No sé cuántas horas de mi infancia y
mi adolescencia he pasado subida a un vagón del popular transporte valenciano
llamado ‘trenet’. Mi primer viaje
sola fue a los nueve años, pero esa es otra historia. Han transcurrido ante
mí vidas completas narradas en los pequeños trayectos de ese transporte
público. Vidas resumidas con gestos, palabras, discusiones, amores, desamores,
penas y alegrías.
Aquel día volvía a casa más pronto. Estaba contenta porque ese día comería en casa. Me resultaba placentero evitar el monótono menú
del colegio. Como no era la hora punta estaban libres los asientos de dura
madera. En ese trayecto sólo habían aparejado una máquina y un vagón. Saqué un
libro. Me dispuse a leer aunque no lo conseguí. Cerré
el libro y fijé mi atención en el banco contiguo. Tres chicos y una chica
conversaban con tono jovial. No eran viajeros habituales. No los había
visto hasta entonces. Sus comentarios sobre el balanceo del vagón, el
ruido intenso de las ruedas al chirriar sobre las vías y otros detalles de ésta índole
así me lo confirmaron. No hablaban alto, sin embargo, la frescura de sus risas
y la alegría innata de su juventud envolvió a todos los que les rodeábamos.
En un momento dado la chica
preguntó a sus acompañantes si llevaban cigarrillos. No,no tenían. ¡Qué
rabia! Ella se dirigió al
pasajero del asiento contiguo. Le preguntó si podía darle un pitillo. Era un joven habitual que yo conocía de mi rutina viajera. Trabajaba como dependiente de
una tienda de ropa. Durante el
día, realizaba casi los mismos trayectos que yo. El dependiente, con un tono seco y cortante, le contestó que se le habían terminado. A mí me pareció cruel su
tono. Pensé que quizá estaría mintiéndole. Los cuatro jóvenes comenzaron a bromear entre ellos. Entre risas se quejaron de su poca
suerte. Sin parar de reír la chica enrolló el billete y simuló que se lo
fumaba con un tabaco de fantasía. Creo que todos sonreímos por su ocurrencia. Hasta el
revisor de billetes que se personó en ese instante sonrió.
Con las risas de los cuatro jóvenes llegamos a la siguiente parada. El
dependiente de la tienda de ropa se levantó de su asiento y se dispuso a
bajar. ¡Qué raro! -pensé- pero si no vive aquí. Apenas se había detenido el
tren, se lanzó, hacia el kiosco de la estación. En pocos segundos
volvió a montarse al vagón del tren que arrancó casi instantáneamente. El
dependiente se sentó en su asiento. Abrió un paquete de cigarrillos
que había comprado en el kiosko de la estación. Les ofreció un pitillo a los
divertidos pasajeros. Él también se encendió uno. Los
cuatro jóvenes le dieron las gracias mientras le pedían fuego.
En la próxima estación bajó el
dependiente. Esa sí que era su parada. Comprendí mi error. Comprendí que le había prejuzgado mal. No siempre somos lo que aparentamos. Pensé.
Hola Marisa, puestos a recordar cosas no todas son agradables. Recuerdo perfectamente los constipados que tuve que pasar por las corrientes de aire frío que entraban por todas las ventanas y puertas de los vagones y máquina. También recuerdo que en más de una ocasión lluvia más dentro de ellos que fuera, pero, así y todo, no deja de ser un transporte que marcó mi infancia y adolescencia. Gracias por la lectura y comentario.
ResponderEliminarHola Marisa, puestos a recordar cosas no todas son agradables. Recuerdo perfectamente los constipados que tuve que pasar por las corrientes de aire frío que entraban por todas las ventanas y puertas de los vagones y máquina. También recuerdo que en más de una ocasión lluvia más dentro de ellos que fuera, pero, así y todo, no deja de ser un transporte que marcó mi infancia y adolescencia. Gracias por la lectura y comentario.
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