Era mi primer viaje a Londres. Todo
me parecía nuevo, espectacular. Me comporté como una chica de pueblo, lo que
soy, que nunca ha visto tantas etnias distintas en una misma estación de metro.
Me asombraba por todo. No me cansaba de observar a los viandantes que
pasaban a mí alrededor.
Aquel día, después de andar por los
museos y calles londinenses durante toda la mañana, mis acompañantes y yo nos
sentimos desfallecidos. Necesitábamos comer. En ese instante no nos importaba
que fuesen esas extrañas mezclas que hacen y que los británicos suelen
denominar comida.
Alguien sugirió que entrásemos en
aquel restaurante. Tenía buen aspecto. Estaba lleno de gente tanto turistas como
locales o al menos tuve esa impresión. Se trataba de un autoservicio. El
comedor principal estaba en el primer sótano. Mientras bajábamos se podía
apreciar el bullicio de los comensales entremezclado con los aromas de las
penetrantes especias que tanto degustan a los anglosajones. La sala estaba
llena. Casi estábamos a punto de desistir cuando los que ocupaban una
mesa, en el centro del comedor, se levantaron. Corrimos para tomarla
y evitar que nos la quitase alguien que estuviese igual de hambriento que
nosotros. Mis dolidos pies agradecieron la silla. Dije que me quedaría a cuidar
la mesa y que más tarde ya me levantaría a buscar la comida.
Mientras esperaba me dediqué a
observar a los comensales de mi alrededor. Por supuesto que los idiomas y las
razas se entremezclaban como la mantequilla con toda la comida que se servía en
ese comedor. Fijé mi mirada en una mesa de dos. Era la más próxima a la
nuestra. Sus ocupantes no tenían aspecto de turistas. Sus ropas de buena
calidad indicaban un poder adquisitivo elevado. Él, de espaldas a mí, no dejaba
de hablar suavemente, casi en un susurro. El tono de voz ínfimo hacía que fuese imposible entender qué
decía, sin embargo, su gesto amenazador hacia su interlocutora, indicaba
que le estaba lanzando una cadena de reproches o quejas que no sólo se
proyectaban con su voz sino también con sus hombros y sus manos inquietas con
la taza de té que tenía delante. Quizá era yo la que le estaba prejuzgando en mi
observación de foránea pero mi intuición me decía que no me equivocaba.
Observé a la mujer. Era porte elegante. Su rostro estaba muy bien maquillado.
No decía nada sólo fruncía sus labios sin articular ninguna respuesta. Con
decoro enjugaba, con sus blancos dedos, alguna lágrima que se le escapaba.
Durante unos eternos minutos los contemplé e inventé mil y un motivos que
tuviesen sentido para que se produjese aquella conversación. Barajé una
infinidad de porqués pero me incliné a pensar que él le estaba planteando
la ruptura de su relación y ella la asumía, con mucha pena, pero sin
protestas. Imaginé que en otro lugar, en otro país, esa despedida habría sido tan
diferente. Pensé que la gama de tonos de voz y gestos habría sido tan dispar a
que estaba presenciando que me pareció que era testigo de un acto fuera de lo
común.
Mis acompañantes volvieron cargados
con sus bandejas de comida o al menos eso semejaba. Bromearon con mis
aprensiones. Me dispuse a acercarme al autoservicio para tomar algo
comestible. Cuando regresé la pareja de la mesa contigua ya se había ido.
Tu capacidad de observación y tu maestría con las palabras, hacen de los hechos cotidianos historias interesantes.
ResponderEliminarHas descrito tan bien el lugar, que me parecia estar allí.
Besos.
Hola Suni, hay pequeños detalles cotidianos que pasan inadvertidos y son, en realidad, los auténticos protagonistas de la vida. Muchas gracias por tu lectura y comentario. Un placer escribir relatos para lectoras como tú.
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