viernes, 7 de abril de 2017

LA LÁMPARA





Como todos los días abrió su bar. Encendió las luces del local. Se dirigió al mostrador y se acercó a la radio que tenía colocada junto a las botellas de licor. La encendió y buscó en el dial hasta escuchar la cortina musical que acompañaba a las marcas horarias.

“Son las ocho de la mañana. Y el día se presenta…”

Ni le prestó atención al pronóstico meteorológico, en ese instante, abrió la puerta del local para dejar pasar una ráfaga de aire frío que acompañaba al cliente habitual. Todos los días hacía lo mismo. Se sentaba en su mesa, junto a la lámpara, miraba hacia la luz que ésta proyectaba como si ni existiese otra cosa que pudiese captar su interés. Era tan puntual como las señales horarias.

El propietario del bar ya se había acostumbrado a su presencia. Desde el primer día que entró le servía una infusión, en aquella mesa, siempre a la misma hora. El hombre nunca le protestó. Miraba absorto la proyección de la luz de aquella lámpara sin preocuparse de nada más.

-¡Qué frío que hace hoy!

Ese solía ser el saludo habitual de Roberto, el cocinero. Desde hacía varios años sustituía cualquier saludo convencional con una frase sobre el tiempo atmosférico. A continuación, entraba en la cocina y comenzaba sus quehaceres culinarios. Cuando comenzaba a entrar la luz del día por los ventanales del local, en ese instante, el cliente, tomaba su consumición y salía de su ensimismamiento. Dejaba el dinero sobre la mesa y se marchaba, sin decir nada, aunque, algunas veces, volvía su mirada hacia el propietario y la acompañada de un ligero movimiento de cabeza a modo de despedida.

Un día de tormenta el cliente se retrasó más de una hora. Cuando entró estaba completamente empapado por la lluvia. Se sentó en su mesa de todos los días, junto a la lámpara. El propietario le acercó su habitual infusión. Transcurrió más de una hora mientras, el cliente, no dejaba de contemplar la luz. No tomó la consumición. Dejó de llover. Sacó el dinero de su bolsillo y se marchó sin decir ni una palabra.

Ese fue el último día. El cliente no volvió nunca más. En el bar, el propietario y el cocinero continuaron la rutina. La lámpara se encendía y se apagada a las mismas horas, aunque su luz ya no fue tan intensa como lo había sido mientras el cliente acudía a esa misteriosa cita. Una mañana, el propietario intentó encenderla y no funcionó. Pocas semanas después la retiró.




sábado, 1 de abril de 2017

EL CABALLITO DE MAR


No puedo precisar el año en el que se colocó aquella figurita en el estante de casa. Según me ha contado mi hermana, pues yo era muy pequeña, ese objeto fue un regalo de los ropavejeros que solían venir al pueblo. Estos vendedores ambulantes, se anunciaban con el sonido de una corneta, un pandero y los gritos de los niños.  Con ellos semejaba que despertaba la primavera. Mi hermana dice que entusiasmaba oírlos llegar porque lo hacían con el mismo bullicio que las golondrinas. El grupo lo formaba la madre quien retumbaba un pandero, un instrumento artesanal confeccionado con una piel de conejo ajustada a un bastidor. Aquella mujer, según mi hermana, tenía un aspecto avejentado y sin embargo debía de ser joven; ella lo hacía resonar entre sus manos gordinflonas con cierta habilidad, aunque, en realidad, la protagonista para los niños era la hija que, según afirmaba mi hermana, debía de ser la chica más alta que había visto en su vida y que daba volteretas sin parar desde una esquina de la calle hasta la otra. El ropavejero era el encargado de hacer sonar la corneta y que también era muy alto. Vestido con unos pantalones de pana y una chaqueta remendada se mostraba como el jefe del grupo. Mientras hacía sonar la corneta tiraba de la mano de un niño de cara triste idéntica a la suya. A pesar de la fanfarria con la que se anunciaban llevaban impregnada la melancolía.
Durante los años sesenta y setenta, la mayoría de las familias del pueblo criaba conejos y gallinas en sus pequeños corralitos. Entonces todo se aprovechaba incluidas las pieles de los conejos sacrificados. El ropavejero se las llevaba y a cambio entregaba cajitas de cerillas o platos de barro o, incluso, barrales de cristal grueso, todo dependía de la cantidad de pieles que le ofreciesen.
Con el alboroto que organizaban animaban a que los niños del pueblo se afanasen por sacar las pieles secadas al sol. La chica gigante, después de su exhibición circense, se encargaba de recoger lo que le ofrecían para entregárselo a su padre. Dice mi hermana, aunque mi madre asegura que no lo recuerda, que, ese día, al despojo de los animales, añadieron una manta vieja que, de tan remendada como estaba, ya no servía y mi hermana asegura que aquella prenda, a la mujer del pandero, debió de parecerle aún de buen uso porque la tomó de las manos de mi madre y se la mostró al ropavejero con cierto entusiasmo. El intercambiador la calibró y poco después le entregó a mi madre unas cuantas cajitas de cerillas, que sacó del carrito donde amontonaban las pieles, y a las que añadió una figurita que representaba un caballito de mar engarzado a una pequeña peana. El objeto parecía estar en buen estado y todavía se adivinaban unas cuantas letras esmaltadas en negro que alguien había intentado borrar. Mi hermana admite que era la primera vez que veía la reproducción de ese extraño animal por lo que aquello le pareció un regalo muy original. En casa, mi madre, lo limpió con esmero y lo colocó en una de las estanterías. A partir de ese instante, entró a formar parte de la decoración hogareña como por sí sola irradiase la primavera. Desde la lejanía de mi corta estatura la observaba a distancia y durante mucho tiempo me fascinó su forma.
El ropavejero y su familia volvían al pueblo cada año, pero, al igual que menguó el número de los animales de los corrales, se distanciaron sus visitas hasta que un año ya no regresaron.

El tiempo pasaba sin darme tregua. Mi hermana fue a la escuela fuera del pueblo. Estudiaba mucho y tenía menos tiempo para compartirlo conmigo. Algunas veces, me contaba cosas sobre las chicas del colegio y entre otras cosas me explicó que ellas vivían en pisos y que no tenían un corral o un huerto donde criar animales. Me costaba imaginar cómo sería vivir así y siempre pensaba que debería de ser horrendo tener una casa así. Un día, cuando ya se estaba terminando el curso, mi hermana nos contó que una de las chicas les había mostrado un llavero con un caballito de mar y que era idéntico a la figurita que teníamos en casa, aunque éste era más pequeño. Mi hermana le explicó que, en casa, teníamos una figurita idéntica, pero ella contestó que no podía ser porque, en realidad, ese tipo de objetos sólo lo tenían los que compraban un apartamento en Torremolinos. Mi hermana comentó que aquella chica se enfadó al pensar que nuestra familia podía tener era figurita al igual que su padre. Durante ese verano, en los anuncios de la televisión también aparecía un caballito de mar y un hombre que decía que aquello había sido la solución a sus problemas financieros, pues, según el reclamo, se obtenía un 12% de rentabilidad con el dinero sobrante. En aquel momento yo no sabía qué suponía esa cifra, pero, según nos comentó mi padre, aquel negocio sólo era para los ricos.
Comenzó el curso y el primer día del colegio, mi hermana, regresó muy impresionada, pues, la chica que les había enseñado el llavero con el caballito de mar en la clase contó, entre lágrimas, que su padre había sido engañado quedándose en la ruina por culpa de aquel apartamento en la provincia de Málaga. La chica dejó el curso. Mi hermana oyó decir que su familia se había mudado de ciudad.
A partir de ese instante, en la televisión surgió el caballito de mar, pero esta vez en las noticias. Se hablaba de una estafa, de una maraña financiera y de pérdidas millonarias. Durante bastante tiempo se achacó la culpa a unos cuantos inexpertos negociantes que terminaron por producir muchas deudas, juicios e infartos repentinos a los afectados que nunca recuperaron lo invertido en aquel negocio de la efigie del caballito de mar.
A los pequeños detalles el paso del tiempo los reduce a retales y bosquejos. A principios de la década de los ochenta, en nuestra casa se llevó a cabo una reforma muy importante y se tuvo que embalar la mayor parte de nuestras cosas. En una caja se guardó la figurita del caballito de mar, sin embargo, debió de perderse con el trasiego porque nunca más la volvimos a ver.


sábado, 25 de marzo de 2017

DIMAS



Recuerdo perfectamente el día que conocí a Dimas y fue un 16 de agosto el día más importante de las fiestas de mi pueblo. El festejo siempre comienza con la procesión matutina que continúa con el traslado desde la iglesia hasta le ermita de la imagen venerada de San Roque. Todos los años había un nuevo aliciente para participar de la fiesta y en aquella ocasión, el interés se centraba en escuchar el sermón contratado para tan especial evento. Entre otros motivos se encontraba la decepción que provocó el predicador del pasado año con una admonición llena de florituras y exenta de contenido que consiguió exasperar y aburrir a los devotos y, en especial, lo que más disgustó fue que, el predicador, no tuvo a bien nombrar, ni una sola vez, al milagroso santo que se veneraba. El descontento y malestar general fue tan grande que traspasó los umbrales de la parroquia hasta colarse en el pleno del ayuntamiento, por lo que, junto con la consulta y aprobación del cura párroco, se propuso que, al próximo predicador que se contratase, para un día tan señalado, se le exigiría la referencia obligada al santo en su alocución e, incluso, se acordó que, del erario público, se le pagaría una peseta extra por cada vez que se pronunciase el nombre de pila del santo.
Ese día la ermita se llenó de devotos y curiosos. Yo también estaba allí y, aunque no entendía muy bien el interés provocado por escuchar un sermón religioso tampoco me importó madrugar pues, en mi cabeza de niña de ocho años, sólo existía el gran aliciente de arreglarme con el vestido nuevo que mi madre me había cosido para las fiestas e ir de la mano de mi padre.
Cuando llegamos a la ermita los devotos del santo, llegados de todas partes, abarrotaban la pequeña capilla y la solana de la ermita, no obstante, tuvimos suerte y pudimos sentarnos en la esquina de un banco de piedra que nos cedió un extraño hombre.  Mi padre le saludó con gran efusividad tanta que me sorprendió. Ese hombre, de aspecto vulgar, poca estatura y de vestimenta desaliñada, destacaba por unas enormes gafas que semejaban ser dos lupas engarzadas sobre su nariz. De su boca desdentada salieron unas cuantas palabras que no entendí, pero que, sin embargo, mi padre, contestó con su habitual simpatía. Otra pieza singular de su atuendo era el rosario, de grandes cuentas de madera, que extrajo del bolsillo de su chaqueta y que sostuvo, de manera delicada, entre los dedos de la mano derecha. Como niña curiosa que siempre he sido inicié una pregunta sobre quién era ese fervoroso hombre, pero el interrogante quedó en el aire pues, en ese instante, se hizo el silencio prueba de que se iniciaba la ceremonia religiosa.
El calor de agosto adormecía a las moscas que erráticas zumbaban sobre los cabellos perfumados de los asistentes. No sé si fue por la atmósfera agobiante o la inquietud por llegar a la plática del predicador, lo antes posible, que, el cura párroco, quien presidía la misa, aceleró los cantos y rezos para llegar al tan esperado momento en el que el predicador debía demostrar su oratoria.
El predicador era un hombre de avanzada edad que, sin embargo, se incorporó de un salto de la banqueta donde se sentaba, dio dos zancadas y tomó posición en el púlpito. Su asombrosa agilidad fue momentánea, pues, a continuación, y con cierta parsimonia, se entretuvo espantando las moscas que, adormiladas, revoloteaban por delante de su cara. Todavía se tomó una pausa de unos minutos más antes de pronunciar la primera palabra del sermón. Miró a los feligreses con unos ojos vivos dentro de un rostro apergaminado que le profería el aspecto de ser más viejo que Matusalén. Inesperadamente, de su boca salió una atronadora voz que captó la atención del hasta más despistado de los asistentes.
-Queridos hermanos en la fe de Jesucristo, nos hemos reunido aquí, en este día tan señalado, para festejar la fiesta del santo patrón del pueblo. La fe en Cristo no entiende de fronteras ni de idiomas, por eso, el admirable Roque, supo dirigir su vida hacia la misión que el Señor le había encomendado.
El alcalde y los festeros, en señal de alivio, soltaron el aire contenido en sus pulmones al escuchar pronunciar el nombre del patrón ya en las primeras frases del sermón. Mi mirada curiosa vio que aquel menudo hombre que nos había cedido parte de su asiento movió sus dedos alrededor de una de las cuentas del rosario. El predicador, tras una pausa dramática, continuó hablando:
-Roque, ese hombre pío y lleno de bondad, que nació en la cuna rica de unos nobles de Montpellier y que lo abandonó todo por su fe. Roque, ese santo hombre, que hizo el bien en su vida. Roque, ese misericordioso varón, que prometió peregrinar desde su ciudad natal hacia Roma. Roque que encontró en su viaje religioso las dificultades del hambre, la miseria y la enfermedad. Roque que…
Y así, el locuaz predicador, fue encadenando frases con el nombre del santo y con las largas pausas. Las reiteraciones provocaron que lo que en un principio semejaba un alivio se tornaba ya en una preocupación para las autoridades pues suponía el pago extra por cada nominación y que aumentaba con forme pasaban los minutos. En número de roques pronunciados crecía y crecía; mi padre, con disimulo, me indicó que me fijase en la mano del hombre que sostenía el rosario porque cada vez que se oía el nombre de Roque él movía los dedos contando las cuentas del rosario.
-Roque, el caritativo, que por asistir a los enfermos contrajo la lepra. Roque, el solidario, que lo dio todo. Roque, llagado, que se escondió en una cueva. Roque, el olvidado, que ni sus padres sabían que había regresado. Roque, el hambriento, y sólo acompañado por un perro. Roque el…
Y continuaban brotando roques de aquella poderosa voz y, al mismo tiempo, el ágil paso de las cuentas en la mano de aquel extraño hombre. En la cara de todos aumentaba la inquietud y sobre todo era evidente la angustia en los que debían pagarle. Parecía imposible parar la verborrea de aquel hombre que se había encasquetado en el uso de una sola palabra como si ésta fuese mágica. Llegó el momento de terminar la homilía y aquel sagaz predicador lo hizo con otra pausa prolongada que aún aumento más la tensión hasta que, al fin, pronunció la frase que, por el paso de los tiempos, nunca se olvidaría entre los asistentes de aquel año:
-Roque, Roque, Roque y Roque serás por siempre nuestro santo venerado pues ya se sabe que, hasta las ranas, en su croar, dicen Roque ¡Alabado sea el nombre de Cristo y el de Roque!
Este último alarde de facundia del predicador se acompañó con una mirada de socarronería al cura párroco que no podía dejar de reír su última ocurrencia. Terminada aquella memorable perorata y nos disponíamos a iniciar el camino de regreso a casa, cuando mi padre comentó, jocosamente, con el hombre de las grandes gafas, el sermón al que habíamos asistido y éste le confirmó que había contabilizado las veces que se había nombrado al santo con la ristra de las cuentas. Según afirmó  el resultado final era de un total de dos vueltas de rosario lo que suponía ciento dieciocho roques. Tanto mi padre como aquel hábil hombre rieron del resultado de la ocurrencia del sermoneador.
-Pocas cosas se te escapan, Dimas. –le puntualizó mi padre mientras celebraba su sagacidad.
Entre las risas de ambos, mi padre, le invitó a que viniese a terminar de celebrar el día de la fiesta en nuestra casa.
-Sólo necesitas una cuchara y conociéndote seguro que llevas una escondida en algún bolsillo de esa enorme chaqueta.
El hombre sonrió y llevándose la mano a uno de los bolsillos extrajo una cuchara de madera que blandió como si fuese un arma.  Mi padre rio ante la exhibición de tal utensilio, parecía conocerle muy bien.
 -Dimas nunca dejas de sorprenderme.
Nos habíamos quedado rezagados a la salida de la ermita por lo que fuimos testigos mudos del resultado de aquella retahíla de roques. El predicador, con la agilidad que había demostrado en sus desplazamientos, se dirigió al alcalde al que amonestó con unos argumentos que lo dejaron indefenso.
-Señor alcalde, sepa que he cumplido su encargo y, como ha podido comprobar, el santo ha salido bien parado en mi homilía, no obstante, voy a ser condescendiente con la cuenta total, pues, como podrá imaginar, si le pido lo que realmente hemos pactado ascendería a una seria deuda entre usted y yo, por lo que y, a modo de favor, por ser el día tan principal, le perdono la mitad y se lo dejo en tan sólo doscientas pesetas y el resto para bien de ánimas. Le aconsejo que, en lo sucesivo, no acote el espíritu de un predicador en posesión de la palabra.
Las autoridades acataron la petición del sagaz orador que tan bien les había jugado la partida sin  un derecho a réplica.
Tanto mi padre como yo regresamos a casa acompañados de aquel singular hombre que se convertiría en el invitado especial del día. Era la primera vez que escuchaba el nombre de Dimas, el apócrifo del buen ladrón, quien se dijo que fue crucificado junto a Jesucristo, aunque, este detalle, tampoco tendría mayor relevancia si no hubiese sido por su misteriosa despedida.
 Mi madre, tan previsora como siempre, había preparado una suculenta comida propia de las bodas de Caná. El invitado, muy educadamente, saludó a todos los miembros de la casa y, en especial a ella que era la anfitriona. Se sentó presidiendo la mesa y entre bocado y sorbo de vino comenzó el relato de su azarosa vida. Parecía increíble que aquella menuda persona fuese tan elocuente al narrar una vida que semejaba ser más inventada que vivida.
Dimas afirmó que había nacido en un pueblo junto al mar, pero, que su familia, compuesta por los padres y un total de siete hermanos, víctimas de la hambruna y la necesidad, se había trasladado a la estación del pueblo del que era oriundo mi padre, siendo éste el nexo que les unía. Dijo ser el menor de todos y afirmó, ufano, que para él era un privilegio haber nacido en el siglo XX como prolongación de la dinastía de su estirpe toda ella  decimonónica. Desde el principio demostró un avispado carácter que le hizo ganarse la simpatía del cura del pueblo y convertirse en el monaguillo que le ayudaba en las tareas de la misa diaria. Aseguró que, aunque era de moral piadosa, nunca pensó en procesar las órdenes religiosas, no obstante, se vio casi obligado a hacerlo al ser llamado a filas y así poder evitar el ser enviado al frente del Rif. Según afirmó no lo hizo por cobardía, aunque sí por precaución, pues conocía su escasa resistencia física. Dado a rezar y ayunar se adaptó con facilidad a la vida monástica, pero, con el paso del tiempo, comprendió que no estaba llamado a acabar sus días entre los muros conventuales. Tras la noticia del desastre de Annual, Dimas, vio la ocasión de regresar a la vida de extramuros y recorrer el mundo y así fue como comenzó su periplo aventurero. Con pocos recursos y mucha imaginación se las ingenió para viajar con todo vehículo que le llevase de un extremo a otro del país. Con sus hábitos y costumbres de antiguo fraile aprendió a vivir con poco y a pernoctar en los múltiples conventos que encontraba por su condición de antiguo monacal. Así transcurrió el tiempo hasta que decidió que debía sentar raíces y crear una familia. Volvió al pueblo donde buscó una esposa y se casó. Con ella tuvo tres hijos, pero una mala enfermedad pronto se la llevó de su lado.
Llegado a este punto del relato, Dimas, que había comido poco, pero sí bebido bastante, hizo un paréntesis en su relato como queriendo recapacitar de lo contado hasta ese momento. Continuó, pero esta vez, con menos precisiones en la narración de su vida y milagros. Poco a poco nos hizo caer en un profundo y extraño sueño.
Recuerdo que cuando despertamos permanecíamos sentados a la mesa, aunque, Dimas, ya no estaba en la casa y en su lugar estaba la cuchara de madera que había utilizado para comer y donde aparecía dibujada la silueta de san Roque, cuya advocación, había sido la protagonista de aquel memorable día festivo.
Nunca más volví a ver Dimas, aunque en casa se habló de él durante mucho tiempo. Resultó un misterio su aparición casual y su misteriosa desaparición en un día tan principal.