"Wie sagt man auf Spanisch,
wieviel kostet das " ("¿Cómo se dice 'cuánto
cuesta' en español?")
Al escuchar esta frase, a aquella
mujer se le abrió todo un mundo de recuerdos pero… comenzaré por el principio.
Creo que es lo correcto.
Durante mi etapa de estudiante de
bachillerato leí unos cuantos relatos breves escritos por Azorín; en uno de
ellos alimentó mis deseos de viajar a Santiago de Compostela. Aunque el
escritor alicantino no resultaba tan emocionante como otros escritores de
novela romántica, sin embargo, sus claras descripciones me impactaron lo
suficientemente como para crearme el interés por esas tierras. Pasado el tiempo
y por motivos que tampoco contaré en este relato no pude efectuar dicho viaje
durante mi adolescencia; no obstante, como ocurre con el transcurrir de la vida
para todo siempre hay un momento adecuado. Aquel verano fue el adecuado. Al fin
cumpliría mi deseo.
En los días previos aumentaba mi
entusiasmo ante la posibilidad de tener una aventura en un viaje incierto. Además,
a todo aquello, se unía la posibilidad de conocer más ciudades gallegas. A los del Este de la península esas lejanas
tierras se nos antojan remotas, nubladas por las continuas tormentas, de tonos
grisáceos mates e imaginamos que son unas tierras siempre anegadas por una
lluvia constante.
Barajé la posibilidad de viajar en
autobús, pero pronto lo descarté. Recordé alguna que otra experiencia nada
cómoda de anteriores desplazamientos con este tipo de vehículo y mi memoria me
lo desaconsejó. Opté por el tren que, si bien resultaba algo más caro, no
dejaba de comportar, en sí mismo, toda una aventura decimonónica.
La pericia incluía el largo trayecto
de cerca de mil kilómetros de distancia y eso junto con la necesidad de
realizar un trasbordo en ese nudo gordiano de Madrid aumentaba la curiosidad.
Además, al trasbordo de tren se unía la necesidad de tener que cambiar de
estación y, con ello, de compañeros de viaje. Mi falta de experiencia en estas
lides hacía que ese incómodo detalle aún incrementase el atractivo del viaje. Cuando
llegó la realidad comprendí que el romanticismo del trasiego se diluía frente
al pragmatismo de la realidad. Salvados todos esos inconvenientes que, por supuesto,
no deben de ser despreciados entre los recuerdos con el paso del tiempo, el
disfrute de cruzar toda la península en busca de una fantasía, parecía más
lejano en el espacio que en el tiempo, de manera que aquello aumentó mi
entusiasmo.
Cansada pero feliz llegué a la
estación de Santiago. Miré al exterior y casi me decepcionó no ver caer el agua
a cántaros pues, en mi imaginario, se unía la ciudad santiaguesa con una
persistente y constante lluvia. No obstante, me alegré. En ese momento con lo
cargada que iba con mis bártulos de viaje, sin un paraguas a mano, seguro que
todo habría empeorado más, sin duda, la situación.
Al día siguiente, tras dormir poco y
con las piernas aún entumecidas por el viaje, salí en busca de la ciudad
santiagueña imaginada. Deseaba llenar mi retina de emociones, escuchar a las
gentes, rozar la luz mortecina filtrada entre las nubes y encararme con la
lluvia aunque ésta tampoco llegó. Quizá no era el momento, pensé.
Si algo facilita la estancia en esa
hermosa ciudad es callejear y disfrutar de los intensos contrastes se producen
al ver las imágenes de los peregrinos entrando y saliendo por sus calles. En
más de una ocasión me divirtieron los rituales que algunos repetían ante la
imagen del santo y que demostraban su inconsistencia religiosa. Poco a
poco, como un suspiro, pasaron los días del viaje santiagués. Todo había tomado
un matiz distinto con el paso de lo fantaseado a lo admirado. Sin poder
evitarlo siempre acudía a mi memoria el referente de la lluvia gallega que
tanto deseaba contemplar y que parecía huir de mí. Por fin llegó el último día de
permanencia. Seguía sin caer ni una gota. En nada me había decepcionado aquella
ciudad salvo en la idea de que la humedad que rezumaba en sus fachadas sólo
debería ser algo preparado para impresionar a los que somos de zonas secas.
Di el último paseo a la plaza. Me
senté en uno de los poyos que había cerca de la fachada de la catedral. En ese
instante me percaté de que además de la ida y venida de los turistas y
ocasionales lugareños las verdaderas ocupantes de la plaza eran las vendedoras
ambulantes. Ellas ofrecían sus reliquias, recuerdos y demás detalles que todo buen
viajero debía comprar para demostrar que ha estado en dicha ciudad. Se
encontraban en los puntos más transitados colocadas estratégicamente con sus
pequeños carritos. Esos artilugios, simples pero muy prácticos, lucían colgados
los rosarios, collares, pulseras, alfileres, estampitas y demás zarandajas como
si de un tenderete se tratase. En la base del carrito se arremolinaban los
artilugios plateados con la efigie del peregrino junto con otros collares y
medallas del santo. Me fijé en una pareja de turistas de inconfundible aspecto
germano que se aproximaban a contemplar las baratijas que exhibía una de las
mujeres que allí estaban. Ella, rápidamente, les prestó toda su atención y les
ofreció sus mercancías.
“Señores, cómprenme un recuerdo
del santo para llevarlo a sus casas” Su voz grácil y musical pareció captar
la atención de los curiosos turistas.
“Quanto costa?” Farfulló el
hombre no sin cierta dificultad.
La vendedora sin casi darle tregua
le replicó.
“No, el italiano no lo entiendo” palabras
que acompañó con un gesto visible de negativa.
Los dos ya azorados viajeros se
consultaron entre ellos. No sabían de qué forma se harían entender por aquella
mujer pues en español sólo sabían una frase: “Una cerveza, por favor.”
Mientras hablaban entre ellos la
vendedora, sagaz y experta para las buenas ventas, les escuchó decir: "Wie
sagt man auf Spanisch, wieviel kostet das?" ("¿Cómo se
dice 'cuánto cuesta' en español?") Al escuchar esta frase a aquella
mujer se le abrió todo un mundo de recuerdos. El efecto fue idéntico al de un
resorte. La mujer les interpeló con un alemán fluido. Ella sabía su lengua, sí
que podía comunicarse con ellos y venderles todo lo que estuviese en su
carrito. La sorpresa de aquellos turbados turistas fue en aumento cuando la
sagaz vendedora les vendió gran parte de su mercancía con gran habilidad.
Estuve observándoles hasta que la
pareja germana se alejó de la vendedora. Ceremoniosamente ambos se despidieron.
Me incorporé y me acerqué a ella. Le comenté que no sólo había sorprendido a
los turistas alemanes sino que a mí me había dejado con la boca abierta al ver
con qué soltura se expresaba en la lengua germánica.
La mujer me observó detenidamente y
con una media sonrisa me dijo que habría sido un delito, por su parte, olvidar
la lengua que tanto le había costado aprender como emigrante. Me narró que
había vivido más de veinte años en distintas ciudades alemanas. Tras
vagabundear por esas tierras desconocidas donde el frío nunca parecía salir de
sus huesos, hacía unos años que había decidido volver a su tierra, esa tierra
que si bien era húmeda, era la suya. Al menos allí tenía la certeza de que cuando
sus huesos diesen en ella estaría en paz con todos sus antepasados.
Me despedí de ella no sin antes
haberle comprado alguno de sus recuerdos. Me alejé con el sabor agridulce de
haber conocido una mujer luchadora que había preferido deambular por su ciudad
antes que permanecer lejos de ella.
Cuando subí al tren tuve la
sensación de que algo me atraía a volver a aquella atractiva y telúrica ciudad.
En mi mente se agolparon las sensaciones. Santiago me había mostrado todo su
esplendor salvo el de la lluvia. Las nubes habían decidido realizar un viaje
inverso al mío. Durante esos días en mi ciudad no había cesado de llover.
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