Dicen que no se debe hablar de los
muertos, porque ya no pueden defenderse de los posibles ataques que les
confiramos, pero creo que a Jeremías no le importaría, en absoluto, si os
cuento alguna cosa sobre él. Si no me equivoco, sería la única manera de que
alguien le recordase.
Jeremías era un hombre hecho a sí
mismo. Llegó al pueblo sin nada y al final de sus días había conseguido, una
casa, una furgoneta y una familia. Su vida era simple. Se levantaba todos los
días al amanecer y arrancaba su vehículo que precisaba de un calentamiento
previo de casi una hora. Mientras lo cargaba, encendía la radio que,
normalmente, a esa hora, tenía programado el rezo del Santo Rosario, por lo que,
todos los vecinos éramos partícipes de su falsa devoción. Resultaba un
verdadero descanso oír que arrancaba, de una vez, y se alejaba para no volver
hasta la noche. Todos sabíamos cuándo regresaba por el peculiar sonido del
motor de la furgoneta acompañado, por el boletín de noticias radiofónicas de
los deportes. Así era todos los días laborables, es decir, de lunes a sábado
incluido. Tiempos duros y difíciles para todos.
El domingo ya era otra cosa. Por la
mañana, no tan temprano como el resto de la semana, lo dedicaba a reparar la
hastiada furgoneta. Jeremías pasaba horas y horas practicándole un
mantenimiento que nunca se acertó a saber si era el correcto, pues el motor,
tras sus maniobras, parecía quejarse con aquellos fuertes y agudos carraspeos enfermizos.
Para evitar la soledad del trabajo mecánico, Jeremías lo amenizaba con una
selección musical de uno de sus cantantes favoritos: Juanito Valderrama,
insigne cantante español que dedicaba canciones tanto a la Virgen María como a
la jovencita que iba a celebrar la Primera Comunión.
Pero no era esa la única afición
dominguera de Jeremías, pues también le gustaban los animales, esta afición la
demostró llenando la parte superior de su vivienda con todo tipo de animal
plumífero. En ese improvisado corral se podía encontrar desde canarios,
palomas, tórtolas, perdices, faisanes y demás aves montaraces sueltas que
compartían espacio con gallos y gallinas. La combinación entre un trino, un
arrullo, un cacareo o un graznido daba una sinfonía cacofónica difícil de
expresar con palabras convencionales.
He comprobado que el oído humano
termina por acostumbrarse a extraños sonidos continuados, os lo puedo asegurar.
Lo realmente curioso era ver que la cría de esos animales provocaba la
afluencia de otros no tan exóticos ni deseados como era el caso de los ratones
que acudían, deseosos de tomar parte de la comida de los enjaulados. A su vez,
los gatos de toda la vecindad, también se reunían en las inmediaciones
relamiéndose, con la esperanza de que, con las acrobacias de los roedores, que
paseaban, por los cables de la luz y teléfono, enrollados a la fachada de la
casa de Jeremías, alguno errase su patita y cayese al vacío. No era frecuente
pero no improbable, por lo que la persecución estaba asegurada.
Este sainetesco espectáculo se
completaba con la aparición de Jeremías con un impermeable amarillo, incluido
el sombrero del mismo, y armado con una paleta. Su intención era la de
exterminar los distintos avisperos que se formaban en las paredes de la terraza
de aquel improvisado zoológico. Tenía la teoría de que a las avispas sólo
podría exterminarlas a golpes. Si algún buen intencionado vecino le recomendaba
el uso del insecticida, siempre respondía:
'¡No te preocupes, este año las
mato a todas! Con el palo las asusto y ya no vuelven.'
Pero, lo cierto era que nunca lo
conseguía, y el repiqueteo de los golpes sobre la pared y el zumbido, de las
asustadas avispas, se eternizaba junto a los graznidos de un animal que nunca
se pudo identificar y que destacaba sobre el resto de la nutrida colonia
avícola.
Tiempos duros para todos los que
éramos espectadores del improvisado circo doméstico, junto con el empeño de
Jeremías por deshacerse de los insectos y sus colonias, fuese fallido. Aunque
tuviese mucha constancia, no llegaba a su término con su intento de exterminio
de la forma más ecológica posible.
Todo aquello terminó cuando Jeremías ya no
pudo cuidar de los alados ni tampoco arrancar su doliente furgoneta. Cuando se
fue del vecindario, nadie volvió a nombrarlo, ni preguntó por él.
Quizá no haya sido justa con mis recuerdos, quizá
lo haya recordado con cierta amargura, pero os puedo asegurar que yo tampoco lo
añoro.
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