miércoles, 19 de agosto de 2015

UN RESTAURANTE EN LONDRES




Era mi primer viaje a Londres. Todo me parecía nuevo, espectacular. Me comporté como una chica de pueblo, lo que soy, que nunca ha visto tantas etnias distintas en una misma estación de metro. Me asombraba por todo. No me cansaba de observar a los viandantes que pasaban a mí alrededor. 
Aquel día, después de andar por los museos y calles londinenses durante toda la mañana, mis acompañantes y yo nos sentimos desfallecidos. Necesitábamos comer. En ese instante no nos importaba que fuesen esas extrañas mezclas que hacen y que los británicos suelen denominar comida.
Alguien sugirió que entrásemos en aquel restaurante. Tenía buen aspecto. Estaba lleno de gente tanto turistas como locales o al menos tuve esa impresión. Se trataba de un autoservicio. El comedor principal estaba en el primer sótano. Mientras bajábamos se podía apreciar el bullicio de los comensales entremezclado con los aromas de las penetrantes especias que tanto degustan a los anglosajones. La sala estaba llena. Casi estábamos a punto de desistir cuando los que ocupaban una mesa, en el centro del comedor, se levantaron. Corrimos para tomarla y evitar que nos la quitase alguien que estuviese igual de hambriento que nosotros. Mis dolidos pies agradecieron la silla. Dije que me quedaría a cuidar la mesa y que más tarde ya me levantaría a buscar la comida.
Mientras esperaba me dediqué a observar a los comensales de mi alrededor. Por supuesto que los idiomas y las razas se entremezclaban como la mantequilla con toda la comida que se servía en ese comedor. Fijé mi mirada en una mesa de dos. Era la más próxima a la nuestra. Sus ocupantes no tenían aspecto de turistas. Sus ropas de buena calidad indicaban un poder adquisitivo elevado. Él, de espaldas a mí, no dejaba de hablar suavemente, casi en un susurro. El tono de voz  ínfimo hacía que fuese imposible entender qué decía, sin embargo, su gesto amenazador hacia su interlocutora, indicaba que le estaba lanzando una cadena de reproches o quejas que no sólo se proyectaban con su voz sino también con sus hombros y sus manos inquietas con la taza de té que tenía delante. Quizá era yo la que le estaba prejuzgando en mi observación de foránea pero mi intuición me decía que no me equivocaba. Observé a la mujer. Era porte elegante. Su rostro estaba muy bien maquillado. No decía nada sólo fruncía sus labios sin articular ninguna respuesta. Con decoro enjugaba, con sus blancos dedos, alguna lágrima que se le escapaba. Durante unos eternos minutos los contemplé e inventé mil y un motivos que tuviesen sentido para que se produjese aquella conversación. Barajé una infinidad de porqués pero me incliné a pensar que él le estaba planteando la ruptura de su relación y ella la asumía, con mucha pena, pero sin protestas. Imaginé que en otro lugar, en otro país, esa despedida habría sido tan diferente. Pensé que la gama de tonos de voz y gestos habría sido tan dispar a que estaba presenciando que me pareció que era testigo de un acto fuera de lo común.
Mis acompañantes volvieron cargados con sus bandejas de comida o al menos eso semejaba. Bromearon con mis aprensiones. Me dispuse a acercarme al autoservicio para tomar algo comestible. Cuando regresé la pareja de la mesa contigua ya se había ido.





2 comentarios:

  1. Tu capacidad de observación y tu maestría con las palabras, hacen de los hechos cotidianos historias interesantes.
    Has descrito tan bien el lugar, que me parecia estar allí.
    Besos.

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  2. Hola Suni, hay pequeños detalles cotidianos que pasan inadvertidos y son, en realidad, los auténticos protagonistas de la vida. Muchas gracias por tu lectura y comentario. Un placer escribir relatos para lectoras como tú.

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