La decoración
interior de una vivienda refleja la personalidad de los
propietarios.
Los
pintores son profesionales que si bien no se anuncian por las calles, no por
ello dejan de ser ambulantes en sus trabajos. Aunque los conocí muy mayores y
que habían dejado de practicar su oficio, no por ello habían dejado de pensar
en lo que suponía tomar el pincel.
Las
casas de pueblo, las de los agricultores, en particular, tienen unas
características muy concretas. Del encalado del corral ya he explicado la
técnica que se aplicaba, ahora me centraré en esa parte más personal y concreta
que es la vivienda de la familia.
Los
techos eran altos y adornados con vigas de madera que se solían pintar con
aceite de linaza para conseguir el color puro de la madera. De viga a viga los pequeños arcos requerían una pintura neutra y eso sólo lo podía conseguir el blanco. Las
paredes, en especial las del comedor, se dividia en tres partes bien
delimitadas. La parte inferior, la más expuesta a los roces del mobiliario, se
pintaba de colores oscuros y, según la habilidad del pintor, se podía, incluso,
simular el veteado de las piedras de mármol. La zona
intermedia se pintaba con un color liso para que los propietarios pudiesen
colgar sus motivos de recuerdo, es decir, las fotografías enmarcadas del día de
la boda así como la de otros antepasados que marcaron el destino de los
habitantes de esas familias. La parte superior de la pared, ya más cerca de las
vigas, el pintor tenía un espacio donde poder mostrar su habilidad artística.
Por regla general, se representaba alguna escena alegórica sobre los trabajos o
las aficiones de sus propietarios. Con el tiempo, resulta complicado saber por
qué se eligió ese atributo y no otro, por eso, en algunas casas, el pintor,
representó manadas de toros, conducidos por caballistas, pero también había
otro tipo de escenas de asueto: niños jugando en columpios, palomas que
revoloteaban, lazos y flores que se entrelazaban como guirnaldas decorativas y
que terminaban en hermosos camafeos donde quizá se retrató a alguien de la
familia. En el comedor estaba la chimenea, una pieza central del hogar en las
largas noches de invierno, por eso, su campana también era objeto de ser decorada
por la pericia del pintor.
Termino
mi relato con una anécdota que rondó más de una tertulia invernal. Uno de los
pintores le preguntó a la propietaria de la casa qué clase de dibujo deseaba
que le pusiese en la parte central de la chimenea:
-No
sé, pinta algo que parezca pero no sea.
El
pintor, ante esta afirmación, se quedó perplejo. ¿A qué se referiría con ese
enigma? Después de meditarlo mucho tomó una decisión. Estuvo varios días
pintando en el comedor oculto detrás de una sábana. La propietaria estaba
intrigada. Por mucho que le preguntaba qué estaba pintando no conseguía una
respuesta clara y sólo le decía:
-Ya
lo verás, no te preocupes que ya lo verás.
Por
fin terminó el motivo de aquella chimenea. El pintor convocó a todos los de la
casa para que viesen lo que había pintado y que estaba oculto detrás de la
sábana. Cuando la retiró todos quedaron perplejos. Al fin la propietaria, quien
le había hecho el encargo le preguntó:
-No
sé exactamente qué es lo que has pintado pero yo diría que parece una ristra de
morcillas.
A lo
que el pintor le contestó:
-Tú
lo has dicho: es algo que parece, pero, en realidad, no lo es.
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