Yo era feliz. Sí, en serio, lo era.
Me gustaba la vida que llevaba. Muchos pensarán que estar encerrado en un
corral, en un espacio tan acotado y lleno de lodo, no es el perfecto para la
felicidad. Se equivocan. Mi mundo era aquel pequeño gallinero donde yo, el
gallo más joven, era el jefe. Mi trabajo prioritario consistía en demostrar
quien mandaba en esa pequeña parcela. Mis gallinas tenían que obedecerme
porque si no lo hacían les picoteaba hasta hacer que cumpliesen mis normas.
Alguna de las más jóvenes me llamaba tirano, pero lo hacía por lo bajo,
a mis espaldas. No me importaban sus quejas. Me enseñaron, los otros
gallos anteriores a mí, que para ser un buen amo del corral hay que dejarle un
poco de suelta a tus súbditas. Se les permite que se confíen y luego es
cuando las convences de que deben hacer lo que desees. Todo es por el bien de la
comunidad. Es así. Cumplen mi voluntad y, a su vez, siguen pensando que lo
hacen libremente.
Yo era dueño de hacer o dejar de hacer lo que
quisiera a mis gallinas, aunque no del todo, pues sobre mí estaba el poder del
amo. Él era el que decidía a qué hora se comía, cuánto maíz nos tocaba a cada
uno y, sobre todo, tenía el control del oro más preciado de nuestro corral: el
agua.
Un día, cuando entró a dejárnosla en
el recipiente habitual, decidí revelarme por su tardanza. Había hecho mucho calor
y él no había venido a atendernos a la hora convenida. Me acerqué hasta él con
las alas abiertas y en actitud amenazadora. Ni me prestó atención a pesar de mi
advertencia. Me sentí ofendido por su indiferencia y eso provocó que le
soltase un tremendo picotazo en la mano. El ataque le arrancó un profundo grito
de dolor. Me alejé rápidamente para esquivar su reacción en forma de
patada. Me sentí ufano, orgulloso de mi hazaña. El sería el amo, pero yo era el
dueño de mi corral. No calculé las consecuencias de
mi bravuconearía.
Al día siguiente, muy temprano, me
sorprendió que el amo volviese al corral. No lo hacía nunca. Llevaba un saco de
tela en la mano. Al principio creí que vendría a darnos una ración extra de
comida, por eso, aparté a mis gallinas y me puse el primero. Me equivoqué. En
menos de un segundo, el amo, lanzó el saco sobre mí. Grité, luché con
mis alas y patas, picoteé con energía, pero todo fue en vano. Me
había sumido en la profunda oscuridad del saco que parecía un pozo sin fondo.
Noté un balanceo y en ese instante
fui consciente de que me estaban trasladando lejos de mi gallinero. Me
temí lo peor. Pensé que mis días de jactancia llegaban a su fin. Cuando ya paró
ese movimiento casi infinito, a partir de ese instante, todo ocurrió muy
rápido. El amo abrió el saco. Actuó rápidamente, sin darme tiempo a
reaccionar. Me tomó por las patas y comenzó a subir por
una estrecha escalera. Fue vertiginoso sentir como toda la
sangre de mi cuerpo se agolpaba en mi garganta. El pánico me impedía decir ni
pío. Por fin me dio la vuelta y me introdujo dentro de una jaula. En ella había
tres gallinas escuálidas, viejas, con el pico recortado. Tenían las plumas
quebradas como consecuencia del espacio tan reducido donde casi no podían
moverse. El amo me miró, con cara de sorna. Habló, a gritos, con una mujer que
parecía estar algo sorda pues el tono de la conversación era muy alto. Él le
enseñó la herida que yo le había hecho en la mano. Dijo algo más que no pude
entender. Poco después se fue pero sin mí.
Ha pasado mucho tiempo. No sé
exactamente cuánto. Mi nueva ama sólo sube una vez a la semana a darnos
comida y agua fresca. Me siento abatido. He perdido mi gallinero. He perdido mi
felicidad. Muchas veces lloro en silencio porque si lo hago en alto,
alguna de mis nuevas y escuálidas compañeras, pues no puedo considerarme
dueño de ellas, me dice:
"No
llores. Piensa que siempre hay otra posibilidad peor. Desde aquí aún podemos
ver el mar."
Tod@s somos presos de algo o de alguien y nuestra rebeldía puede tener consecuencias negativas en nuestra vida, pero por favor que seria de nuestra vida si no hubiera rebeldía?
ResponderEliminarAnecdota, en mis años de infancia huía del gallo o gallos que teníamos en la alquería.. jaja picaban
Este gallo pagó cara su chulería aunque tampoco creo que se mereciese una cadena perpetua. Siempre me han gustado los gallos y gallinas, en mi casa estaban desde siempre. Forman parte de mi infancia. Gracias por la lectura y comentario.
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