El calor me asfixia. Me asomo a la ventana. Necesito aire. Necesito sentir un poco de brisa en mi rostro. Un golpe cálido de viento golpea mis mejillas y, aunque sea ardiente que casi no me deja respirar lo aspiro con codicia. Lo instalo en el interior de mis pulmones. Reconfortada, por el hecho de haber salido de la penumbra de la casa, sonrío. Noto el sol que entra vigoroso dentro de la habitación que había permanecido en penumbra. Parece querer quemarlo todo. No me importa. Me ahogaba en la oscuridad. Las notas de mi violoncelo sonaban más tristes, si cabe, con ese aire viciado. Eran quejidos y no notas lo que mis dedos resecos podían arrancar.
Asomarme a la calle es un pequeño respiro, una ilusión que no mejora la temperatura, pero sí mi ánimo sumido en la inclemencia de una penumbra artificial.
No busco nada con la mirada. Giro la cabeza y fijo la mirada en la ventana de enfrente. También está abierta. Desde el interior se adivina una oscuridad voluntaria, como la mía, que transmite frescura. Me sorprende porque también hay un atril con partituras. ¡Qué raro! pienso, conozco a todos los músicos del barrio y no sabía que había alguno en esa casa. Agudizo la mirada y es entonces cuando lo veo. Hay un pequeño perro blanco, con manchas pardas, que se aúpa a una pequeña banqueta y observa, atentamente, la partitura del atril. La observa como quien conoce las notas. Las contempla con avidez. Durante unos minutos continua con esa actitud ensimismado. Parece estar memorizándolas. Levanta la cabeza. Se asoma y contempla la calle. Me contempla a mí que no dejo de observarlo. Creo que me sonríe. Tras unos instantes en los que intercambiamos nuestras miradas se vuelve hacia la partitura para continuar en su estudio. Hago lo mismo. Ha sido un breve instante en la ventana.
Asomarme a la calle es un pequeño respiro, una ilusión que no mejora la temperatura, pero sí mi ánimo sumido en la inclemencia de una penumbra artificial.
No busco nada con la mirada. Giro la cabeza y fijo la mirada en la ventana de enfrente. También está abierta. Desde el interior se adivina una oscuridad voluntaria, como la mía, que transmite frescura. Me sorprende porque también hay un atril con partituras. ¡Qué raro! pienso, conozco a todos los músicos del barrio y no sabía que había alguno en esa casa. Agudizo la mirada y es entonces cuando lo veo. Hay un pequeño perro blanco, con manchas pardas, que se aúpa a una pequeña banqueta y observa, atentamente, la partitura del atril. La observa como quien conoce las notas. Las contempla con avidez. Durante unos minutos continua con esa actitud ensimismado. Parece estar memorizándolas. Levanta la cabeza. Se asoma y contempla la calle. Me contempla a mí que no dejo de observarlo. Creo que me sonríe. Tras unos instantes en los que intercambiamos nuestras miradas se vuelve hacia la partitura para continuar en su estudio. Hago lo mismo. Ha sido un breve instante en la ventana.
Fotografía de André Kertèsz - Paris. 1926 |
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