntaba el orden de
llegada para ir apuntándolos en una lista. A pesar de su insistencia por
aparentar rectitud, aquel papel resultaba ser tan vulnerable como cualquier
orden establecido durante esos años aciagos del tardofranquismo.
Transcurrido un tiempo por fin nos
tocó el turno a mi madre y a mí. Traspasar aquella puerta de cristal
significaba respirar un ambiente cargado de una mezcla de desinfectante junto
con alcohol médico. Ese aroma tan particular siempre lo identifiqué con aquella
familia. En la pequeña estancia amueblada densamente destacaba, en primera
estancia, una camilla cubierta por una sábana. En otro rincón de la sala
estaba alojada la mesa del médico. Resultaba pequeña para albergar la
enorme fisonomía de aquel hombre cejijunto y gruñón. No recuerdo su mirada
pues no levantaba la mirada de los papeles que tenía sobre la mesa cuando se
dirigía a sus pacientes. En el otro lateral había otra pequeña mesa donde se
sentaba su esposa, la senyoreta, quien le facilitaba los posibles
archivos médicos de los pacientes así como también transcribía las recetas de
los medicamentos diagnosticados. Muchos años después supe que aquella
conjunción matrimonial y laboral tenía una razón de ser específica. No sólo se
trataba de un ahorro de sueldos sino que la esposa además ejercía el control
pertinente sobre las reacciones inesperadas, contra los pacientes, de su
visceral esposo.
Nos hizo pasar. Mi madre se sentó en
la silla situada enfrente de la mesa del médico yo permanecí de pie. No
llevaría ni dos frases dichas sobre mi enfermedad estacional cuando golpearon,
con gran urgencia, a la puerta de la consulta. La senyoreta
solícita se levantó para ver quién era el que con tanta virulencia llamaba.
Cuando abrió la puerta entraron tres hombres precipitadamente. El que iba en
medio casi lo llevaban en volandas los otros dos. Un vendaje improvisado le
contenía la hemorragia de la sangre que manchaba su camisa y chaqueta.
Rápidamente mi madre se levantó de la silla me
tomó de la mano para arrinconarme, junto a un armario que se alojaba en el
último extremo del cuarto, cerca de la puerta.
« ¿Qué
le pasa?» gritó el médico a los tres recién llegados.
No recuerdo quien lo explicó pero
nunca olvidaré que mi madre intentó abrir la puerta para que saliésemos,
ella y yo, de ese barullo accidental. La voz potente del médico nos lo
impidió.
«No hace falta que os vayáis. Esto será
rápido.»
Ante esa orden y viniendo de quien
venía, una de las autoridades gubernamentales de la población, pues los
cuatro pilares del poder y el orden en el pueblo eran el alcalde, el
secretario, el cura y el médico de familia, nadie se atrevería a desobedecer a
aquella voz de mando. Mi madre retrocedió y se colocó junto a la mesa de la
senyoreta. Me apretó la mano fuertemente como queriendo indicarme que me
estuviese quieta y callada junto a ella.
El herido ocupó la silla del paciente y el
médico procedió a abrir aquel vendaje que tanto sangraba.
« ¿Con qué
te lo has cortado?»
Y mientras se lo preguntaba me asomé para ver
la cara de aquel hombre demacrada a cada segundo que pasaba.
«Con una
sierra mecánica.» Contestó uno de los acompañantes.
No recuerdo de dónde salió aquella pequeña
bandeja con una aguja e hilo. El médico rápidamente la enhebró:
«Te dolerá ¿podrás soportarlo?»
El hombre herido asintió. Apretó los dientes.
¿Dos o tal vez fueron cuatro puntos?
No sé cuántos aunque cuando terminó de suturar fue, en ese instante, cuando el
herido gritó. Mi madre, creo que inconscientemente, me apretó más la mano.
La tensión que había en la sala se podía
cortar. El médico soltó la aguja sobre la pequeña bandeja y ordenó a su mujer:
«Tráeles a estos hombres una copa de coñac que
se la ha ganado y otra para mí también.»
Los tres hombres sonrieron ante la afirmación.
Nadie se había fijado en que allí estábamos, como testigos mudos de lo que
estaba ocurriendo, mi madre y yo. No nos habían mirado ni preguntado cómo
estábamos nosotras tras haber sido testigos de una cura de urgencia.
La senyoreta regresó
rápida con el encargo: unos vasos y una botella de coñac. Sirvió la bebida a
los que allí estaban.
No tardaron mucho en irse. Lo
hicieron tal como habían entrado: en tropel.
Mi madre y yo volvimos a sentarnos
delante de la mesa médica. No recuerdo qué medicación me recetó,
seguro que serían inyecciones como remedio. De todas formas quizá si en
ese instante nos hubiese dado, a mi madre y a mí, un poco de aquella bebida
espiritosa puede que nos hubiese hecho más efecto que cualquier otro
medicamento de la botica.
Vaya episodio! Me encanta la descrpción de los detalles en cuanto al mobiliario, personas y actitudes propias de la época en que ocurrieron los hechos. Mientras se lee uno puede verlo como si se hubiera filmado. Enhorabuena! Un abrazo.
ResponderEliminarCon el paso del tiempo las cosas toman distintas dimensiones y se comprenden algunas cosas que, en el instante que ocurren, no se sabe muy bien su sentido. Gracias por tu hermoso comentario sobre mi forma de explicar las situaciones. Gracias por tu amistad.
ResponderEliminarBueeeno, siendo yo pequeña, mi padre tuvo un accidente en el trabajo y perdió parte de un dedo..Yo no asistí a su curación y mi madre tampoco, pues del trabajo se lo llevaron directamente a la consulta del doctor...Recuerdo que algo así contaba..Entonces las cosas, la vida funcionaba así..El coñac era como una medicina...Esos tiempos..
ResponderEliminarBesos
Cierto, en esos tiempos éramos parte de un sistema que no contaba con nosotros. La actitud del médico que no se preocupaba por los pacientes y su intimidad, puesta en manos de su esposa… en definitiva, tiempo para no repetirlos pero tampoco para no olvidarlos ni enterrarlos. Gracias por el comentario y lectura.
ResponderEliminarEse olor a alcohol...no puedo olvidarlo. Yo recuerdo al practicante (extinguidos ya, menos mal) con sus bartulos en una cajita metálica, el mechero calentando la aguja, las palmaditas que a mi me parecían verdaderos azotes en el culo y ¡zas!....todavía me duele cuando lo recuerdo.
ResponderEliminarEs parte de nuestra infancia y , aunque todavía me duela, está bien recordar de vez en cuando.
Muy bien descrito. Sigue siendo un placer leerte.
Peor resultó cuando el médico delegó los pinchazos en mi propia madre a la que le enseñó como inyectarlas con habilidad. Gracias por leer y comentar mis relatos.
Eliminar