Debo confesarlo:
no me gusta el otoño ¿Por qué? porque es el final del optimismo veraniego y el
inicio de la seriedad del invierno. Todos los otoños tengo la misma sensación
tristona, por eso, no permito que me venza e intento reinventarme cada día. Hay
que cambiar, me digo, hay que improvisar esa es la única manera de salir entera
de estos días cortos y grisáceos. Ponle color al invierno. Y así lo hago. Voy a
unos grandes almacenes y compro más lana para mis pasatiempos tanto los
presentes como los futuros.
Entro en una gran
superficie y noto algo extraño. Qué raro - pienso- es la hora en la que
todo el mundo suele venir a comprar y hay muy poca gente.
Me paseo por las
distintas plantas. No hay aglomeraciones. Tampoco está la típica clienta que va
a pasar el rato mirando precios y que sólo siente interés por lo que tú miras.
Continúo
subiendo y llego a la planta donde se encuentra la mercería. Se trata de
un lugar reducido, concentrado tanto que el mostrador, las estanterías, las ofertas
y las clientas constantes se ubican en un minúsculo entorno de dos por dos.
No tengo que mirar
mucho. Voy directa a las ofertas y... ¡Qué ofertas! Me sorprendo al ver unos
precios tan reducidos y en esta estación del año que suele ser una de las más
caras. Tomo mis ovillos y me voy al mostrador para pagar aunque es tan grande
la tentación que le digo al dependiente:
-Un momento que
voy a por unos cuanto más.
El empleado es un
señor muy cortés de mediana edad.
-No se preocupe,
puede mirar lo que quiera.
Mientras me anima
a comprar más, me fijo en otra señora que me mira inquisitivamente. Me observa desde
los pies hasta la cabeza. Por lo visto despierto su interés por que deja de
interesarse por lo que debía necesitar y me sigue hasta el estante de las
ofertas. A los pocos segundos parece perder el interés en mis cosas y se marcha
hacia otro estante de ovillos. Es un alivio notar que se marcha.
Escojo más ovillos
y, cuando ya no puedo acumular más, voy al mostrador y descargo mi preciado
botín.
-Señora si le
hacen falta más ovillos aproveche el momento porque estamos haciendo una buena
rebaja. – me dice amablemente el empleado.
-Sí, lo he
observado y me ha sorprendido. – Opino perpleja. – No es normal que ocurra esto
en el otoño.
Mientras me
introduce los ovillos en una gran bolsa, el empleado, con un tono suave y
discreto me confirma lo que comenzaba a sospechar:
-A partir de ahora
va a ver cosas de este tipo, señora. Las ofertas y rebajas se espacian en el
tiempo y se concentran de viernes a domingo.
-¿Domingo? –Digo.-
No me parece correcto que les obliguen a trabajar el día de descanso.– Opino
con toda sinceridad.
El empleado me
mira con cara neutra y continua con su comentario a media voz.
-Lo tenemos ya
asumido. No queda otra: o no comemos o no vemos a la familia. Aunque no lo crea
se están haciendo contratos exclusivamente de fin de semana.
-Bueno, si es así
y crean algún puesto de trabajo más, me callo. – Le interrumpo. – Pero yo no
vendré a comprar los domingos.– Volví a insistir.
-Los contratos que
se hacen son contratos de 200 euros al mes. La jornada laboral es de viernes a
domingo.
-En realidad es
preferible que te paguen un poco más y quedarte en casa. - Asentí.-
Le pago. Me voy
pensativa hacia mi casa.
Estoy contenta por
la oferta que he conseguido y, al mismo tiempo, entristecida por la injusticia
laboral y social que me ha contado el empleado de la gran superficie.
A mi memoria
vienen las palabras del autor-actor Alberto San Juan:
‘Es tiempo de
cambiar nuestra historia, antes de que se la lleven los demonios, porque quiero
pensar que no hay demonios. Son hombres los que pagan a los gobiernos, son
hombres los empresarios de la falsa historia, son hombres quienes han vendido
al hombre y le han convertido a la pobreza y han secuestrado la salud de
España. Pido a España, a Cataluña a Euskadi que expulse a esos demonios, que la
pobreza suba hasta el gobierno, que sea el hombre el dueño de su propia
historia.’
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