Fue a partir de esa noche cuando comenzó a notar que
el dinero le mermaba. Al principio, pensó que
era ella la que lo había contado mal, pero, después de varios recuentos, se
cercioró de que le faltaba un billete de mil pesetas. Alguien le estaba sisando
su capital. A partir de ese instante se volvió una obsesa del control. Cada
céntimo lo metía en su sitio. Contaba las monedas una y otra vez pensando en
mil y una sinrazones sobre ese dinero que tan fácilmente se le evaporaba.
Casi no dormía pensando en quién o qué
podría ser el que le robase su dinero. Era suyo. Ella lo había aportado al
matrimonio y, desde que enviudó, ya no lo había compartido con nadie.
Aquella noche, sin dejar de dar vueltas en la cama, andaba pensando en eso y otras cosas, cuando oyó un golpe seco dentro de la
casa. A oscuras saltó del lecho y se dirigió hacia el lugar de donde provenía el sonido.
No necesitaba encender la bombilla porque conocía cada rincón, pero eso no le
evitó tropezar con una de las sillas. Alguien o algo las había echado en el
centro del comedor. Las sorteó y se dirigió a la puerta para comprobar los
cerrojos y las cerraduras. Todas estaban tal y como ella las había dejado antes
de acostarse. Durante un buen rato agudizó el oído intentando escuchar algún ruido anormal, pero todo estaba silencioso. Se asomó a la habitación de su hijo y este roncaba
ajeno a todo. Se encaminó hacia la cómoda donde en su interior
guardaba su dinero. Sacó la bolsa. Por lo abultada que parecía estar permanecía
tal como la había dejado antes de acostarse, no obstante, decidió comprobar su
contenido. Con ella en la mano se dirigió a la cocina. Removió un poco la lumbre del
fogón con las tenazas; sacó una brasa que aún quedaba del fuego de
la cena y prendió un cabo de la palmatoria para iluminarse. Vació el
contenido del saquito sobre la mesa y contó, una por una, todas las monedas y
luego los billetes. Estaba todo el dinero. Lo volvió a introducir en la bolsita
y la guardó en la cómoda otra vez. Era todo muy extraño. Recordó que
cuando en la casa había alguna alma en pena se mostraban signos de ese tipo para
demostrar la desazón de ese espíritu. ¿Sería algún mensaje que le enviaban del más allá? Dudó
de que fuese su marido porque ya hacía demasiado tiempo que había fallecido,
además, era imposible le había hecho todas las misas que le correspondían. Dejó de pensar en él. Colocó las sillas en su sitio y volvió a la
cama aunque ya no pudo dormir.
Por la mañana, cuando comenzó a clarear, fue cuando su cabeza ya no pudo soportar el cansancio de tanto cavilo y cayó en un sueño, casi febril, que apenas duró una hora. Cuando entró la luz por la ventana de su habitación se levantó sobresaltada. Oyó el sonido de los aperos del caballo que su hijo estaba enganchando y pensó que estaría maldiciendo, como hacía siempre, porque no tenía el desayuno preparado. Por mucha prisa que se dio cuando entró en la cocina ya lo encontró sentado cortándose, con su navaja, un trozo de pan y queso. En la casa no eran de muchas palabras así que ella le preguntó si tardaría mucho en volver del campo y él le contestó que cuando acabase. Aquella contestación escueta e indefinida no aclaraba nada, aunque ella comprendió que la jornada era para todo el día. Cuando volvía solía estar muy cansado y eso hacía que estuviese más huraño. Tenía la costumbre de quitarse la ropa de trabajo y colgarla en una cuerda de la cuadra, junto a los aperos del caballo, luego se lavaba un poco para a continuación reclamar la cena. Su cansancio se notaba cuando gruñía si por cualquier razón se retrasaba y hasta lanzaba alguna blasfemia, entre dientes, para demostrar más su malhumor. Siempre estaba malhumorado, sin embargo, su madre había observado que llevaba unas semanas que ya no parecía tan agresivo. Venía un poco más pronto del campo y se daba mucha prisa en cenar. Después, ya no se sentaba en el porche a fumar mientras charlaba con el vecino, sino que se vestía con una muda limpia y se iba al pueblo. Pensó que igual es que iba detrás de alguna moza y que por eso el mal carácter se le había sosegado. Todo eran suposiciones pues no se atrevía a preguntarle nada.
Por la mañana, cuando comenzó a clarear, fue cuando su cabeza ya no pudo soportar el cansancio de tanto cavilo y cayó en un sueño, casi febril, que apenas duró una hora. Cuando entró la luz por la ventana de su habitación se levantó sobresaltada. Oyó el sonido de los aperos del caballo que su hijo estaba enganchando y pensó que estaría maldiciendo, como hacía siempre, porque no tenía el desayuno preparado. Por mucha prisa que se dio cuando entró en la cocina ya lo encontró sentado cortándose, con su navaja, un trozo de pan y queso. En la casa no eran de muchas palabras así que ella le preguntó si tardaría mucho en volver del campo y él le contestó que cuando acabase. Aquella contestación escueta e indefinida no aclaraba nada, aunque ella comprendió que la jornada era para todo el día. Cuando volvía solía estar muy cansado y eso hacía que estuviese más huraño. Tenía la costumbre de quitarse la ropa de trabajo y colgarla en una cuerda de la cuadra, junto a los aperos del caballo, luego se lavaba un poco para a continuación reclamar la cena. Su cansancio se notaba cuando gruñía si por cualquier razón se retrasaba y hasta lanzaba alguna blasfemia, entre dientes, para demostrar más su malhumor. Siempre estaba malhumorado, sin embargo, su madre había observado que llevaba unas semanas que ya no parecía tan agresivo. Venía un poco más pronto del campo y se daba mucha prisa en cenar. Después, ya no se sentaba en el porche a fumar mientras charlaba con el vecino, sino que se vestía con una muda limpia y se iba al pueblo. Pensó que igual es que iba detrás de alguna moza y que por eso el mal carácter se le había sosegado. Todo eran suposiciones pues no se atrevía a preguntarle nada.
Tomó las cazuelas en las que pensaba preparar la comida, aunque la idea de su dinero volvió a su mente. Se acercó a la cómoda para volver a comprobar su dinero y cerciorarse de que estaba tal y
como lo había dejado la noche anterior cuando, en ese instante, le llamó su cuñada y tuvo que dejarlo todo
para acudir a su encuentro.
Durante todo el día no consiguió tener un rato libre para
contar su caudal así que esperó a hacerlo después de la cena y su hijo
se hubiese ido al pueblo. Se sentó en la mesa de la cocina y vació el contenido
de la bolsita. Contó y volvió a contar y esta vez eran cinco duros lo que le
faltaban. ¡No era posible! Durante todo el día nadie había tocado la bolsa de
su sitio, estaba cerrada tal y como ella la había dejado. Mientras andaba pensando esto, oyó un fuerte golpe en el piso superior de la casa. Se levantó de un salto y subió los escalones de
dos en dos, quizá se tratase del ladrón que buscaba la oportunidad de poder llevarse todo el dinero. Cuando subió a la cámara, donde se guardaba el
grano, no vio nada extraño. Observó durante un buen tato y salvo una de las cribas que se había caído y era la
que había causado el estruendo que tanto le había asustado todo estaba igual.
Con la prisa de intentar atrapar al ladrón había dejado el dinero sobre la mesa de la cocina, en seguida se dio
cuenta de que le faltaban otros cinco duros. Aquello comenzaba a ser una locura. No había nadie en
la casa y el dinero se evaporaba. Debía hacer algo porque sino su caudal se evaporaría por arte de magia. Tomó la
determinación de ir a visitar a la espiritista que en alguna que otra ocasión complicada
de su vida le había ayudado. Tampoco durmió esa noche aunque estaba algo más
tranquila porque había tomado una determinación.
Al día siguiente, cuando su hijo se fue al campo, ella
se arregló y se fue a tomar el trenet hacia Valencia.
Conocía muy bien las calles por donde tenía que transitar para llegar lo más rápido
posible a la casa de la espiritista. En el último tramo aceleró el paso y se
alegró cuando, de lejos, observó que no había nadie en la calle.
Llamó a la estrecha puerta de la escalera donde vivía la vidente y
escuchó el ¡Ya va! de la criada. Ésta era algo lenta al bajar la
escalera debido a su pie deforme que arrastraba como si
fuese una gran bola de hierro sujeta a su pierna. La chica le hizo
pasar a la sala de la consulta y le indicó que se sentase en una de las sillas de enea. No se sentía muy cómoda en esa habitación donde se percibía un
olor concentrado a incienso, como el que usaba el cura en la iglesia, junto con
otro aroma extraño más picante y que casi le mareaba. Ya estaba al borde de quedarse dormida, quizá por el
cansancio de las dos noches casi en vela o por el aroma concentrado de aquella
habitación, cuando entró la espiritista. Iba vestida toda de negro y en su cuello destacaba una gran medalla de oro. Sus ojos grandes y pintados para que aún
lo pareciesen más resaltaban, junto con sus cabellos blancos, por encima de
cualquier rasgo de su cara. Sin decirle nada le hizo un gesto con la mano para indicarle
que se adelantase hacia la mesa camilla que estaba en el centro de la sala y
tomase asiento frente a ella. En medio de la mesa había una bola de cristal que
parecía insignificante por su tamaño y opacidad. La mujer miró intimidada a la espiritista. A lo largo de más de media hora, la médium, estuvo preguntándole sobre el motivo de su consulta, sobre su familia, su
pasado, su presente y su futuro. La astuta mujer le estaba dando un buen repaso a su vida sin que ella fuese consciente de ello. En un momento dado, la espiritista se levantó de la silla
como si le empujasen y, en ese instante, la bola de
cristal comenzó a lanzar destellos intermitentes. La espiritista extendió los
brazos y cambió de tono de voz. Invocó a algún extraño que estuviese en la
sala:
"No
nos hagas daño espíritu en pena; antes de hablar da unos golpes y
después dinos quién eres" En ese instante se escucharon unos fuertes
golpes en una de las paredes de la habitación que aún tensaron más el ambiente.
La vidente se sentó y rodeó con sus manos la bola de cristal que no había dejado de brillar desde el instante en el que había
entrado en trance.
"Es tu marido quien quiere hablar contigo"
y antes de que la mujer pudiese contestar la espiritista puso los ojos en
blanco y habló con voy aguardentosa:
"No busques el dinero muy lejos. Lo tienes
dentro de casa. Búscalo donde aún no has mirado. En el lugar más improbable que allí
está."
En ese instante la médium se dejó caer sobre la mesa y
la bola dejó de brillar. Unos segundos después se recuperó de su tránsito
espiritual y, casi en un sollozo, confesó haber sido poseída por el espíritu de
su difunto marido. Le explicó que él había pronunciado las palabras a través de
su boca, pero que no sabía exactamente qué era lo que le había obligado decir.
La mujer le repitió el mensaje del más allá. La médium le preguntó si había reconocido la voz de su esposo a lo que la mujer, algo asustada le comentó que no
recordaba muy bien el tono de la voz de su marido pero que pensaba que era algo más aflautada. La espiritista le dijo que posiblemente se distorsionaría con el paso del más allá hacia acá. La espiritista no añadió nada a esos comentarios pero
sí le afirmó, muy severamente, que todo lo que había ocurrido era cierto.
Sin decirle nada más, se volvió de espaldas a ella y desapareció por donde
había entrado. Casi al instante, la criada, salió para pedirle los diez duros
que valía la consulta a su ama.
En el viaje de regreso a su casa, comenzó a
preguntarse dónde estaría el dinero. Pensó y repensó esos lugares improbables
que le había dicho aquella voz misteriosa. Por la noche, dando vueltas por la casa y sin haber encontrado ese sitio
improbable cuando, sin casi darse cuenta, se había metido dentro de la cuadra,
junto al pesebre del caballo. Se detuvo y miró a su alrededor y volvió a pensar en los sitios
improbables donde se podría esconder su dinero. Miró alrededor del animal y con la mano apartó la ropa de trabajo que su hijo
colgaba todos los días cuando volvía del campo. Sin querer tocó el pantalón y notó algo extraño
en el bolsillo. Hurgó en el interior y cuál fue su sorpresa
cuando sacó, muy doblado, el billete de mil pesetas que le había desaparecido. No encontró el resto del dinero,
pero tuvo la certeza de que no estaba muy lejos tal como le había dicho la
espiritista. Estaba en el lugar más improbable.
Al día siguiente cuando volvió del campo su hijo ya tenía la cena
preparada. Como siempre se mantuvo alejada de
la mesa mientras éste cenaba. No se cruzaron muchas palabras, pero tampoco eran
de mucho hablar, madre e hijo. Una vez vio que salía hacia el pueblo, se fue
directa hacia la cómoda y tomó la bolsa. Vertió el caudal sobre la mesa y lo
recontó. Introdujo el billete de mil pesetas que había recuperado del bolsillo del pantalón de su hijo. Pensó y pensó donde poder guardar su dinero para que su hijo no volviese a caer en la tentación del robo. Al fin concluyó que el lugar más seguro
era el interior de la figura de la virgen que había heredado de su familia.
Al fin y al cabo estaba dentro de su habitación y su hijo no entraba nunca allí. Aquella noche durmió más tranquila porque, aunque había perdido veinte
duros, diez desaparecidos y diez invertidos en recuperar los otros, al menos,
sabía que su caudal ahora andaba a buen recaudo.
Hola Francisca, chica me has tenido en tensión hasta el final, qué curiosidad. La vidente muy vidente ella, nada que ver con Madame Santal jaja, que más que ayudar despista jaja. Me ha gustado mucho, esa mamá guardando celosamente el dinero y su hijo intentando ver donde lo guarda. Me recuerda a las historias que me contaba mi padre de su abuela (él siempre sabia donde lo guardaba, en el pajar) Gracias ha sido una forma más de seguir leyéndote. Un abrazo grande
ResponderEliminarHola Joseme, lo más divertido de este relato fue ir construyéndolo con los recuerdos que mi madre me apuntaba. Los personajes son reales, por eso creo que la historia resulta más divertida. Las espiritistas de esa época eran así: observadoras y pícaras. Celebro que te haya gustado. Muchas gracias por la lectura y comentario.
Eliminar