EL PODER DE LA PALABRA Y / O LA
INTOLERANCIA
Muchas veces me pregunto si mis
palabras van a algún sitio.
Me gusta hablar y opinar y disfruto
de poder expresar mis opiniones en libertad. Siempre y en la medida de lo
posible, intento no ofender a nadie cuando expreso mi opinión. Quizá mi actitud
sea la de pecar de ingenua, o de optimista por naturaleza. Cuando alguien opina
de cualquier tema y lo hace público, tiene que ser consciente de que puede ser
rebatido por cualquiera de sus términos expuestos. Bajo mi punto de
vista, las críticas, en la medida de la corrección y la educación, siempre son
constructivas y a veces se deben aceptar. Sin embargo cuando ese punto de
discrepancia roza la grosería, el tono soez sube de tono y sólo se intenta
molestar a quien ha emitido su opinión, todo cambia.
Me imagino que más de uno habéis
participado en alguno de los foros abiertos que tan en moda se encuentran hoy en
día. La opinión y comentarios pueden ser de todos los talantes pero quizá los
que más destacan son aquellos que intentan descalificar al orador.
Hoy he recibido unos comentarios
soeces sobre mi perfil en una de las más populares redes sociales. Me ha disgustado.
Mi reacción inmediata ha sido la de no contestarle y bloquear al bravucón, pero
así me ha quedado el regusto amargo de tener que actuar como censora sobre
alguien al que le había dado la oportunidad de intercambiar impresiones sobre
temas de toda índole.
Un buen amigo me ha comentado: “No
te preocupes esto es igual que si invitas a alguien a tu casa a comer o cenar y
resulta que tira la comida por el suelo, rompe tus muebles y te destroza la
casa, la solución es echarlo de tu casa y punto”
Es un buen ejemplo, pero ¿hasta qué
punto yo he actuado igual que el intolerante que me ha dedicado varios
exabruptos?
La fotografía con la que he
acompañado esta entrada del blog es la de la película El ladrón de Bagdad de
1924 dirigida por Raoul Walsh y protagonizada por el magnífico Douglas
Fairbanks. Este cuento lleno de magia, habla de situaciones arbitrarias y de
momentos límites.
En definitiva, uno consigue su
libertad convirtiendo al otro en esclavo.
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