Hubo una vez
un sabio que quería ser tan original que, mientras unos buscaban las riquezas
de este mundo o la verdad del mismo, sólo se preocupaba por encontrar la
perfección. Su ensimismamiento por encontrarla llegó hasta tal punto que le
llevó a aislarse de sus semejantes. Sin darse cuenta estaba cada día más solo,
más alienado del resto de sus familiares, vecinos y convecinos, hasta que ya no
tuvo ningún contacto con ninguno de ellos. Una noche, cuando desesperado en su
búsqueda, dio con la deseada fórmula de la perfección, se encontró que no pudo
compartirla con nadie. Miró a su alrededor y estaba completamente solo. Miró
por la ventana y cada uno estaba a lo suyo en su casa. Miró en su agenda, en el
listín de amistades y la tenía completamente vacía. Entonces fue cuando se
sentó y pensó lo desgraciado que era por su soledad, pero fue en ese instante
cuando tuvo una idea. Esta vez sí acertaría. Ya no se volvería a sentir solo y
desgraciado por no tener a quien comunicarle sus triunfos. Se compró un espejo.
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