Dedicado a mis compañeras
de aquellos hermosos años de infancia.
El primer día de colegio
siempre ha sido especial para mí. El año en el que mis padres decidieron que
debía ir a la ciudad, a Valencia, los cambios fueron distintos y notables. Recuerdo
que hacía calor y como aún no tenía el uniforme del colegio, mi madre me había
vestido con una falda plisada, azul marino y una camiseta de manga corta
blanca. Salimos de casa mi madre y yo para llegar a la estación del trenet.
Cuando llegó el convoy nos montamos las dos en aquel vagón destartalado de
madera cuyas ventanillas no cerraban bien. Sólo tenía nueve años, pero lo
recuerdo como si fuese ahora mismo. Callada miraba todas las estaciones en las
que se paraba. En cada una de ellas subía gente que se dirigía a su trabajo o a
hacer las compras necesarias en la capital, pero no veía ningún niño o niña, de
mi edad por lo que comencé a preocuparme. Mi madre me cogía la mano con fuerza.
A pesar de que nos encontrábamos sentadas, una al lado de la otra, no me soltaba.
Daba la sensación de que no quería dejarme sola antes de tiempo.
Por fin se divisó la
estación central de la FEVE. Bajamos de aquellos altos vagones a un andén lleno
de bancos y árboles grandes y majestuosos que, más tarde, supe que se trataban
de falsos plataneros. Veía a la gente que se apresuraba a cruzar por dentro de
la estación para pasar el control de billetes que, unas señoras uniformadas, dentro
de unas pequeñas cabinas, comprobaban nuestros billetes para saber si eran del
día y válido.
Una vez hecho ese trámite
mi madre me tiró de la mano y me advirtió que debía fijarme mucho en los
semáforos que iba a cruzar, así como el camino que iba a seguir hasta llegar a
la puerta del colegio. La primera aventura fue cruzar el llamado Pont de Fusta,
que, en realidad, era de cemento y con barandillas de hierro pintado.
Por qué lo llamarían así:
‘de fusta’, si no tenía ni una en su estructura. Se lo pregunté a mi madre y me
dijo que antes lo era, pero, con la riada del 57 tuvo que ser sustituido por
otro más seguro de cemento.
Al final de ese puente
había otro semáforo. Este, según me recomendó mi madre, era el más peligroso
por la gran cantidad de coches que circulaban. Esperé con ella a que la luz se
pusiese verde para los peatones y, entonces, vi a muchas niñas que se arremolinaban
ante la puerta de lo que parecía ser un colegio.
‘¿Es ahí?’ Le pregunté a
mi madre. Sin detener el paso me explicó que no. Que había intentado que me
admitiesen allí, sin embargo, no lo había conseguido porque decían que no había
plazas para todas las niñas. ‘Tu colegio está unas calles más allá.’ –Me indicó.
Cruzamos por delante de
las Torres de Serrans y, a continuación, volvimos a cruzar un nuevo semáforo.
‘Debes de seguir esta
acera y, sin bajarte de ella, en la tercera bocacalle llegarás a la entrada de
tu nuevo colegio.’
En aquella puerta también
había muchas niñas y madres que las acompañaban. Me animó ver tantas de mi
edad, pero, como siempre he sido muy tímida, no me atreví a saludar a ninguna
de ellas. Mi madre y yo cruzamos la verja hasta el interior de aquel hermoso
colegio. Ella habló con una señorita y le recomendó que cuidase de mí pues era
nueva.
‘No se preocupe’ –Le contestó.
–Todas hemos pasado por el primer día de colegio. –Aquellas palabras me
animaron.
Mi madre se despidió de
mí y me recomendó que no perdiese el billete del trenet pues, la vuelta debía
hacerla yo sola. Me dio un beso en la mejilla y desapareció de mi vista.
La señorita, pues es así
como llamábamos a nuestras maestras, me indicó que la acompañase y me llevó a
una clase enorme, donde muchas niñas parloteaban entre sí contándose las
vacaciones.
Recuerdo que nos
dividieron en dos grupos, a mí me tocó el más pequeño. Mari Lola, que era así
como se llamaba la maestra que me habían asignado, me hizo presentarme ante mis
nuevas compañeras.
Aquel día sólo estuvimos medio
día en el colegio. Cuando salí de allí me encaminé hacia la estacioneta de la
FEVE para volver a mi casa y, en mi misma dirección, iban otras niñas por la misma
acera. Algunas se despidieron en el primer semáforo, junto a les Torres de
Serrans, pero otras continuaron conmigo hacia el Pont de Fusta, porque también
tenían que tomar el trenet para regresar a casa. A partir de ese momento, los
viajes de ida y vuelta formaron parte de mi educación. Aprendí a circular sola
por aquellas calles, a viajar en un trenet viejo y destartalado que transportaba
a oficinistas, dependientes de tiendas de ropa, limpiadoras del hogar,
colegiales y estudiantes, muchos estudiantes. De aquellos cortos viajes aprendí
mucho, pero, ese día, el primer día de colegio, fue una experiencia imborrable
para mí.
hola! pareciera que me repito pero es muy lindo y nos gusta mucho todo lo que sale de tu pluma, gracias!! saludosbuhos
ResponderEliminarQuerida amiga,
Eliminarnunca te repites, al contrario, me ayudas a continuar. Muchas gracias por leer todo lo que escribo.
Un abrazo.