Muchas
veces nos ponemos nerviosos de situaciones inverosímiles. Si lo analizamos con
la cabeza fría, comprendemos que es una tontería intranquilizarnos, no
obstante, el raciocinio nos dice, a posteriori, que es inevitable.
Hace
unas semanas acompañé a un familiar a una pequeña intervención quirúrgica. No
era nada grave, pura rutina, diría yo. La cita era a las doce del medio día.
Como nos ocurre siempre y por miedo a llegar tarde o, quizá para probar suerte
y que te adelanten el mal trago lo antes posible, llegamos una hora antes. La
sala de espera estaba a rebosar. Pacientes y familiares, disimulábamos nuestras
ganas de irnos con poco estilo. Mi nerviosismo crecía, como si fuese yo la
paciente. Me costó un poco comprender que debía armarme de valor y estarme
quieta y callada. Para pasar el rato, me dediqué a observar a los otros
ocupantes de la sala, que era lo que todos hacíamos a la vez. El primero en
captar mi atención fue un hombre regordete que calmaba su nerviosismo paseando
de un ángulo a otro de la sala. El hombre tenía el ceño fruncido, su cara de
pocos amigos mostraba sus pocas ganas de hablar con nadie. En uno de sus
interminables paseos que daba por toda la sala le sonó el teléfono móvil. Todos
nos volvimos a mirarle, el movimiento fue como un resorte y general, pues la
sintonía, además de tener el tono más alto, era el clarín que se usa en las
corridas de toros para indicar la salida del próximo animal al ruedo.
Evidentemente a todos nos arrancó una sonrisa y un olé que nos salió de lo más
profundo. El hombre, frunció más el ceño y contestó con un agrio tono 'no me
vuelvas a llamar porque a la próxima seguro que ya estoy dentro'. Colgó de
manera violenta y continuó su paseo. Aún no había tenido oportunidad de dar un
par de pasos cuando volvieron a sonar los timbales y clarines de su móvil. Esta
vez no se movió y en el punto donde se había detenido, en el centro de la sala,
contestó con un tono más áspero, si cabe, del anterior: 'no te preocupes por la
comida… no me vuelvas a llamar.' Todos los que estábamos escuchándole,
comprendimos que el familiar no estaba en la sala, removiéndose en los
incómodos asientos de plástico, sino en su casa, pensativo y también
preocupado.
Unos
segundos después, mi atención se centró en otra familia que estaba instalada en
el ángulo opuesto de la sala con respecto al taurino paciente. Esta troupe
familiar resultó ser la más divertida para mi atención. Allí se encontraban
padre, madre, hijo, hija y el vecino de la escalera. La paciente era la hija
pero el resto de la comitiva no tenía desperdicio para mi mordaz curiosidad.
El primero en captar mi
atención fue el hijo. Como el día era muy caluroso todos vestíamos ropa fresca
y cómoda pero en él el atuendo era lo menos importante. No era la ropa que
pudiese llevar, unos bermudas y una camiseta, sino los tatuajes que aderezaban
sus brazos, lo que realmente captaba mi atención. Deslicé mi mirada
impertinente, más de una vez, desde su muñeca hasta donde dejaba ver la
camiseta de manga corta. En sus regordetes brazos se mostraban infinidad de
animales marinos que amenazaban con unos dientes aterradores mi indiscreción.
Se completaba el animalario de sus brazos con cenefas, flores y demás signos
desconocidos por mí. No contento con esta estética ecléctica que había añadido
a su nariz chata, como si de un toro escocés se tratase, un 'piercing'
que le pasaba de parte a parte el tabique nasal. Calibré su corpulencia en unos
cien kilos o quizás más y éstos se comprimían en una estatura de poco más de
1,65 metros, por lo que al andar, pues también paseó más de una vez por la
sala, me recordó las armaduras de Enrique VIII que tuve una vez oportunidad de
ver custodiadas en la Torre de Londres.
El padre de la familia, era
un hombre pequeñito e inquieto que no dejaba de moverse de un sitio a otro, sin
parar. Comprendí que estaba nervioso, por lo que no le presté más atención para
evitar que mi nerviosismo aumentase contagiado por el suyo. La hija, que
después me enteré era la paciente, parecía la más tranquila de todo el clan.
Vestía ropa tan, tan ligera que poco calor le podría proporcionar ni poco
podría esconder de su pequeña figura. Se componía de unos pantalones cortos
hasta las ingles y una camiseta de tirantes que mostraban sus, también
llamativos, tatuajes. Al contrario que su hermano, todos estaban concentrados
en su brazo izquierdo y en ellos lo que más destacaba era el color rojo. Flores
y hojas se entrelazaban desde el hombro hasta los dedos de su pequeña mano. Su
continuo balanceo del pie derecho me hizo recalar la vista en la corona real
británica que lucía en el empeine de su pie derecho también tatuada pero ésta
era de un negro oscuro como si de una calcomanía se tratase. No dejaba de
sonreír a los incesantes comentarios de su vecino de asiento y que también era
vecino de la finca, de los inevitables que viven en tu escalera. Este personaje
se encontraba entre lo cómico y lo sardónico de una realidad cada vez más
etérea. Se trataba de un hombre de unos setenta años o quizás más. Al principio
pensé que era un familiar directo, pero poco a poco, al hilo de sus inconexas
frases, comprendí que sólo estaba allí por pasar la mañana. ¿Qué más daba estar
en casa donde hace calor, que allí en una sala donde hay aire acondicionado
gratis y charlando con los vecinos? Maneras de matar el tiempo, creo. De lo que
decía, mejor ni recordarlo, de las payasadas que improvisaba, menos. Su
vulgaridad no captaba mi atención salvo en el detalle de que le faltaba un
pedazo de oreja, seguramente también producto de alguna intervención
quirúrgica. Aunque no era muy grande el pedazo que se le había cercenado, era
lo suficientemente llamativo como para imprimirle un aire de asaltador de
caminos que hubiese perdido, esa parte del apéndice, en una refriega con la
justicia. La imaginación vuela, ya saben.
Cuando más concentrada me
encontraba observando el ojal de la oreja del vecino fastidioso, se abrió la
puerta de la antesala del quirófano. Salió una enfermera, embutida en una fina
bata verde, gorro y calzas del mismo color, las propias de un quirófano y
boceó: “familiares de Amparo Martínez, familiares de Amparo Martínez…”. Lo fue
repitiendo como un eco sin fin, hasta que se le quebró la voz. Todos nos
miramos de hito en hito pensando que el familiar pregonado saldría de entre
nosotros. Se convirtieron en unos largos y espesos instantes hasta que
comprendimos que no había nadie que fuese a responder a esa llamada. La
enfermera también comprendió que no obtendría respuesta y volvió a esconderse
en el recinto que parecía vetado para todos. Pocos segundos después se escuchó,
por la megafonía, que repetía el mismo mensaje pero tampoco obtuvo
contestación.
Volví la mirada y mi interés
hacia la familia tatuada, pues el vecino acompañador tomó la alternativa de
autoerigirse en megáfono voceras en la sala. Me molestaban esos gritos
intermitentes y casi soeces que emitía como un alarido dolorido. Miré hacia
otro lado para evitar la osadía que podía tener de creerse alguien importante
en aquella sala. Fue en ese instante cuando reparé en la figura de la madre de
los vástagos tatuados. Se trataba de una mujer de edad indefinida. Su
estructura desgastada por el descuido personal le imprimía una ancianidad que
se acrecentaba con el efecto de su boca hundida debido a la falta de gran parte
de las piezas dentales. No me atreví a prejuzgarle por ello, quién sabe
si se encontraba en pleno proceso de la ortodoncia o no, o quizá la indeseable
situación que nos tocaba vivir en este momento y que habían bautizado como crisis, le impedía poder costearse la
reparación bucal. No obstante hubo un detalle que captó toda mi atención por
completo. Era su indumentaria que no pude dejar de curiosear. Vestida toda de
negro, la joya de la indumentaria era su camiseta. Bajo unas letras mayúsculas
y de poca originalidad destacaba el dibujo central de una calavera tocada por
un pañuelo a lunares. Una de sus cuencas estaba cubierta por un parche como si
de un pirata se tratase. Se habían sustituido las típicas tibias del símbolo por dos grandes espadas. Por su forma y estructura estaban más cercanas a semejarse a los machetes usados en la selva, que al filo
propio de las armas de los bucaneros. Pensé que la familia era lo más original
que se encontraba en aquella sala. Me equivoqué de pleno. Aún me quedaba la
sorpresa final. Se trataba de un celador que apareció de la nada. Digo de la nada
porque no vi de donde salió ni supe, después donde se escondió.
De repente lo encontré junto
a mí hablándole, directamente, a un chico que estaba sentado en la fila de
sillas cercanas a la pared. El joven llevaba la indumentaria apropiada para
participar en una maratón, por ello, el celador fantasmagórico, se dirigió a él
hablándole de marcas, de tiempos y de posibles lesiones por excederse en el
ejercicio. El joven lo miró con asombro y le respondió con calma pero sin poner
mucho interés por lo que decía. El celador insistía y cada dos palabras se
carcajeaba de sus propias ocurrencias que parecían ser inconexas. Secamente,
igual que había comenzado la conversación forzada con el chico terminó de
hablar y con un par de zancadas se plantó junto a la puerta del quirófano que
abrió de golpe para perderse en ella como un ser etéreo.
Le comenté a mi compañera de
asiento el aspecto del celador y el asombro que me había causado su aparición y
desaparición. Esa entrada y salida, propia de un fantasma, más que de alguien
de carne y huesos, provocó una breve risa cómplice entre nosotros, lo cual
atrajo la atención del tatuado hijo de la bucanera. En ese instante se paseaba,
con su andar pesado, cerca de mi asiento. Le miré de cerca, lo cual no sé si
fue aún peor pues me asustó contemplar las fauces de una anguila marina que
mostraba una boca dentada abierta y apunto de atrapar mi nariz. Estaba tan
cerca de mi cara que casi pude notar el calor de su aliento fétido. Mi risa
inoportuna se paró al instante. Un silencio discreto era lo más prudente para
no terminar engullida por ese animal que nadaba hacia mi cara.
[Continuará]
[Continuará]
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