Mi vecina, creo que ya la conocéis,
volvió a asaltar la paz de mi casa con sus constantes repiqueteos del timbre de
la puerta.
-Espero que no estés durmiendo
-volvió a repetirme como saludo cuando le abrí la puerta.
Ya ni me molesto en responderle a ese
a modo de saludo. Le permito el beneficio de la duda porque para qué quiero
levantar la voz si me van a oír todos los del vecindario menos ella. No, no
penséis que es debido a su sordera física, al contrario, es que no quiere
escuchar lo que le digo. Esta vez tampoco opinó sobre mis macetas, de lo que
deduje que habían pasado el examen de humedad. Se sentó junto a mí y miró la
pantalla de mi ordenador, encendido sobre la mesa:
-Creo que un aparato como este yo
debería comprarle a mi marido. Está tan aburrido que cuando se sienta en el
sofá se pasa el rato roncando.
Le expliqué que era una buena idea,
que era una buena forma de asomarse al mundo a través de la pantalla y
enterarse de las últimas noticias sin tener que pasar por el tamiz de la
censura televisiva.
¡Qué poco tacto tuve! Comenzó el
ataque:
-¿Te has enterado de que ha dimitido
Gallardón?
Esta vez contuve a mi prudencia y me
apresuré a contestarle. Claro que me había enterado y que estaba tan contenta
de esa retirada de la retrógrada ley, que había salido a demostrar mi alegría a
la calle. Le dije que esa decisión que había tomado el político conservador, de
abandonar la política, la tenía que haber tomado desde siempre. Había
demostrado que era un mal gestor pues había gastado el dinero a manos llenas en
todos los altos cargos que había ocupado. Que un político tan retrógrado era
pernicioso para nuestra salud. Demostraba que su intención era a continuación
recetarnos el cinturón de castidad como medicina preventiva.
Lo reconozco. Esta vez fui yo quien
le provocó sus respuestas reaccionarias al expresar mi opinión con libertad. No
calculé la catarata de impertinencias que me iba a soltar sobre la castidad, la
torpeza de las mujeres por querer ser iguales y superiores a los hombres y que
más de una tiene la culpa de lo que le pasa, etc, etc, etc.
Creo que mi cara comenzó a pasar del
rojo indignación al violeta de la contención. No se puede conversar ni opinar
con alguien que no quiere comprender las opiniones de los demás. Una postura,
por desgracia, muy típica de los conservadores.
Ya comenzaba a sentirme mal, porque
sus barbaridades eran rebatibles con los ejemplos que convivían en su propia
casa, pero, una vez más, fui prudente. Me contuve.
Le dejé hablar hasta que, por fin,
pareció entender que yo no compartía ninguna de sus opiniones. Me miró y me
dijo:
-Me voy, ya te he dado la monserga
con mis cosas. Yo ya sé que eres una chica moderna, pero alguien te lo tenía
que decir. Hasta otro ratito.
En el fondo siento compasión por
ella, pero muy en el fondo, claro.
Las visitas de tu vecina dan para una serie televisiva... O incluso para una obra a base de flashes.
ResponderEliminarEnhorabuena
Con mi vecina, sus hijas, algunos vecinos más como los marqueses y otros que tengo en el tintero, te aseguro Josep Lluís que el éxito de la serie estaba asegurado. Cuando quieras comenzamos a diseñarla. Gracias por la lectura. Continuaré.
ResponderEliminar