Si algo enloquecía a las madres de
mi niñez era la primera comunión de sus hijos. Mi madre no iba a ser una
excepción a esa tendencia. Cuando llegó ese momento echó la casa por la
ventana. Desde primeros de año estuvo estudiando qué cambios haría para ese
señalado día y mi peinado formaba parte de ellos. Siempre he tenido una cabellera
vigorosa y abundante.
Un día de febrero, (nunca lo olvidaré os lo aseguro) mi madre decidió que teníamos que pasar el día
literalmente en la peluquería donde ella solía ir.
Lo de pasar el día no era una
frivolidad. La peluquería se llamaba «Las Mañanas» aunque por su actitud
y lentitud se les podría haber tildado como «Las Tardanas».
Ante los ojos de una niña de siete
años resultaba muy curiosa aquella peluquería. Estaba situada en un segundo
piso de un edificio sin ascensor. La regentaban dos hermanas que además tenían
otras dos más que acudían a la peluquería a las horas de la comida. Éstas
decían que venían para ayudar a las otras, pero, en realidad, no hacían nada
salvo conversar con todas las clientas.
La peluquera se llamaba Tere. Ante
mis ojos de niña observadora tenía un aspecto avejentado. Mi madre, casi como
si me estuviese confesándome un secreto, me contó que había tenido un novio. A
continuación añadió que era paisano de Antonio Machín, pero (el pobre) falleció en vísperas de su
cercano enlace. Aquel relato me parecía muy curioso. Las clientas cuando
hablaban del finado, a continuación, siempre se apostillaba el nombre del
cantante. Muchos años después, comprendí el motivo de esa extraña asociación:
el novio de la peluquera era mulato. En la sociedad pueblerina en la que
vivíamos no estaba muy bien visto el color de su piel. Para evitar censuras, se
citaba al popular cantante a modo de justificación y así se demostraba que a
los angelitos negros también los quería Dios.
Pero vuelvo al relato que me ocupa
sobre mi peculiar experiencia en aquella peluquería. Tras pasar más de tres
horas mi madre y la peluquera decidiendo mi aspecto de comulgante. Se debatían
entre si debía ser un ángel con tirabuzones o un ángel con grandes rizos (mi pelo no es liso y permite, desde siempre,
realizar cualquier moldeado) Tere convenció a mi madre de que lo mejor
sería hacerme una suave permanente para
fijar los rizos en las siguientes semanas. La sesión de torturas a mi cuero
cabelludo comenzó en ese instante.
En primer lugar fue el lavado. Se
esa operación se encargó su hermana que se consideraba peluquera. Era más
joven que Tere. No era tan parlanchina pero tomaba las decisiones con la misma
lentitud que la titular. Tras mojarme la cabeza con agua fría (era el mes de febrero y no había
calefacción. Para los que no sois valencianos os diré que siempre se ha alimentado
el mito de que no hace mucho frío en las tierras levantinas) Me dejó unos
largos minutos a mi suerte con la cabeza mojada a la espera del champú. Tuve la
mala fortuna de que en el instante en el que iba a aplicarme el jabón entró uno
de sus sobrinos. Ambas lo adoraban. Repetían su nombre, Justo, como si fuese una cantinela. Y justo en ese instante quedó
la botella de champú en suspenso sobre mi enfriada cabeza. Volvió a ser
depositada en la pila y quedó el enjabonado pendiente para otro instante incierto.
Ambas peluqueras cumplieron su ritual de besos, abrazos, caricias y carantoñas
propinados a aquel niño, de aspecto malhumorado. Cuando se libró de ellas pasó
por delante de mí sin mirarme. Una vez ese niño taciturno desapareció del salón
de la peluquería, por fin, llegó el gel a mi cabeza. A continuación me propinó tales
enérgicos manotazos que me hizo rechinar los dientes. Tiró de mi pelo sin
contemplaciones y para rematar el lavado entre las costumbres de la casa se
encontraba la de usar un peine de púas metálicas con el que arañaban el cuero
cabelludo hasta arrancarte los cabellos que ellas consideraban sobrantes. (Aún puedo sentir el dolor de cabeza que me
provocaron aquellos tirones.)
No me extenderé más en la
descripción de la agónica tortura que sufrí durante el lavado. A continuación
hubo una larga sesión de tirones con cada uno de los mechones de mi pelo que
fueron colocados dentro de los bigudíes. Esos artilugios permanecieron
adheridos a mi cabeza con una redecilla durante todo el día.
Llegó la hora de la comida de la
familia. Las peluqueras comieron en la parte reservada de la casa.
Las clientas se quedaron en el salón comiendo sus propias viandas. Mi
madre estaba prevenida y sabía lo que suponía ir a la peluquería de «Las
Mañanas», por eso también llevaba la comida para las dos. Entrar en su casa
era una excursión hacia la inseguridad de un final incierto en el tiempo.
Avanzaba la tarde, me quitaron los
bigudíes. En esta operación los mechones de mi cabello se partían quemados por el
fuerte líquido y la presión que habían sufrido durante tantas horas. Aquello
era un desastre. Los restos de mi pelo languidecían sobre el suelo de
aquella peluquería más propia de una sala de baile del Mambo que de un salón de
belleza. No lloré en ese instante. Tampoco protesté, pero creo que mi cara de
pena, por el resultado del experimento, les indujo, a mi madre y a Tere, la
peluquera, a tomar una decisión drástica: «Hay
que cortar». Esa operación no era tan simple como parecía. Debían lavarme
el cabello otra vez. Los restos del líquido de la permanente se eliminarían de
esta manera. Esta vez no hubo un peine de púas de acero que me torturase aunque
sí una buena dosis de tirones sobre mi maltrecha cabeza. Misteriosamente la
peluquería se fue quedando vacía. A última hora de la tarde sólo quedábamos mi
madre y yo. Fue en ese instante cuando Tere sacó unas enormes tijeras y cortó
por lo sano nunca más bien dicho. Mi pelo se había salvado del líquido fijador a
la altura del lóbulo de mi oreja. Una vez cortado y después de tantas horas mi
cabello, de forma natural, se había vuelto a secar (era la segunda vez que ocurría en ese día de febrero). Tere volvió
a mojármelo con agua fría, por supuesto, para así podérmelo secar e intentar
ordenarlo de alguna manera.
Durante todo el camino de regreso a
casa no dejé de llorar y de repetir ¡Me
habían cortado el pelo! el símbolo de todas niñas que tomaban la Comunión.
Junto al disgusto de haber perdido el preciado cabellos, además sentía frío.
Era un frío horrible que me había entrado por la cabeza después de tantos
lavados. Ya en casa me lamenté, a mi padre, de lo que me habían hecho. Él,
siempre conciliador, intentó calmarme diciéndome que no me preocupase que me
volvería a crecer y que estaría muy bien para ese día tan importante.
Así fue, me creció aunque no tanto
como a mí me hubiese gustado. Cuando miro las fotografías de ese día pienso que
tampoco estuve tan mal.
Nunca más volví a esa peluquería.
Cuando pude decidir cómo quería que
estuviese mi cabello me lo dejé crecer hasta la cintura.
Qué experiencia tan macabra!. No te creas, todas tenemos algún episodio de esta naturaleza. En mi caso, con el pelo más tieso que el palo de una escoba, mi madre se empeñó en hacerme tirabuzones para la boda de su hermano. Me los hicieron con unos rulos calientes que me quemaron hasta la punta de las orejas. Así que cada vez que iba a la pelu y veía esa maldito aparato con sus rulitos puesto como si fueran columnas, me entraban sudores.
ResponderEliminarGracias por tu relato. Me ha gustado mucho.
Un beso, princesa.
Gracias Elisenda por leer y comentar mi relato. Nunca me he vuelto a hacer una permanente porque siempre he llorado mi cabello de Comunión. Tengo amigos que me conocieron con el pelo por la cintura y al leer este relato han entendido mi ilusión por mantener aquella melena. Hoy en día no la llevo y la echo de menos. Un abrazo Elisenda.
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