viernes, 13 de enero de 2017

MOHORTES





MOHORTES
Para Mª Dolores Gandía, in memoriam


-¿Has visto al jefe? –me preguntó el encargado. –Necesito que me diga si vamos a continuar reformando este piso o nos mudamos al de la calle Juristas.
En ese instante, como si hubiese escuchado la pregunta, apareció ante nosotros. Con la barba de dos o tres días y con unas profundas ojeras delataban que había vuelto a trasnochar ese fin de semana.
-Todavía nos quedamos unos días más en esta finca, Vicent. Lo de Juristas puede esperar.
Mientras se lo decía se oprimía el estómago con la mano como si tuviese una indigestión. Sin decir nada más se dirigió al cubo del agua preparada para mezclar con el yeso. Tomó una lata vacía que estaba tirada sobre los escombros y la llenó del agua sucia del pozal. La bebió con ansia. La paladeaba como si fuese la de mejor del mundo. Vació la lata y volvió a llenarla. Me quedé atónito.
-Señor –dije tímidamente.  –¿Quiere que le traiga agua para beber?
-No, no hace falta, si los lunes no eres capaz de beber cualquier agua es porque no has sabido beber lo suficiente durante el fin de semana.
Vicent, el encargado, me hizo un gesto para que no molestase al jefe. Éste, una vez consideró que estaba saciada su sed, dio unas cuantas vueltas por la habitación como queriendo comprobar que estaba todo el material de la obra en su sitio y, a continuación, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, se asomó a la ventana. Durante unos minutos contempló la actividad que reinaba en la plaza del ayuntamiento de Valencia. Desde allí se podía ver todas las idas y venidas de las floristas en sus puestos y al guardia urbano que regulaba el tráfico dando paso a los viandantes.
-Ven, asómate y verás qué espectáculo nos dan desde aquí arriba. –Con el dedo señaló a los que cruzaban la calle y añadió. –Esos, que usan gabán y sombrero, aunque parecen unos tipos importantes y adinerados, si hurgas en sus bolsillos no hay ni un céntimo, sin embargo, si vas con ropa de trabajo, cuando te cruzas con ellos, ni te miran o si lo hacen es con desprecio. En sus palabras se adivinaba cierto tono de amargura.
Luis Mohortes era el contratista más preciado de Valencia. Casi todas las restauraciones de los edificios de la ciudad las hacía su empresa. Presumía de ser un hombre que se había hecho a sí mismo y se vanagloriaba de haber creado su empresa de albañilería él solo, pero, no era ese el rumor que recorría en la ciudad, pues, las lenguas maldicientes, decían que la suerte le había venido al convertirse en testigo de un suceso que, al gobernador civil de la ciudad, no le habría gustado que nadie presenciase. Quizá fuese una coincidencia con el inicio y auge de su fortuna.
-¿Te gusta la música? –Continuó Mohortes hablándome.
-Sí –contesté titubeante. –Sobre todo la zarzuela.
-¿Quieres ganarte unas pesetas extras esta tarde? En el teatro Ruzafa necesitan aplaudidores para la función de hoy. Actúa el Carrusel Vienés y no se ha podido llenar el teatro. El propietario es amigo mío. Entre el público se encontrará el alcalde y el embajador de Austria. Necesitan que resuenen los aplausos para quedar bien con ellos.
-Me encantaría, señor, pero antes debo avisar a mi familia.
-Eso no es ningún problema. Yo se lo digo a tu padre.
-No tengo aquí ropa aseada y no creo que me dejen entrar con la de trabajo.
El jefe me miró y calibrando mi aspecto dijo:
-Ve a la oficina y que te presten un pantalón y una chaqueta mía.
Sin casi darme cuenta, aquella tarde, comencé a tener un nuevo oficio, entré a formar parte de la claque del teatro. Durante tres tardes a la semana acudía a las funciones; el grupo estaba compuesto por el jefe de la claque y otros tres chicos jóvenes como yo. No nos pagaban mucho, pero, al menos, podíamos ver espectáculos gratis de todo tipo.
***
Ya hacía días que trabajábamos en la reforma de la finca de la calle Juristas. Había mucho trabajo por hacer y para poder terminar dentro del plazo que tocaba hacíamos horas extraordinarias. Aquella tarde, cuando terminamos la jornada, el jefe Mohortes me preguntó:
-¿Vas al teatro hoy?
-No, esta tarde actúa Mary Santpere con la obra: ¡Ay, Angelina! y esa mujer llena el teatro ella sola.
-No importa, yo quiero que vayas. Toma. Te regalo dos entradas. Lleva a quien quieras y siéntate en el patio de butacas. A mí no me apetece ir.
Me sorprendió ese regalo porque era viernes y todos sabíamos que a nuestro jefe le gustaba mucho comenzar la fiesta esa misma tarde y seguir, sin parar, hasta el domingo por la noche.
Cuando salí del trabajo mi padre me estaba esperando. Le conté lo de las entradas que el jefe Mohortes me había regalado.
-Si te ha dicho que vayas es por alguna razón. Yo te acompañaré. Voy a enviar aviso a casa con un compañero. Nos vemos en el teatro.
Nunca había entrado por la puerta principal del Ruzafa, siempre lo hacía por la del callejón, como un empleado más, sin embargo, aquel día, con las entradas en la mano, me sentí diferente. Mi padre apareció entre la multitud. Se había cambiado el uniforme de la compañía de tranvías, donde trabajaba, por un traje de chaqueta.
-Me lo ha prestado Mohortes. Dice que quiere que seamos público de verdad.
El acomodador nos acompañó hasta la tercera fila. Era la primera vez que me sentaba tan cerca del escenario. La pequeña orquestina se encontraba situada cerca de nosotros. La música se podía escuchar mucho mejor que desde el lateral donde habitualmente nos colocábamos los de la claque.
Poco a poco se llenó el patio. Mi padre permanecía reservado y serio mirando todo lo que ocurría alrededor de nosotros. Su mutismo me preocupó, no obstante, tampoco le di mucha importancia, pues sabía que era discreto y en especial cuando no se encontraba cómodo.
Se levantó el telón y apareció la graciosa Mary Santpere. Con su sola presencia ya arrancó las risas de todos los que estábamos allí. En ese instante, una luz inesperada en el palco principal captó nuestra atención. Mi padre me susurró al oído:
-Es el nuevo alcalde que llega tarde a la función.
-Pues podía haber sido más puntual –Repliqué.
Mi padre sonrió ante mi comentario.
Aquella aparición no habría revestido ninguna importancia si no hubiese sido por que, pocos minutos después, en el palco contiguo al de la autoridad, se escuchó un grito de mujer y resonó un golpe seco como si un cuerpo se cayese al suelo. Tanto los intérpretes, como el público, se quedaron paralizados sin saber qué hacer o decir. Los actores y actrices se asomaron al borde del escenario para poder ver qué ocurría. Inmediatamente se encendieron las luces del patio y el guardia de seguridad del alcalde, con voz potente, gritó:
-Señoras y señores, no ha pasado nada. Por favor, permanezcan en sus localidades que la obra continuará representándose en breve.
Aparentemente todo era normal salvo que el palco contiguo al del alcalde se quedó vacío al instante.
La función prosiguió con aparente normalidad. El público aplaudió a rabiar y el incidente quedó borrado de la memoria de los espectadores.
Al día siguiente, mi padre compró el periódico. Buscó en todas las páginas una posible nota explicativa de lo que había sucedido en los palcos del teatro Ruzafa, pero no había ninguna reseña que hiciese referencia al tema. Me dijo que con toda probabilidad se habría aplicado la censura.
El lunes, cuando llegué al trabajo, el jefe Mohortes ya se encontraba allí. Como era habitual, tenía un aspecto lamentable. Las profundas ojeras que solía lucir, como resultado de sus excesos del fin de semana, se habían hecho aún más oscuras y delataban las pocas horas de descanso y, además, lo más llamativo era que llevaba el brazo en cabestrillo.
-Buenos días, señor ¿qué le ha ocurrido? –Le pregunté tímidamente.
Mohortes me ignoró y se fue derecho al pozal del agua para la mezcla de yeso. Verle beber aquella agua sucia con la lata oxidada se había convertido casi en un ritual. Dio unos largos tragos y, al fin, fijó su mirada en mí.
-Hijo, el que no bebe cualquier agua el lunes, es porque no ha bebido lo suficiente el fin de semana. No te preocupes. Ha sido una mala caída y me he tronzado un hueso de la muñeca. Nada serio. –Volvió a introducir la lata en el cubo y bebió aquella agua contaminada como si fuese el mejor vino de Borgoña. -¿Te gustó la función del viernes?
-Oh, sí señor, fue muy divertida, aunque hubo un incidente al principio cuando llegó el alcalde y…
Ya no tuve oportunidad de continuar hablando, porque, en ese instante, dos guardias entraron. Sin saludarnos se dirigieron hacia Mohortes y, tomándolo por los brazos, casi arrastrándole, se lo llevaron hacia la salida.
-Un momento y sin empujar que tengo un brazo roto. –Protestó ante la rudeza de aquellos tipos.
Ya no volví a verle. Días después, el encargado nos explicó que a Luis Mohortes le habían acusado de gastarse el dinero de una partida municipal de obras en juergas. Se rumoreó que lo encarcelaron durante unos meses, aunque también se habló de que la causa real de sus delitos fue de índole amorosa. En cuanto a la empresa de albañilería, a partir de ese instante, fue su hermano quien asumió su dirección y control. El nuevo jefe era un hombre sombrío y antipático que nunca vino a controlar las obras de los edificios donde trabajábamos.
Continué yendo al teatro Ruzafa como miembro de la claque durante unos años más, pero, poco a poco, el fútbol y el cine se ganaron al público y la claque desapareció.
Nunca más he vuelto al teatro. Lo echo de menos y, a Mohortes, ese jefe capaz de beberse el agua para la mezcla del yeso como si fuese el mejor de los caldos de las añadas de ese año, también. Fueron otros tiempos.


6 comentarios:

  1. Sí, eso me estaba yo preguntando. Quizá vuelva a ello. Gracias Suni.

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  2. tendrás que aclarar el misterio del palco sí o sí.

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    1. Muchas gracias por leer mi relato e interesarte por su desenlace.

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  3. tendrás que aclarar el misterio del palco sí o sí.

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    1. Hola Carmela
      Y así fue. El misterio del palco del teatro Ruzafa quedó resuelto en el relato del 21 de enero titutlado: Qué pasó en el palco del teatro Ruzafa.
      Muchas gracias por leer mi relato e interesarte por su desenlace. Un abrazo.

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