A ma mare.
Sólo tenía catorce años cuando
comenzó a trabajar en la fábrica. Nunca olvidó aquel primer día. El sereno le
despertó dando unos golpes en su ventana.
"Ya son las tres. ¡Vamos
fabriqueras, ya no se espera a nadie!"
A partir de ese momento, esta
advertencia, le acompañaría todos los días de su vida laboral, es decir, de
lunes a sábado. Ese día, por ser el primero, el aviso le sonó casi más a un
rezo que a una advertencia, con el tiempo, cobraría otros matices.
Su madre le encargó a otra
trabajadora, más mayor, que le tutelase:
"María, cuida de ella y
enséñale a trabajar".
Esta petición resonó en la cabeza de
la niña durante todo el día. Tenía que complacer a su madre. Era su obligación.
Fábrica de sacos de yute. |
En realidad, no sabía muy bien qué
era el yute. Le habían explicado que se extraía de una planta y que se usaba
para tejer la tela de los sacos. Su textura era áspera y pegajosa. Tenía un
olor peculiar, dulzón. Decían que era tan sutil
que, sin darse una cuenta, se respiraba hasta que aturaba los bronquios.
Aún era muy de noche cuando llegaron
a la entrada de la fábrica. Como si de un riachuelo de se tratase, las
jóvenes, eran tragadas hacia el interior de la nave. Las jornadas eran
continuas. La producción no se paraba, por eso se había creado un sistema de
turnos dividido por colores. Ella entró a formar parte del turno rojo. El otro
turno, el del color verde, alternaba la franja horaria, de manera que
nunca se cruzaban las trabajadoras salvo en los breves instantes del cambio.
Compartían maquinaria, material y espacio pero jamás llegaron a
conocerse.
El ruido de los telares, ese sonido
machacón y constante, junto con la nube de pelo de yute que flotaba por la gran
nave y el ambiente color verdoso viscoso sería lo que siempre recordaría de
esos años de falta de sueño y trabajo duro.
María, su tutora, la llevó ante un
hombre grueso que parecía más viejo de lo que era. Le explicó que la niña era
la nueva aprendiza. El maestro de sala asentía mientras María le explicaba que
se haría cargo de que aprendiese lo antes posible. Ya en el telar le mostró
cómo debía colocar las canillas, controlar la lanzadera y los contadores, luego
le indicó que probase a hacerlo ella sola. Aprendió rápido, sin equivocaciones,
como si lo hubiese hecho toda su vida.
Sin casi darse cuenta, llegó el
momento del descanso. Las trabajadoras se detenían, unos minutos, para tomarse
el almuerzo de sus cestas.
"¿Cómo
va la novata? -Le preguntó el maestro de sala a su tutora- ¿Se adapta?
-¿Qué? Pero
si lo ha aprendido todo en seguida. Ya puede estar en un telar sola."
La niña se sintió orgullosa de ese
comentario. Podía decirle a su madre que ya sabía trabajar.
El descanso fue muy corto, sólo lo
justo para reponer fuerzas. Volvieron al trabajo.
Telares para sacos de yute. |
Su tutora llamó a otras
trabajadoras. Esta vez le puso a prueba con la intención de ver si, realmente,
sabía la técnica o sólo había sido un momento de éxito. Intentó burlarse de su
juventud. No lo consiguió.
«Bien, creo
que ya estás preparada para mañana ponerte a trabajar sola en un telar.
Ahora ve a la fuente y tráeme una taza de agua que tengo sed.»
A la muchacha le pareció una taza
muy pequeña para beber pero la tomó y se fue a cumplir su orden. La llenó. Parecía
que se le fuese a derramar en cualquier momento. Se concentró en el movimiento
del líquido y caminó, lentamente, entre los telares. No apreció las risas, mal
disimuladas, de las otras chicas y sólo reparó en ellas cuando faltaban unos
pocos metros para llegar al telar donde se encontraba su tutora. Levantó la
mirada de la pequeña taza y, en ese instante, fue cuando comprendió las risas respecto
a su pericia. Se paró. Les miró a la cara. Sin decir nada vertió el agua frente
a sus sonrientes observadoras.
A partir de ese momento ya estaba preparada
para trabajar como todas.
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