sábado, 2 de enero de 2016

EL HOMBRE DE LA FOTOGRAFÍA


Aquel verano, mi hermana y yo, íbamos a casa de Carmen a ver la televisión. A ella no le importaba, al contrario, el día que no lo hacíamos se molestaba.
Su casa era muy estrecha tanto que todo estaba dispuesto a lo largo del pasillo. La mesa y las sillas del comedor ocupaban el único espacio amplio de aquella angosta casa el resto se distribuía en los laterales. La ventaja de aquella casa estaba en sus dos salidas a las dos calles. La desventaja en que a pesar de tenerlas el animal de trabajo, su burra, sólo podía entrar por la principal, así que para ver la televisión teníamos que esperar a que el padre de Carmen ya hubiese vuelto del campo y Polida, la burra blanca, entrase moviendo su largo rabo hacia el establo. 
Nos llevábamos la silla de casa y nos sentábamos a ver el espectáculo. Ver al animal desfilar por aquel pasillo, rozando la nevera, la lavadora, las sillas y la mesa del comedor con las crines significaba el inicio de una programación. Se trataba de series de acción cuya temática era desde las rancheras del lejano Oeste como El Virginiano hasta la incansable persecución sobre el desgraciado médico acusado del asesinato de su esposa y que le había convertido en El fugitivo.
No era lo mismo ver la televisión en casa de Carmen todos los vecinos juntos sentados a la puerta de su casa que verla en el Casino del pueblo. En aquel local se hablaba muy alto. Los clientes fumaban tanto que se formaba una neblina espesa. A los niños que nos atrevíamos a estar sentados delante del televisor casi nos mareaba aquel ambiente. Sólo ocasionalmente, cuando Carmen no podía encender su tele, nos aventurábamos a estar en ese bar. Una vez fuimos a ver la película de los sábados, esa que pasaban después de Las Noticias. Nos habían dicho que era muy buena aunque de todas formas también habríamos ido a verla. Mi hermana y yo llegamos pronto así que nos sentamos en primera fila como si fuese un cine. El conserje del Casino al vernos tuvo la deferencia de dejarse la barra, a pesar de que había algún que otro cliente, para encendernos el televisor. No parecía muy contento de nuestra presencia, pues no hacíamos ninguna consumición, pero tampoco nos había dicho que no pudiésemos estar. Mientras esperábamos a que comenzase la película me dediqué a curiosear las fotografías que estaban colgadas en la pared del local. Sólo eran dos. Una la tenía identificada: era Franco. Aparecía con su uniforme impoluto y su bigote aclarado. Sin embargo, con el otro retratado tenía mis dudas. Ese señor con camisa oscura, con un correaje que le cruzaba el pecho y peinado hacia atrás, era idéntico a un hombre que veía por la calle todos los días. Después de estar mirándolo un buen rato llegué a la conclusión de que debía de ser el propietario del local y que por eso estaba su fotografía en la pared.
Mientras estaba mirando las fotos, en ese instante, entraron varios hombres a sentarse en las mesas para echar la partida de todos los sábados. Entre ellos estaba el fotografiado. Se sentó en la silla situada debajo de la foto de manera que podía comparar las dos imágenes. Aquel hombre peinado hacia atrás vestía una camisa blanca y una rebeca de color gris y, aunque en la fotografía, aparecía con una camisa negra y un porte algo más elegante, a pesar de todo, llegué a la conclusión de que era la misma persona.
Quizá lo miré tanto y con tanta indiscreción que, al final, se fijó en mí. Debí de ser indiscreta con mis miradas pues me sacó la lengua en señal de mofa a mi curiosidad. Me puse colorada. Volví la mirada al televisor y me concentré en la pantalla para evitar su risa. 
Cuando terminó la película regresamos a casa con nuestra silla a cuestas. Mientras mi hermana y yo comentábamos lo visto le conté  que había sentido mucha vergüenza porque el hombre de la fotografía me había sacado la lengua. Al principio no me entendió.  Pensó que desvariaba al pensar que la fotografía me había hecho una burla, pero aclarada la situación de que era el hombre que se sentaba debajo de ella, mi hermana se echó a reír de mí. Me explicó que aquel hombre del pueblo se peinaba e imitaba a José Antonio Primo de Rivera. Le costó bastante hacerme entender que no tenían nada que ver uno con el otro y que sólo era mi imaginación la que me había jugado una mala pasada.
Me sentía tan azorada que ya no volví al Casino a ver la televisión en todo lo que quedaba de verano. Continuamos con las sesiones en casa de Carmen. La burra formaba parte del inicio de la función como si fuese el logotipo televisivo. Al año siguiente, mis padres habían ahorrado lo suficiente como para poder tener una tele en casa.



2 comentarios:

  1. Me ha gustado, Francisca; va mucho con mi manera de acercarme al pasado.

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  2. Celebro que te haya gustado Eugenio. Creo que todos nos damos mucha prisa por olvidar nuestro pasado y, en especial, la niñez y no nos dados cuenta que somos el resultado de las vivencias de ese momento clave de nuestra vida. Gracias por la lectura y comentario.

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