Verano
de 1927.
Sólo había transcurrido un año desde
su visita al mar. El calor era exactamente igual que el pasado verano, quizás
un poco más intenso. Mercedes y Carmen seguían siendo igual de amigas aunque
cada una sabía ya que pertenecían a lados distintos de la sociedad de su
pueblo. Mercedes bordaba las sábanas que iban a ser su dote, Carmen trabajaba
en el campo, junto con su padre y sus hermanos. Ese año la cosecha era buena y
los precios, además, acompañaban. El padre de Carmen estaba contento porque no
sólo tendrían comida para todo el invierno sino que el excedente también daría beneficios.
El calor apretaba ya en los
últimos días se acumulaba en la atmósfera y quizá derivase en
alguna tormenta veraniega acompañada de pedrisco. Si tenían suerte la
cosecha estaría recogida antes de que eso ocurriese.
* * *
El rucio tenía buen olfato para las
tormentas. El animal se puso muy nervioso y reculó cuando el carretero lo
aparejó.
-¿Qué te pasa Romera? Hoy tenemos
que trabajar quieras o no aunque haga más calor que ayer.
El carretero no había perdido la
costumbre de conversar consigo mismo mientras trabaja. Lo había hecho toda
su vida. Era demasiado mayor como para dejar de hacerlo. Salió del establo con
el carro cargado de cajas, como siempre, en dirección al mar. El calor y los
mosquitos lo hicieron más pesado de lo normal el viaje.
Ya de regreso, en pocos minutos, el
cielo se oscureció. Romera no dejaba de resoplar asustada por los truenos.
El carretero ajustó el paso al animal para que no les alcanzase la
tormenta pero, así y todo, no pudo evitarla. El pedrisco caía inclemente sobre
Romera. Fue en menos de unos segundos cuando el jumento resbaló y se volteó el
carro.
Cuando lo llevaron al pueblo
nadie pensó que superase esa noche, sin embargo, mala hierba nunca muere,
dijo el padre de Carmen, el carretero estuvo agonizando más de una
semana. Todo el pueblo fue a verle. Tenían que mostrarle, sino su respeto, pues
nadie lo apreciaba, al menos algo de consideración por su desgracia.
Carmen y Mercedes estaban atentas a
la evolución del moribundo. Sus madres les habían dicho que no debían guardarle
rencor, sin embargo ellas no podían dejar de sentirlo.
Aquella noche, Mercedes entró
azorada corriendo en casa de Carmen. Con la voz entrecortada le dijo a su
amiga que el carretero se moría de verdad. El cura ya le había dado
el viático.
Las dos amigas lo dejaron todo. Se
fueron directas a la casa del moribundo. En la calle había mucha gente y, en el
interior de la casa, casi no se podía pasar entre la multitud que se
arremolinaba entre la entrada, el comedor y la habitación donde estaba el agonizante
carretero.
Carmen, siempre más decidida, tomó
la mano de su amiga y logró colarse entre los que estaban alrededor de la cama.
Llegaron a la cabecera. La cara de aquel hombre les asustó. No porque fuese la
de un agónico, sino porque les hizo recordar su angustia del verano pasado. Pronto
se les disipó ese sentimiento y la curiosidad, tan innata en ellas,
mezclada con algo de satisfacción por verle en ese esas circunstancias,
les dominaba sobre su rencor.
El carretero ya no tenía casi
aliento, pero no dejaba de hablar, lo había hecho siempre y no lo dejaría de
hacer, incluso, en el momento de exhalar la vida.
-¡Ay! ¡Qué difícil es...!
Mercedes dio un paso atrás asustada,
se colocó detrás de Carmen y le susurró:
-¿Entiendes lo que dice?
Carmen estaba fascinada. Era la
primera vez que veía morir a alguien y, además, a alguien a quien despreciaba.
-¡Cuánto me ha costado subir el
primer escalón…!
El silencio en la casa se hizo
total. Todos estaban expectantes. Las dos niñas se miraron y comprendieron que
el moribundo estaba subiendo una escalera. El carretero volvió a suspirar, esta
vez lo hizo con más fuerza.
-Este escalón es más penoso… No sé
si conseguiré subirlo…
Carmen no dijo nada pero deseó que
no lo lograse. Después de todo, pensó, no era justo que él fuese al cielo.
El carretero hizo un gesto extraño y
ya no tuvo tiempo de hablar y explicar si había conseguido subir otro escalón.
La vida se le escapó.
* * *
Muchos años después, cuando Carmen
me contó esta historia, sonreía, con picardía, pues nunca se arrepintió de
haber deseado que aquel carretero no consiguiese subir la escalera hacia el
cielo.
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